A las cuatro de la madrugada, con la boca áspera por el café y el tabaco, Julia había terminado su lectura. La historia del pintor, el cuadro y los personajes se tornaba por fin casi tangible. Ya no eran simples imágenes sobre una tabla de roble, sino seres vivos que habían llenado un tiempo y un espacio entre la vida y la muerte. Pieter Van Huys, pintor. Fernando Altenhoffen y su esposa, Beatriz de Borgoña. Y Roger de Arras. Porque Julia había dado con la prueba de que el caballero del cuadro, el jugador que estudiaba la posición de las piezas de ajedrez con la atención taciturna de aquel a quien le iba la vida en ello, era efectivamente Roger de Arras, nacido en 1431 y muerto en 1461, en Ostenburgo. De eso no le cabía la menor duda, como tampoco de que el misterioso lazo que lo vinculaba a los otros personajes y al pintor era aquel cuadro, ejecutado dos años después de su muerte. Una muerte cuya minuciosa descripción tenía ahora sobre las rodillas, en una página fotocopiada de la Crónica de Guichard de Hainaut:
»… De esta forma, en la Epifanía de los Santos Reyes de aquel año de mil cuatrocientos y sesenta y nueve, cuando micer Ruggier d.Arras paseaba a la anochecida como solía junto al foso llamado de la Puerta Este, un ballestero apostado le pasó el pecho de parte a parte con un virote. Quedó en el sitio el señor d.Arras pidiendo a voces confesión, mas cuando acudieron en su socorro expirado había el alma por el grande boquete de la herida. Espejo de caballeros y cumplido gentilhombre, la muerte de micer Ruggier fue harto sentida por la facción que en Ostenburgo era partidaria de la Francia, a la que se le decía afecto. Por tal luctuoso hecho alzáronse voces acusando del crimen a la gente partidaria de la casa de Borgoña. Otros atribuyeron la infame muerte a intriga de lances de amor, a los que harto aficionado era el desventurado señor d.Arras. Incluso afirmóse que el propio duque Fernando salía oculto fiador del golpe por tercero interpuesto, a causa de que micer Ruggier habría osado querella de amores con la duquesa Beatriz. Y la sospecha de tamaño baldón lo acompañó al duque hasta su muerte. Y así finó el triste caso sin que los asesinos fueren nunca hallados, diciéndose en pórticos y mentideros que escaparon protegidos por mano poderosa. Y así quedó aplazada la justicia para la mano de Dios. Y micer Ruggier era hermoso de cuerpo y de figura a pesar de las guerras batalladas al servicio de la corona de Francia, antes de allegarse a Ostenburgo al servicio del duque Fernando, con quien se había criado en su mocedad. Y fue llorado por muchas damas. Y tenía la edad de treinta y ocho años y todo su vigor cuando fue muerto…
Julia apagó la lámpara y permaneció a oscuras con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, observando el punto luminoso de la brasa del cigarrillo que sostenía en la mano. No le era posible ver el cuadro frente a ella, pero tampoco lo necesitaba. Tenía impresos en la retina y en la mente hasta el último detalle de la tabla flamenca; podía verla con los ojos abiertos en la oscuridad.
Bostezó, frotándose la cara con las palmas de las manos. Sentía una mezcla de fatiga y euforia, una curiosa sensación de triunfo incompleto, pero excitante; como el presentimiento, adquirido en mitad de una larga carrera, de que es posible alcanzar la meta. Había logrado levantar una punta del velo, y aún quedaban muchas cosas por averiguar; pero una era clara como la luz: en aquel cuadro no había capricho ni azar, sino cuidadosa ejecución de un plan preconcebido, de un objetivo que se resumía en la pregunta oculta ¿quién mató al caballero?, que alguien, por conveniencia o miedo, había tapado o mandado tapar. Y fuera lo que fuese, Julia iba a averiguarlo. En aquel momento, fumando en la oscuridad, aturdida de vigilia y cansancio, con la mente poblada de imágenes medievales, de trazos pictóricos bajo los que silbaban flechas de ballesta disparadas por la espalda y al anochecer, la joven no pensaba ya en restaurar el cuadro, sino en reconstruir su secreto. Tendría cierta gracia, se dijo a punto de ser vencida por el sueño, que cuando todos los protagonistas de aquella historia no eran sino esqueletos reducidos a polvo en sus tumbas, ella consiguiera dar respuesta a la pregunta que un pintor flamenco llamado Pieter Van Huys lanzaba, como un desafiante enigma, a través del silencio de cinco siglos.
II. LUCINDA, OCTAVIO, SCARAMOUCHE
«Se diría que está trazado como un enorme tablero de ajedrez -dijo Alicia al fin.»
L. Carroll
La campanilla de la puerta se puso a repicar cuando Julia entró en la tienda de antigüedades. Bastaron unos pasos por el interior para que se viera envuelta en una sensación acogedora, de paz familiar. Sus primeros recuerdos se confundían con aquella suave luz dorada entre muebles de época, tallas y columnas barrocas, pesados bargueños de nogal, marfiles, tapices, porcelanas y cuadros de oscura pátina, desde los que personajes enlutados y graves contemplaron, años atrás, sus juegos infantiles. Muchos objetos habían sido vendidos entretanto, sustituyéndolos otros; pero el efecto de las habitaciones abigarradas, la claridad que se difumina sobre las piezas antiguas expuestas en armonioso desorden, permanecían inalterables. Como los colores de las delicadas figuras en porcelana de La Commediadell’Arte firmadas por Bustelli: una Lucinda, un Octavio y un Scaramouche que eran orgullo de César, y también diversión favorita de Julia cuando niña. Quizá por eso el anticuario no había querido nunca desprenderse de ellas, y aún las conservaba en una vitrina al fondo, junto a la vidriera emplomada abierta al patio interior de la tienda, donde solía sentarse a leer -Stendhal, Mann, Sabatini, Dumas, Conrad- en espera del campanilleo que anunciase la llegada de un cliente.
– Hola, César.
– Hola, princesita.
César tenía más de cincuenta años -Julia nunca logró arrancarle la confesión de su edad exacta- y unos ojos azules risueños y burlones, semejantes a los de un chico travieso que hallara su mayor placer en llevar la contraria al mundo en que se le obligaba a vivir. Tenía el pelo blanco, ondulado con esmero -ella sospechaba que se lo teñía desde años atrás- y conservaba una excelente figura, quizás algo ensanchada en las caderas, que sabía vestir con trajes de exquisito corte, a los que sólo podía reprocharse, en rigor, ser un poco atrevidos para su edad. Jamás usaba corbata, ni siquiera en los más selectos acontecimientos sociales, sino magníficos pañuelos italianos anudados bajo el cuello abierto de la camisa, invariablemente de seda, con sus iniciales cifradas en hilo azul o blanco bajo el corazón. Por lo demás, se hallaba en posesión de una de las más amplias y depuradas culturas que Julia había conocido en su vida, y en nadie como en él se afirmaba el principio de que la extrema cortesía, en las personas de clase superior, es la más alta expresión de desdén hacia los demás. En el entorno del anticuario, y tal vez el concepto fuese extensivo a la Humanidad entera, Julia era la única persona que gozaba de aquella cortesía, sabiéndose a salvo del desdén. Porque, desde que tuvo uso de razón, el anticuario había sido para ella una curiosa combinación de padre, confidente, amigo y director espiritual, sin ser exactamente ninguna de esas cosas.