Выбрать главу

– Te creo.

– Lo celebro. Porque sólo así podrás interpretar lo que ocurrió después -César hizo tintinear el hielo, y pareció que el sonido le ayudaba a ordenar los recuerdos-. Cuando te marchaste, llamé a Álvaro y quedamos en que yo pasaría por su casa al mediodía. Fui sin malas intenciones; y confieso que temblaba de pura excitación. Álvaro me contó lo que había averiguado. Comprobé, satisfecho, que ignoraba la existencia de la inscripción oculta, y me guardé muy bien de ponerlo al corriente. Todo fue de perlas hasta que empezó a hablar de ti. Entonces, princesa, el panorama cambió por completo…

– ¿En qué sentido?

– En todos.

– Me refiero a lo que dijo Álvaro de mí.

César se movió en el sillón, aparentando incomodidad, y tardó un poco en responder, de mala gana:

– Tu visita le había causado una fuerte impresión… O al menos eso dio a entender. Comprendí que habías removido peligrosamente viejos sentimientos, y que a Álvaro no le hubiera desagradado que las cosas volvieran a ser como antes -hizo una pausa y frunció el ceño-. Reconozco, Julia, que aquello me irritó de un modo que no eres capaz de imaginar. Álvaro había arruinado dos años de tu vida y yo estaba allí, frente a él, escuchando cómo planeaba descaradamente volver a irrumpir en ella… Le dije, sin rodeos, que te dejara en paz. Me miró como si yo fuese una vieja y entrometida mariquita, y empezamos a discutir. Te ahorro detalles, pero fue muy desagradable. Me acusó de meterme en lo que no me importaba.

– Y tenía razón.

– No. Tú me importabas, Julia. Me importas más que nada en el mundo.

– No seas absurdo. Jamás habría vuelto con Álvaro.

– Yo no estoy seguro de eso. Sé perfectamente lo que ese canalla significó para ti… -sonrió burlonamente al vacío, como si el espectro de Álvaro, ya inofensivo, estuviese allí, mirándolos-. Entonces, mientras discutíamos, sentí que el viejo odio renacía en mí; me subía a la cabeza como uno de tus vasos de vodka caliente. Era, hija mía, un odio como no recordaba haber sentido nunca; un buen y sólido odio, deliciosamente latino. Así que me levanté y creo que perdí un poco la compostura, insultándolo con un escogido repertorio de verdulera, el que reservo para las grandes ocasiones… Primero se mostró sorprendido por mi explosión. Después encendió la pipa y se me rió en la cara. Su relación contigo, dijo, había fracasado por mi culpa. Yo era el responsable de que no te hubieras hecho adulta. Mi presencia en tu vida, que calificó de enfermiza y obsesiva, te había impedido siempre volar sola. «Y lo peor de todo», añadió con una sonrisa insultante, «es que, en el fondo, de quien Julia siempre ha estado enamorada es de ti, que simbolizas el padre que casi no llegó a conocer… Y así le va.» Después de decir eso, Álvaro metió una mano en el bolsillo del pantalón, le dio unas chupadas a la pipa y me miró entre bocanadas de humo. «Lo vuestro», concluyó, «no es más que un incesto no consumado… Afortunadamente eres homosexual».

Julia cerró los ojos. César había dejado la última frase flotando en el aire y guardaba un silencio que la joven, avergonzada y confusa, no se atrevía a romper. Cuando ella reunió el suficiente valor para mirarlo de nuevo, el anticuario hizo un gesto evasivo con los hombros, como si lo que pudiera seguir contando ya no fuese responsabilidad suya.

– Con esas palabras, princesa, Álvaro firmó su sentencia de muerte… Seguía fumando allí tranquilamente, ante mí, pero en realidad ya estaba muerto. No por lo que había dicho, a fin de cuentas una opinión tan respetable como cualquier otra, sino por lo que su juicio me revelaba a mí mismo, como si acabara de descorrer una cortina que, durante años, me hubiese mantenido ausente de la realidad. Quizá porque confirmaba ideas que yo mantenía alejadas en el rincón más oscuro de mi cabeza, negándome siempre a proyectar sobre ellas la luz de la razón y de la lógica…

Se interrumpió, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo, y miró a Julia y después a Muñoz con aire indeciso. Por fin sonrió de un modo equívoco, tímido y algo perverso a un tiempo, antes de llevarse de nuevo el vaso a los labios en busca de un corto sorbo.

– Entonces sentí una súbita inspiración -Julia comprobó que el gesto de beber había borrado de sus labios la extraña sonrisa-… Y ante mis ojos, oh prodigio, como en los cuentos de hadas, apareció todo un plan. Cada pieza de las que se habían estado agitando en desorden encontraba su lugar exacto, el matiz preciso. Álvaro, tú, yo, el cuadro… Enlazaba también con la parte oscura de mí mismo, con los ecos lejanos, las sensaciones olvidadas, las pasiones adormecidas… Todo se definió en pocos segundos como un gigantesco tablero de ajedrez en el que cada persona, cada idea, cada situación, tenía su correspondiente símbolo en cada pieza, su lugar exacto en el tiempo y en el espacio… Aquella era la Partida con mayúscula, el gran juego de mi vida. Y de la tuya. Porque todo estaba allí, princesa: el ajedrez, la aventura, el amor, la vida y la muerte. Y al final de todo te erguías tú, libre de todo y de todos, bella y perfecta, reflejada en el más puro espejo de la madurez. Tenías que jugar al ajedrez, Julia; eso era inevitable. Tenías que matarnos a todos para, por fin, ser libre.

– Santo Dios…

El anticuario hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Dios no tiene nada que ver con esto… Te aseguro que cuando me acerqué a Álvaro y le di en la nuca con el cenicero de obsidiana que tenía sobre la mesa, ya no lo odiaba. Aquello no fue otra cosa que un desagradable trámite. Enojoso, pero necesario.

Estudió su mano derecha detenidamente, con curiosidad. Parecía evaluar la capacidad de infligir la muerte que se encerraba en aquellos dedos largos y pálidos, de cuidadas uñas, que con tan elegante indolencia sostenían en ese momento el vaso de ginebra.

– Cayó como un fardo -concluyó en tono objetivo, al terminar su examen-. Se vino abajo sin un gemido, plaf, todavía con la pipa entre los dientes. Luego, en el suelo… Bueno. Me aseguré de que estaba debidamente muerto, con otro golpe mejor calculado. Al fin y al cabo, las cosas se hacen bien, o no se hacen… El resto ya lo conoces: la ducha y todo lo demás fueron simples toques artísticos. Brouillez les pistes, decía Arsenio Lupin… Aunque Menchu, que en paz descanse, lo habría atribuido, sin duda, a Coco Chanel. La pobre -bebió un corto sorbo a la memoria de Menchu antes de quedarse mirando al vacío-. El caso es que borré mis huellas con un pañuelo y me llevé el cenicero por si acaso, arrojándolo a un cubo de basura lejos de allí… Está feo que yo lo diga, princesa, pero para ser primeriza, mi mente funcionó de una forma admirablemente criminal. Antes de irme recogí el informe sobre el cuadro, que Álvaro pensaba haberte entregado en tu casa, y escribí a máquina la dirección en un sobre.

– También cogiste un puñado de sus tarjetas de cartulina blanca…

– No. Ese detalle fue ingenioso, pero se me ocurrió más tarde. Ya no era cosa de volver a por ellas; así que compré otras iguales en una papelería. Pero eso fue días después. Antes tenía que planificar la partida; cada movimiento debía ser perfecto. Lo que sí hice, porque estaba citado en tu casa a última hora del día siguiente, fue asegurarme de que recibías el resto del informe. Era imprescindible que conocieras todos los detalles del cuadro.

– Entonces recurriste a la mujer del impermeable…

– Sí. Y en ese punto debo confesarte una cosa. No ejerzo de travestí, ni maldita la gracia que me hace… Alguna vez, sobre todo cuando era joven, llegué a disfrazarme por pura diversión. Como si se tratara de Carnaval o algo así. Siempre solo y ante un espejo… -en este punto, César hizo un mohín de complacida evocación, malicioso e indulgente consigo mismo-. A la hora de hacerte llegar el sobre, repetir la experiencia me pareció divertido. Era como un viejo capricho, ¿comprendes? Una especie de desafío, si queremos verlo desde un punto de vista… heroico. Ver si era capaz de engañar a la gente jugando a decir, en cierto modo, la verdad o parte de ella… Así que fui de compras. Un caballero de aire distinguido que adquiere un impermeable, un bolso, zapatos de tacón bajo, una peluca rubia, medias y un vestido, no despierta sospechas si lo hace con los modales adecuados, en unos grandes almacenes llenos de gente, indudablemente para su esposa. El resto lo hizo un buen afeitado y maquillaje que, lo confieso sin rubor alguno a estas alturas, de eso sí tenía en casa. Nada exagerado, ya me conoces. Sólo un toque discreto. En la agencia de mensajeros nadie sospechó lo más mínimo. Y reconozco que fue una experiencia divertida… e instructiva.