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– Veo -dijo la joven, volviéndose de nuevo hacia el anticuarioque lo has previsto todo… O casi todo. ¿También has pensado en don Manuel Belmonte? Quizá te parezca un detalle sin importancia, pero es el propietario del cuadro.

– También he pensado en eso. Naturalmente, tú puedes tener una loable crisis de conciencia y decidir que no aceptas mi plan. En ese caso no tienes más que decírselo a Ziegler, y el cuadro aparecerá en el lugar adecuado. A Montegrifo le dará un soponcio, pero tendrá que fastidiarse. A fin de cuentas, las cosas quedarían como antes: el cuadro revalorizado con el escándalo y Claymore manteniendo el derecho a la subasta… Pero en caso de que te inclines por el sentido práctico de la vida, tienes argumentos para tranquilizar tu conciencia: Belmonte se desprende del cuadro por dinero; así que, excluido el valor sentimental, queda el económico. Y este se ve cubierto por el seguro. Además, nada te impide, de forma anónima, hacerle llegar la indemnización que juzgues oportuna. Tendrás dinero de sobra para eso. En cuanto a Muñoz…

– Pues sí -dijo el jugador de ajedrez-. La verdad es que tengo curiosidad por saber qué pasa conmigo.

César lo miró, socarrón.

– A usted, queridísimo, le ha tocado la lotería.

– No me diga.

– Pues sí se lo digo. En previsión de que el segundo caballo blanco sobreviviese a la partida, me tomé la libertad de vincularlo documentalmente a la sociedad, con el veinticinco por ciento de las acciones. Lo que, entre otras cosas, le permitirá a usted comprarse camisas limpias y jugar al ajedrez, digamos en las Bahamas, si le apetece.

Muñoz se llevó la mano a la boca y cogió entre los dedos el resto del cigarrillo, que se había apagado. Lo contempló brevemente para dejarlo caer después, con gesto deliberado, sobre la alfombra.

– Lo encuentro muy generoso por su parte -dijo.

César miró la colilla en el suelo y después al ajedrecista.

– Es lo menos que puedo hacer. De algún modo hay que comprar su silencio; y además se lo ha ganado con creces… Digamos que es mi modo de compensar la jugarreta del ordenador.

– ¿Y se le ha ocurrido pensar que yo puedo negarme a participar en esto?

– Pues sí. La verdad es que se me ha ocurrido. Es un tipo extraño, considerándolo bien. Pero ése ya no es asunto mío. Usted y Julia son ahora socios, así que arréglenlo solos. Yo tengo otras cosas en qué pensar.

– Quedas tú, César -dijo Julia.

– ¿Yo? -el anticuario sonrió. Dolorosamente, creyó ver la joven-. Mi querida princesa, yo tengo muchos pecados que purgar y muy poco tiempo disponible -señaló el sobre lacrado sobre la mesa-. Ahí tienes también una detallada confesión en la que figura toda la historia de cabo a rabo, excepto, naturalmente, nuestra combinación suiza. Tú, Muñoz, y de momento Montegrifo, quedáis limpios como una patena. En cuanto al cuadro, explico con todo detalle su destrucción por razones personales y sentimentales. Estoy seguro de que, tras sesudo examen de esa confesión, los psiquiatras de la policía dictaminarán mi peligrosa esquizofrenia.

– ¿Piensas irte al extranjero?

– Ni hablar. Lo único que hace deseable tener un sitio a donde ir, es que eso permite hacer un viaje. Pero yo soy demasiado viejo. Por otra parte, tampoco me seduce la cárcel, o un manicomio. Debe de ser algo incómodo, con todos esos enfermeros corpulentos y atractivos dándole a uno duchas frías y cosas así. Me temo que no, querida. Tengo cincuenta años largos y ya no estoy para ese tipo de emociones. Además, hay otro pequeño detalle.

Julia lo miró, sombría.

– ¿Qué detalle?

– ¿Has oído hablar -César hizo una mueca irónica- de una cosa que se llama Síndrome de Nosecuántos Adquirido, algo que parece estar grotescamente de moda?… Pues lo mío es un caso terminal. Dicen.

– Estás mintiendo.

– En absoluto. Te aseguro que lo llaman así: terminal, como esas lóbregas estaciones del metro.

Julia cerró los ojos. De repente, todo cuanto había alrededor pareció desvanecerse, y en su conciencia sólo quedó un sonido apagado y sordo, como el de una piedra al caer en el centro de un estanque. Cuando volvió a abrirlos, sus párpados estaban llenos de lágrimas.

– Estás mintiendo, César. Tú no. Dime que mientes.

– Ya quisiera yo, princesa. Te aseguro que me encantaría poder decirte que todo ha sido una broma de mal gusto. Pero la vida es muy capaz de gastarle a uno esa clase de faenas.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

El anticuario desdeñó la pregunta con un lánguido gesto de la mano, como si el tiempo hubiese dejado de importarle.

– Dos meses, más o menos. Empezó con la aparición de un pequeño tumor en el recto. Algo bastante desagradable.

– Nunca me dijiste nada.

– ¿Por qué había de hacerlo?… Disculpa si parezco poco delicado, querida, pero mi recto siempre ha sido cosa mía.

– ¿Cuánto te queda?

– No demasiado; seis o siete meses, creo. Y dicen que se adelgaza una barbaridad.

– Entonces te mandarán a un hospital. No irás a la cárcel. Ni siquiera al manicomio, como tú dices.

César movió la cabeza, con serena sonrisa.

– No iré a ninguno de esos tres sitios, queridísima. ¿Te imaginas qué horror, morir de semejante vulgaridad?… Ah, no. Ni hablar. Me niego. Ahora a todo el mundo le ha dado por irse de lo mismo, así que reivindico, al menos, el derecho a hacer mutis dándole un cierto toque personal al asunto… Debe de ser terrible llevarse como última imagen de este mundo un frasco de suero intravenoso colgado sobre tu cabeza, con las visitas pisándote el tubo de oxígeno o algo por el estilo… -miró a su alrededor, los muebles, tapices y cuadros de la habitación-. Prefiero reservarme un final florentino, entre los objetos que amo. Una salida así, discreta y dulce, va más con mis gustos y mi carácter.

– ¿Cuándo?

– Dentro de un rato. Cuando tengáis la bondad de dejarme solo.

Muñoz aguardaba en la calle, apoyado en la pared y con el cuello de la gabardina subido hasta las orejas. Parecía absorto en secretas reflexiones; y cuando Julia salió del umbral y llegó a su lado, tardó en levantar la mirada hacia ella.

– ¿Cómo piensa hacerlo? -preguntó.

– Ácido prúsico. Tiene una ampolla guardada desde hace años -sonrió amargamente-. Dice que un pistoletazo es más heroico, pero que le dejaría en la cara una desagradable expresión de sobresalto. Prefiere tener buen aspecto.

– Comprendo.

Julia encendió un cigarrillo. Lo hizo despacio, con deliberada lentitud.

– Hay una cabina telefónica aquí cerca, a la vuelta de la esquina… -miró a Muñoz con expresión ausente-. Me ha pedido que le concedamos diez minutos antes de llamar a la policía.

Echaron a andar por la acera, el uno junto al otro, bajo la luz amarillenta de las farolas. Al final de la calle desierta, un semáforo cambiaba alternativamente del verde al ámbar, y después al rojo. El último destello iluminó a Julia, marcándole sombras irreales y profundas en el rostro.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Muñoz. Había hablado sin mirarla, manteniendo la vista fija en el suelo, ante sí. Ella se encogió de hombros.

– Depende de usted.

Entonces, por primera vez, Julia oyó reír a Muñoz. Era una risa profunda y suave, algo nasal, que parecía brotarle de muy adentro. Durante una fracción de segundo, la joven tuvo la impresión de que era uno de los personajes del cuadro, y no el jugador de ajedrez, quien la hacía sonar junto a ella.

– Su amigo César tiene razón -dijo Muñoz- Necesito camisas limpias.

Julia acarició con los dedos las tres figuras de porcelana -Octavio, Lucinda y Scaramouche- que llevaba en el bolsillo de la gabardina, junto al sobre lacrado. El frío de la noche le cortaba los labios, helando lágrimas en sus ojos.

– ¿Dijo algo más antes de quedarse solo? -preguntó Muñoz.

Ella se encogió otra vez de hombros. «Nec sum adeo informis… No soy tan feo… Me he visto últimamente en la orilla, cuando el mar estaba sereno…» Había sido muy propio de César citar a Virgilio cuando ella se volvía por última vez, ya en el umbral, para abarcar con una mirada el salón en penumbra, los tonos oscuros de los viejos cuadros en las paredes, el tenue reflejo tamizado por la pantalla de pergamino sobre la superficie de los muebles, el marfil amarillento, el dorado en los lomos de los libros. Y César en contraluz, de pie en el centro del salón, sin poderse distinguir ya sus facciones; silueta delgada y nítida como el perfil de una medalla o un camafeo antiguo, y su sombra proyectada sobre los arabescos rojos y ocres de la alfombra, casi rozando los pies de Julia. Y el carillón que sonó en el mismo instante en que ella cerraba la puerta como si fuese la losa de una tumba, igual que si todo estuviera previsto de antemano y cada uno hubiese interpretado a conciencia el papel asignado en la obra, que concluía sobre el tablero a la hora exacta, cinco siglos después del primer acto, con la precisión matemática del último movimiento de la dama negra.