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Suspiró largamente el anticuario, con estudiada melancolía. Después ensombreció el gesto.

– En realidad -añadió, y su tono se había hecho ahora menos frívolo- todo eso era la parte que podemos considerar lúdica del asunto… -miró a Julia con ensimismada fijeza, como si escogiera las palabras ante un auditorio más solemne e invisible, en el que creyese necesario causar buena impresión-. Lo “realmente” difícil venía ahora. Yo tenía que orientarte del modo adecuado, tanto hacia la resolución del misterio, primera parte del juego, como hacia la segunda, mucho más peligrosa y complicada… El problema residía en que, oficialmente, yo no jugaba al ajedrez; teníamos que progresar juntos en la investigación del cuadro, pero me encontraba atado de manos para ayudarte. Era horrible. Tampoco podía jugar contra mí mismo; necesitaba un adversario. Alguien de talla. Así que no tuve más remedio que buscar un Virgilio que te guiase en la aventura. Era la última pieza que me faltaba disponer sobre el tablero.

Apuró el resto de la bebida, depositando el vaso sobre la mesa. Después extrajo un pañuelo de seda de la manga de su batín para secarse con esmero los labios. Por fin miró a Muñoz, dirigiéndole una sonrisa amistosa.

– Ahí fue donde, previa consulta con mi vecino el señor Cifuentes, director del Club Capablanca, decidí escogerlo a usted, amigo mío.

Muñoz movió la cabeza de arriba abajo, una sola vez. Si meditaba sobre lo dudoso de aquel honor, se abstuvo de comentarlo. Sus ojos, a los que las sombras creadas por la escasa iluminación de la pantalla parecían hundir aún más en sus cuencas, miraban con curiosidad al anticuario.

– Usted nunca dudó que yo ganaría -apuntó en voz baja.

César le dirigió un irónico saludo, quitándose un sombrero imaginario.

– Nunca, en efecto -confirmó-. Además de su talento como ajedrecista, que resultó evidente apenas lo vi situarse ante el Van Huys, yo estaba dispuesto a suministrarle, queridísimo, una serie de jugosas claves que, correctamente interpretadas, lo llevarían a desvelar el segundo enigma: el del jugador misterioso -chasqueó la lengua complacido, como si paladease un manjar exquisito-. Reconozco que usted me impresionó. A decir verdad, me impresiona todavía. Esa forma tan deliciosamente suya de analizar todos y cada uno de los movimientos, el método de aproximación a base de ir descartando todas las hipótesis improbables, sólo puede calificarse de magistral.

– Usted me abruma -comentó Muñoz, inexpresivo, y Julia fue incapaz de averiguar si el comentario encerraba sinceridad o ironía. César había echado hacia atrás la cabeza y modulaba una teatral y silenciosa carcajada de placer.

– Debo decirle -apuntó con mueca equívoca, casi coqueta- que sentirme poco a poco acorralado por usted llegó a convertirse en una genuina excitación, se lo aseguro. Algo… casi físico, si me permite el término. Aunque usted no sea exactamente mi tipo -estuvo absorto unos instantes, como si intentase situar a Muñoz en una categoría determinada, y después pareció desistir del intento-. Ya en las últimas jugadas comprendí que me estaba convirtiendo en el único sospechoso posible. Y usted sabía que yo lo sabía… No creo errar si digo que fue a partir de ese momento cuando empezamos a sentirnos más próximos, ¿verdad?… La noche que pasamos sentados en un banco frente a la casa de Julia, velando con ayuda de mi petaca de coñac, mantuvimos una larga conversación sobre los rasgos psicológicos del asesino. Usted ya estaba casi seguro de que su adversario era yo. Lo escuché con suma atención mientras desarrollaba, como respuesta a mis preguntas, la relación de todas las hipótesis conocidas sobre la patología del ajedrez… Salvo una, la correcta. Una que usted no mencionó jamás hasta hoy, y que sin embargo conocía perfectamente. Ya sabe a qué me refiero.

Muñoz movió otra vez la cabeza de arriba abajo, con tranquilo gesto afirmativo. César señaló a Julia.

– Usted y yo lo sabemos, pero ella no. O al menos no del todo. Habría que explicárselo.

La joven miró al jugador de ajedrez.

– Sí -dijo, sintiéndose cansada y llena de una irritación que incluía a Muñoz-. Tal vez debiera usted explicarme de qué están hablando, porque empiezo a estar harta de este maldito compadreo.

El ajedrecista mantenía los ojos fijos en César.

– La índole matemática del ajedrez -respondió, sin inmutarse por el malhumor de Julia- le da a este juego un carácter peculiar. Algo que los especialistas definirían como sádico-anal… Ya sabe a qué me refiero: el ajedrez como lucha cerrada entre dos hombres, donde intervienen palabras como agresión, narcisismo, masturbación… Homosexualidad. Ganar es vencer al padre o a la madre dominantes, situarse arriba. Perder es caer derrotado, someterse.

César levantó un dedo, reclamando atención.

– Salvo que la victoria -apuntó, cortés- suponga exactamente eso.

– Sí -convino Muñoz-. Salvo que la victoria consista precisamente en demostrar la paradoja, infligiéndose a sí mismo la derrota -miró un momento a Julia-. Belmonte tenía razón, después de todo.

La partida, como el cuadro, se acusaba a sí misma. El anticuario le dirigió una sonrisa admirada, casi feliz.

– Bravo -dijo-. Inmortalizarse en la propia derrota, ¿no es cierto?… Como el viejo Sócrates al beber la cicuta -se volvió hacia Julia con aire triunfal-. Nuestro querido Muñoz, princesa, sabía todo esto hace días, y sin embargo no dijo una palabra a nadie; ni a ti, ni a mí. Y yo, modestamente, comprendí que mi adversario estaba en el buen camino al verme aludido por omisión. En realidad, cuando se entrevistó con los Belmonte y pudo por fin descartarlos como sospechosos, ya no le cupo duda sobre la identidad del enemigo. ¿Me equivoco?

– No se equivoca.

– ¿Me permite una pregunta algo personal?

– Hágala, y sabrá si la contesto o no.

– ¿Qué sintió al dar con la jugada correcta?… ¿Cuándo supo que era yo?

Muñoz reflexionó un momento.

– Alivio -dijo-. Me habría decepcionado que fuera otro.

– ¿Decepcionado por equivocarse respecto a la identidad del jugador misterioso?… No quisiera exagerar mis propios méritos, pero eso tampoco era tan evidente, mi querido amigo. Incluso para usted era muy difícil. A varios de los personajes de esta historia ni siquiera los conocía, y sólo hemos estado juntos un par de semanas. Contaba únicamente con su tablero de ajedrez como instrumento de trabajo…

– No me ha entendido -respondió Muñoz-. Yo deseaba que fuera usted. Me caía bien.

Julia los miraba con la incredulidad pintada en el rostro.

– Celebro veros hacer tan buenas migas -dijo, sarcástica-. Luego, si os apetece, podemos irnos a tomar una copa mientras nos damos palmaditas en el hombro unos a otros, contándonos lo mucho que nos hemos reído con todo esto -movió bruscamente la cabeza, intentando recobrar el sentido de la realidad-. Es increíble, pero tengo la sensación de estar de más aquí.

César le dirigió una mirada de desolado afecto.