En el vértice superior del triángulo se hallaba el hukou o permiso de residencia. Se parecía a un pasaporte, y eso era en realidad. En él se indicaba el nombre de la persona y su lugar de nacimiento, y se enumeraba la lista de sus parientes. A pesar de que en los últimos diez años el gobierno había suavizado ligeramente el duro sometimiento de la población, permitiendo que los ciudadanos viajaran por el interior de China durante las vacaciones sin necesidad de permiso, seguía siendo prácticamente imposible cambiar las condiciones del bukois. Así pues, si uno era de Fooshan y se le aceptaba en la Universidad de Pekín, podía mudarse a esta ciudad, pero al completar su educación, debía volver a Fooshan. Si uno era de Chengdu y se enamoraba de alguien de Shanghai, tendría que olvidarse del asunto. Si uno era un simple campesino que arrancaba unas míseras ganancias de las faenas del campo, así tendría que seguir, como antes sus padres, sus abuelos y bisabuelos.
Los diez minutos de plazo habían expirado. Hulan se levantó, recogió los expedientes y bajó las escaleras. En el patio uno de los agentes le informó de que dos residentes habían confesado hallarse en Pekín de manera ilegal. Unos cuantos habían añadido cuanto sabían sobre la historia de Shih y Su. Pero la mayoría se habían limitado a abundar en las denuncias sobre la corrupción de la viuda Xie. Hulan no se sorprendió de este último truco. Criticar en público a personas que ya habían caído en desgracia era tan antiguo como el mismo régimen.
Cansada y deprimida, Hulan subió al asiento posterior de un Saab blanco. El conductor era un hombre joven y fornido al que le gustaba que le llamaran Peter.
– Adónde vamos ahora, inspectora? -preguntó.
– De vuelta a la oficina -contestó ella recostando la cabeza sobre la suave tapicería.
El coche se incorporó al tráfico en dirección a la plaza de Tiananmen y el cuartel general del MSP. Hulan no se engañaba con respecto a Peter Sun. Era detective de tercera clase y su trabajo principal consistía en informar sobre ella. Hulan hacía todo lo posible para burlar esta vigilancia relegándole a la ocupación de chófer más que a la de compañero. Peter parecía tímido y poco atractivo, hasta que se sentaba al volante.
Cuando conducía, tocaba la bocina a los ciclistas, gritando por la ventanilla («Madre de un pedo» y «Gusano apareado»), adelantando a otros coches frenéticamente, aunque con ello sólo consiguiera ganar unos cuantos metros, y sin prestar atención a las invectivas con que le respondían. Hulan prefería todo esto a la alternativa: dejar que Peter encendiera la sirena y lanzara el coche sin importarle nada ni nadie, ni preocuparse por si se metía en contradirección.
– Tenemos derecho a hacerlo -solía decir él.
– Pero la gente lo verá como un abuso de poder -solía contestar ella-, y yo no tengo prisa.
Tras unos meses trabajando juntos, ambos se habían acostumbrado a sus respectivas maneras de ser.
Veinte minutos más tarde se metían en el complejo de edificios achaparrados de piedra gris que constituía el Ministerio de Seguridad Pública. Dos guardias uniformados y armados de metralletas hicieron señas de que pasaran, una vez vieron la identificación que Peter les mostró brevemente. A pesar del frío, un grupo de agentes del MSP jugaban a baloncesto en una canasta cerca del aparcamiento. Hulan se bajó del Saab, entró en un patio interior por una arcada y cruzó la maciza doble puerta de la entrada. Sus zapatos resonaron sobre el suelo de piedra cuando desdeñó la escalera principal y cruzó el vestíbulo en dirección a la parte posterior del edificio. Giró a la izquierda y subió por una escalera mal iluminada. Arriba, la piedra del suelo era sustituida por un gastado linóleo. Como siempre, encontró a una mujer que fregaba de rodillas. Hulan esquivó las zonas mojadas, cruzó varias puertas y entró en su despacho.
Hacía once años, un año después de que regresara de Estados Unidos, el MSP la había contratado como chica para el té, pese a que su titulación estadounidense en derecho la capacitaba para mucho más que aparecer atractiva, sonreír y servir té. Al cabo de un tiempo, Hulan había hablado con su superior y le había pedido que le asignara un caso, y luego otro. Cuando el superior de su superior lo descubrió, Hulan había resuelto tantos casos que degradarla de nuevo a ser la chica del té hubiera hecho que varias personas quedaran deshonradas.
Desde entonces, Hulan había ido ascendiendo en el escalafón por su antigüedad, sin buscar el ascenso celérico por su «integridad política» o por «mantenerse en contacto con el pueblo». Como resultado, en la última década la habían relegado a lo que se consideraba una parte poco importante del edificio, cosa que a ella le convenía.
La mortecina luz invernal se filtraba en el triste despacho, espartanamente amueblado con una proletaria mesa metálica, una silla giratoria, un teléfono, una estantería llena de cuadernos y un archivador que Hulan tenía cerrado con llave. Los únicos adornos de la estancia consistían en un calendario olvidado del año anterior y una percha. La habitación era fría, como en la mayoría de edificios oficiales de la capital, de modo que se dejó puestos el abrigo y la bufanda mientras escribía su informe.
Cinco horas después, mientras una oscuridad gélida se abatía sobre la ciudad, Liu Hulan seguía trabajando en su mesa. Sonó el teléfono.
– Wei? -dijo Hulan tras descolgar.
– La requieren en el despacho del viceministro -dijo una voz-. Venga ahora, por favor. -Y colgó.
Hulan permaneció sentada media hora en la antesala del despacho del viceministro antes de que la llamaran. Entró entonces en la habitación y, como tantas otras veces, se maravilló de su esplendor. La alfombra carmesí ofrecía un tacto mullido bajo sus pies. Una mesa altar de la dinastía Ming servía como aparador sobre el que había alegres tazas de cerámica, cada una con su tapa del mismo material para mantener el té caliente, un termo floreado que Hulan supuso lleno de té, y una lata de galletas danesas. Varias sillas se alineaban contra las paredes, y rojas colgaduras de terciopelo con gruesas orlas doradas cubrían las ventanas.
En el centro del despacho había una mesa, y frente a ella, dos butacas mullidas, tapizadas en terciopelo azul oscuro y vueltas la una hacia la otra, con tapetes de encaje de hilo en el respaldo y los brazos. En una de ellas se hallaba sentado el superior inmediato de Hulan y jefe de su unidad, el jefe de sección Zai. Tras la mesa, el viceministro Liu posó su enigmática mirada sobre su hija.
– Puede sentarse -dijo.
Hulan obedeció y esperó. Sabía que el silencio era una de las armas favoritas de su padre para intranquilizar a la gente. Aunque ella conocía a ambos hombres desde siempre y los veía todas las semanas, e incluso diariamente a veces, hacía muchos meses que no se hallaba en compañía de ambos al mismo tiempo. Su padre tenía un aire próspero, como siempre. Vestía un traje bien cortado, seguramente confeccionado por un sastre de Hong Kong. Nada en su aspecto delataba las penalidades que había sufrido en su vida. Seguía teniendo los cabellos negros, el rostro sin arrugas y la espalda recta. Era esbelto, nervudo y conservaba su fuerza. Como la mayoría de los de su generación, llevaba unas gruesas gafas de montura metálica. Aparte de esta única concesión a la edad, Hulan lo veía como el típico político de suaves maneras, que fingía indiferencia y golpeaba impacientemente una pila de papeles con la afilada punta de un lápiz. El jefe de sección Zai, viejo amigo de su padre, mostraba una expresión preocupada. Llevaba un traje que le hacía bolsas en todas partes, con los puños raídos, y sus cabellos eran grises. Parecía más abatido que de costumbre, y Hulan se preguntó si su palidez se debería a alguna enfermedad. Por fin el viceministro Liu alzó la vista.