Hulan estaba sentada en un taburete junto a la pequeña mesa rinconera del diminuto apartamento del señor Su. Unos cuantos vecinos se apiñaban contra la pared. Escuchaban mientras Hulan interrogaba a otros y pasaban ruidosamente toda la información que obtenían a los que se apelotonaban en el pasillo para ver lo que sucedía. Frente a Hulan se hallaba sentada la viuda Xie, la ayudante jefe del Comité del Barrio que tenía a su cargo aquel edificio. Su deber consistía en vigilar las idas y venidas de los vecinos e informar de cualquier irregularidad: desde manifestaciones incorrectas o actividades corruptas hasta la monopolización de los cuartos de baño comunitarios.
– El señor Su no era más que un paleto del campo -señaló la viuda Xie. Hulan hizo una mueca de disgusto al oír el insulto. Paleto se había convertido en uno de los epítetos más comunes y ruines en China; el gobierno intentaba borrarlo del habla popular, pero la mujer no parecía conocer esa nueva norma, y no le importaba-. Vino aquí y se quedó. Yo le pedí muchas veces su permiso de residencia. Espero que me perdone usted por haber sido demasiado flexible en mis deberes, por no haberlo denunciado antes.
– ¿El señor Su y el señor Shih discutían con frecuencia?
– Esos alborotadores ponían mierda de rata en el puchero común de gachas de avena -respondió la mujer, mirando la pistolera que colgaba del hombro de Hulan-. Los dos son paletos. Los dos vienen aquí. No se lavan. No se cambian la ropa. No trabajan. Se quedan en esta habitación. Siempre discuten. Pelean en su dialecto vulgar. Le aseguro que es desagradable a los oídos. Todos, no sólo yo, tienen que escucharlo.
– ¿Por qué se peleaban?
– Un hombre dice: «Es mío.» El otro dice: «No; es mío.» Todo el día, toda la noche, nosotros los escuchamos.
– Pero ¿por qué se peleaban? ¿Qué querían los dos?
– No lo sé -dijo la viuda Xie, entrecerrando los ojos-. ¿Cree que yo lo sé todo?
Un agente de policía se abrió paso y entregó a Hulan varias carpetas. El efecto sobre los moradores del edificio fue inmediato. La cháchara y los empujones se extinguieron y fueron reemplazados por las suaves pisadas de la gente que intentaba marcharse sin llamar la atención. Hulan les habló sin mirarlos.
– Quédense donde están. Les llamaré por turno cuando haya acabado.
El silencio se hizo más intenso. Liu Hulan repasó las carpetas hasta dar con la que pertenecía al asesino. Dentro se hallaba el dangan del señor Su, su expediente personal, que habían enviado a Pekín hacía tres años. Hulan revisó rápidamente el contenido. El señor Su había sido un buen trabajador en la comuna de la Aldea de Bambú hasta desaparecer en 1994, dejando esposa y un hijo. Los miembros de la familia decían que lo creían muerto. Su expediente, sin embargo, señalaba que la familia Su vivía mejor desde que él se había ausentado. Los funcionarios locales sospechaban que Su se había ido a Pekín en busca de mejores salarios, pero la Administración tenía demasiado trabajo para buscar a un solo hombre, cuando miles de campesinos entraban en la capital todos los días.
Hulan alzó la vista y vio la preocupación en el rostro de la viuda Xie.
– Éste es el expediente del señor Su -dijo-. Antes de que lea el suyo, ¿quiere contarme alguna cosa más?
– No le denuncié -dijo la mujer con voz trémula-. Era un paleto, pero siempre pagaba el alquiler.
– En otras palabras, que usted hacía la vista gorda -dijo Hulan.
– ¡No la hacía!
– Bien, entonces ¿tiene por costumbre permitir que vivan en este edificio personas que carecen de documentación en regla? -Hulan hizo un gesto en dirección al pasillo-. ¿Encontraré a otros en este lugar que no tengan un hukou, un permiso de residencia?
La ayudante jefe del Comité del Barrio clavó la vista en las manos que tenía entrelazadas sobre el regazo.
– Sólo dígame una cosa -insistió Hulan-. ¿Era el señor Su un residente legítimo en Pekín? ¿Las peleas se producían por una posesión real o por algo que no pertenecía a ninguno de los dos hombres?
– Inspectora… -Esta vez la voz de la mujer no fue más que un susurro ronco.
– ¡Hable!
– El Líder Supremo nos dice que ser rico es glorioso -replicó la mujer lanzándole una mirada desafiante.
– Deng Xiaoping no nos ha dicho que nos hagamos ricos aceptando sobornos, ni albergando a delincuentes, ni mintiendo al Ministerio de Seguridad Pública. -Hulan miró a un hombre uniformado-. Llévela abajo, a la oficina y que haga una confesión completa.
Hulan siguió a la viuda Xie, que atravesaba la muchedumbre de vecinos arrastrando los pies. Al llegar a la puerta, la inspectora alzó la voz.
– Si alguno de ustedes está en Pekín de manera ilegal, puedo asegurar que seré más clemente con los que lo confiesen voluntariamente. Abajo encontrarán a varios agentes esperándoles, por si tienen algo que decirles. Si alguien tiene algo que añadir con respecto al crimen, que se quede aquí y me lo diga inmediatamente. Si no tienen nada que decir ni a los agentes de abajo ni a mí, váyanse a sus habitaciones. Les doy diez minutos para comunicarlo a los demás residentes y para tomar una decisión.
Hulan contempló los rostros impávidos. Acababa de ofrecer a aquella gente más opciones de las que cualquiera de sus colegas se hubiera atrevido a dar, pero aún no había acabado.
– Estoy segura de que no necesito recordarles las consecuencias de descubrir que mienten -dijo a los que se agrupaban en el pasillo-. Ya conocen el dicho: «Clemencia para los que confiesan, severidad con los que mienten.» La viuda Xie ha sido detenida. Su falsedad agrava su caso. No quisiera que a ninguno de ustedes le sucediera lo mismo.
Instantes después, la habitación se había vaciado. Como Hulan sospechaba, nadie eligió hablar con ella. Aun así, esperaba que al menos algunos confesarían a los agentes, porque la pila de expedientes personales que tenía sobre la mesa era más pequeña que el número de residentes del edificio.
Hulan se sentó intentando tranquilizarse, pero estaba furiosa. ¿Cómo podía ser tan estúpida la ayudante jefe? La viuda había olvidado su deber por codicia. Muchas veces a lo largo de su carrera Hulan había decidido mirar hacia otro lado, hacer la vista gorda a su manera, convencida de que no había ningún mal en que la gente buscara una chispa de libertad. Pero en aquel caso poco podía hacer la pequeña Hulan, salvo contemplar cómo el «triángulo de hierro» de China se cerraba, no sólo alrededor del sospechoso del asesinato, sino también alrededor de la viuda Xie y quién sabía cuántos más. Los de este último grupo (inocentes todos, en realidad) eran los que habían tenido la desgracia de haber viajado ilegalmente hasta allí, haber encontrado a alguien dispuesto a transgredir las normas para alquilarles una habitación, haber acabado en un lugar donde un asesinato haría que la fuerza inevitable del triángulo cayera sobre ellos.
Los tres lados del triángulo de hierro controlaban un cuarto de la población mundial. En uno de los vértices inferiores se hallaba el dangan, el expediente personal secreto que se guardaba en las comisarías de policía y en los servicios del trabajo. Si alguien era lo bastante insensato para cometer un error político (como formular la más leve crítica contra el gobierno) o de conducta (como ser pillado haciendo el amor con una persona soltera del sexo opuesto o mostrar una actitud egoísta en el trabajo), se anotaba en su expediente. Esta información perseguía a la persona durante toda su vida, impidiéndole encontrar trabajo, o ser ascendido, o moverse entre provincias, aunque fuera por un asunto privado. (Aquí Hulan se permitía una mentalidad occidental, pues no había palabras chinas para «privado» ni «intimidad».)
En el otro vértice inferior del triángulo se hallaba el danznei o servicio del trabajo, que proporcionaba empleo, casa y asistencia médica. El servicio del trabajo decidía si uno podía casarse y extendía los permisos de embarazo. También determinaba quién tenía derecho a apartamentos de una o dos habitaciones, y si uno viviría cerca de su fábrica o a varios kilómetros de distancia.