– Hay cosas que tú no puedes entender, princesa.
– ¡No me llames princesa!… Y te equivocas del todo. Lo entiendo perfectamente. Y ahora soy yo quien va a hacerte una pregunta: ¿Qué habrías hecho aquella mañana, en el Rastro, si yo me hubiera subido al coche para ponerlo en marcha, sin fijarme en el spray y en la tarjeta, con aquel neumático convertido en una bomba?
– Eso es ridículo -César parecía ofendido-. Yo jamás hubiera dejado que tú…
– ¿Aún a riesgo de delatarte?
– Sabes que sí. Muñoz lo dijo hace un momento: Jamás corriste peligro… Esa mañana todo estaba calculado: el disfraz listo en un pequeño cuartucho con doble salida que tengo alquilado como almacén, mi cita previa con el proveedor, una cita real, pero que solventé en pocos minutos… Me vestí a toda prisa, anduve hasta el callejón, arreglé el neumático y puse la tarjeta y el envase vacío. Después me detuve ante la vendedora de imágenes para que se fijara en mí, regresé al almacén y, hop, tras el cambio de indumentaria y maquillaje, acudí a mi cita contigo en el café… Convendrás en que todo fue impecable.
– Asquerosamente impecable, en efecto.
El anticuario hizo un gesto de reprobación.
– No seas vulgar, princesa -la miró con una ingenuidad insólita de puro sincera-. Esos horribles adverbios no llevan a ninguna parte.
– ¿Por qué tanto trabajo para atemorizarme?
– Se trataba de una aventura, ¿no?… Era necesario que flotara la amenaza. ¿Imaginas una aventura de la que el miedo esté ausente?… Yo no podía ofrecerte ya las historias que te emocionaban cuando niña. Así que inventé para ti la más extraordinaria que pude imaginar. Una aventura que no olvidarás en lo que te queda de vida.
– De eso no te quepa duda.
– Misión cumplida, entonces. Lucha de la razón frente al misterio, destrucción de fantasmas que te encadenaban… ¿Te parece poco? Y a eso añádele el descubrimiento de que el Bien y el Mal no están delimitados como en los cuadros blancos y negros de un tablero -miró a Muñoz antes de sonreír de soslayo, como si se estuviera refiriendo a un secreto que ambos compartían-. Todos los escaques son grises, hija mía, matizados por la conciencia del Mal como resultado de la experiencia; del conocimiento de lo estéril y a menudo pasivamente injusto que puede llegar a ser lo que llamamos Bien. ¿Recuerdas a mi admirado Settembrini, el de “La montaña mágica”?… La maldad, decía, es el arma resplandeciente de la razón contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.
Julia miraba con atención el rostro del anticuario, iluminado a medias por la lámpara. En ciertos momentos parecía que sólo una mitad, la visible o la que estaba en sombra, era la que hablaba, limitándose la otra a asistir como testigo. Y se preguntó cuál de las dos era más real.
– Aquella mañana, cuando asaltamos el Ford azul, yo te amaba, César.
Instintivamente se había dirigido a la mitad iluminada; pero la respuesta vino de la parte oscurecida por las sombras:
– Lo sé. Y eso basta para justificarlo todo… Yo ignoraba qué hacía allí aquel coche; su aparición me intrigaba tanto como a ti. Incluso mucho más, por razones obvias; nadie le había dado vela en el entierro, y valga el dudoso chiste, querida -movió dulcemente la cabeza, evocador-. He de reconocer que esos pocos metros, tú con la pistola y yo con mi patético atizador de chimenea en la mano, y el asalto a aquellos dos imbéciles antes de saber que eran esbirros del inspector-jefe Feijoo… -agitó las manos, como si le faltasen las palabras-. Fue algo maravilloso de verdad. Te miraba caminar en línea recta hacia el enemigo, con el ceño fruncido y los dientes apretados, valerosa y terrible como una furia vengativa, y sentía, te lo juro, junto a mi propia excitación, un orgullo soberbio. «He aquí una mujer de una pieza», pensé, admirado… Si tu carácter hubiera sido otro, inestable o frágil, jamás te habría sometido a esta prueba. Pero te he visto nacer, y te conozco. Tenía la certeza de que ibas a emerger renovada; más dura y fuerte.
– A un precio muy alto, ¿no crees? Álvaro, Menchu… Tú mismo.
– Ah, sí; Menchu -el anticuario hizo memoria, como si le costase recordar a quién se refería Julia-. La pobre Menchu, envuelta en un juego que era demasiado complejo para ella… -pareció recordar por fin y arrugó la frente-. En cierta forma, aquello fue una brillante improvisación, valga la inmodestia. Yo te había telefoneado a primera hora de la mañana, para ver en qué terminaba todo. Fue Menchu quien se puso al teléfono y dijo que no estabas. Parecía tener prisa en colgar, ahora sabemos por qué. Esperaba a Max para realizar el absurdo plan del robo del cuadro. Yo lo ignoraba, naturalmente. Pero apenas dejé el teléfono, vi mi propia jugada: Menchu, el cuadro, tu casa… Media hora después llamaba al timbre, bajo la identidad de la mujer del impermeable. Al llegar a ese punto, César hizo un gesto divertido, como si animase a Julia a extraer insólitas facetas humorísticas de la situación que narraba.
– Siempre te dije, princesa -continuó enarcando una ceja, y parecía que se hubiera limitado a contar sin éxito un chiste maloque a tu puerta le hace falta una de esas miras angulares, muy útiles para saber quién llama. Tal vez Menchu no habría abierto a una mujer rubia con gafas de sol. Pero sólo escuchó la voz de César diciendo que traía un mensaje urgente de tu parte. No podía menos que abrir, y así lo hizo -volvió las palmas hacia arriba, y daba la impresión de disculpar a título póstumo el error de Menchu-. Supongo que en ese momento pensó que podía echar a pique su operación con Max, pero la inquietud se convirtió en sorpresa al ver una mujer desconocida en el umbral. Tuve tiempo de observar la expresión de sus ojos, asombrados y muy abiertos, antes de darle un puñetazo en la tráquea. Estoy seguro de que murió sin saber quién la mataba… Cerré la puerta y me dispuse a prepararlo todo cuando, y eso sí que no me lo esperaba, escuché el ruido de una llave en la cerradura.
– Era Max -dijo innecesariamente Julia.
– En efecto. Era ese guapo proxeneta, que subía por segunda vez, eso lo comprendí después, cuando te lo contó todo en la comisaría, para llevarse el cuadro y preparar el incendio de tu casa. Lo que, insisto, era un plan absolutamente ridículo, muy propio, eso sí, de Menchu y de ese imbécil.
– Pude haber sido yo quien abría la puerta. ¿Pensaste en eso?
– Confieso que cuando oí la cerradura no pensé en Max, sino en ti.
– ¿Y qué habrías hecho? ¿Pegarme también un puñetazo en la tráquea?
La miró otra vez con la expresión dolorida de alguien maltratado injustamente.
– Esa es una pregunta -dijo, buscando la respuesta- desproporcionada y cruel.
– No me digas.
– Pues sí te digo. Ignoro cuál habría sido mi reacción exacta, pues lo cierto es que durante un momento me sentí perdido, sin tiempo para pensar en otra cosa que no fuera esconderme… Corrí al cuarto de baño y contuve el aliento, intentando encontrar la forma de salir de allí. Pero a ti no te iba a pasar absolutamente nada. La partida habría terminado antes de tiempo, a la mitad. Eso es todo.
Julia adelantó el labio inferior, incrédula. Sentía escocerle las palabras en la boca.
– No puedo creerte, César. Ya no.
– Que me creas o no, queridísima, no cambia las cosas -hizo un gesto resignado, como si la conversación empezara a fatigarlo-. Y a estas alturas da lo mismo… Lo que cuenta es que no eras tú, sino Max. Lo oí a través de la puerta de baño, diciendo «Menchu, Menchu», aterrado pero sin atreverse a gritar, el infame. Para entonces, yo había recobrado la serenidad. Llevaba en el bolso un estilete que tú conoces, el de Cellini. Y si Max llega a husmear por las habitaciones, se lo habría encontrado de la forma más tonta en mitad del corazón, zas, de golpe y porrazo, apenas abriese la puerta del baño, sin darle tiempo a decir esta boca es mía. Por suerte para él, y también para mí, le faltó valor para fisgonear y prefirió salir corriendo escaleras abajo. Mi héroe.
Se detuvo para suspirar, sin jactancia.
– A eso le debe seguir vivo, el cretino -añadió, levantándose del sillón, y se diría que lamentaba el buen estado de salud de Max. Una vez en pie, miró a Julia y después a Muñoz, que seguían observándolo en silencio, y se movió un poco por la habitación, sobre las alfombras que amortiguaban el sonido de sus pasos: