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– ¿Qué tenemos, pues? -preguntó Madeleine-. ¿Un asesino en serie chino? -Miró a los otros-. ¿Existe tal cosa?

– Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Se ha de seguir investigando, y es necesario que tengamos un agente propio en la investigación. Ahí es donde entra usted, Stark. Al parecer los chinos se han enterado de lo que hizo en el Peonía y están dispuestos a trabajar con usted, sea por respeto, por gratitud, o porque quieren mirarle a los ojos cuando les cuente los detalles del hallazgo del cadáver de Guang Henglai. Creemos…

– Antes de proseguir -le interrumpió David-, tengo un par de preguntas que hacer.

– Dispare.

– ¿Cómo consiguió usted acceso a mis expedientes del caso?

– No creo que eso deba preocuparle.

– Pues yo creo que sí. -David se volvió hacia el agente del FBI-Jack?

– Usted me pidió que hiciera algunas llamadas y yo las hice -le recordó jack.

– Y yo -admitió Madeleine.

– Todos estamos del mismo bando -dijo O'Kelly-. Queremos lo mismo.

– ¿En serio? ¿Y que es?

– Hallar a un asesino -contestó O'Kelly-… Pensaba que estaría usted interesado, no sólo en descubrir al asesino, sino también en conseguir que se condene de una vez por todas a las tríadas.

– Veo que está bien enterado -dijo David, molesto.

Jack Campbell esquivó su mirada. O'Kelly se encogió de hombros cuando David le observó con suspicacia.

– ¿Qué quieren que haga?

– Que vaya a China…

– No hace falta que siga -dijo David-. Jamás me dejarán entrar. He solicitado un visado varias veces y…

– Los chinos le han extendido una invitación oficial -le interrumpió O'Kelly- para que vaya a China y trabaje con sus investigadores. Tiene ya el billete de avión y un visado de entrada múltiple, que en realidad no necesita, puesto que sólo va a hacer este viaje, pero qué más da. Saldrá mañana.

– Espere un momento… -saltó Madeleine.

– No -dijo O'Kelly-, no podemos esperar.

– No creo que sepa con quién está hablando -repuso ella con aspereza.

– Sé exactamente con quién estoy hablando -replicó O'Kelly, recostándose en el asiento-. Espero que la fiscal recuerde que ha sido el gobierno quien la ha designado para el puesto. Todos en esta habitación trabajamos para el gobierno y le hemos jurado lealtad. Ha llegado el momento de que Stark salga de detrás de su mesa para actuar en beneficio de su país.

– ¿Y si digo que no? -preguntó David.

O'Kelly miro a David con algo parecido a la conmiseración. -No dirá que no. Su sentido de la justicia exige que encuentre al que mato a esos dos hombres.

Dos días más tarde, tras cruzar el meridiano de cambio horario y perder un día, David Stark se hallaba en un avión que sobrevolaba Pekín, atestado de hombres y mujeres de negocios, un grupo de baile de Tennessee que iba a actuar en la capital con su two-step,* (Baile de salón con un compás de dos por cuatro, caracterizado por pasos largos. Nota de la T) y el grupo de un museo que pretendía visitar las antiguas capitales asiáticas. El piloto acababa de hacer uno de sus anuncios periódicos. Si se disipaba la niebla, podrían dejar de volar en círculos y aterrizar. «De lo contrario -afirmaba el piloto-, bueno, no tenemos demasiado combustible. Si no aumenta la visibilidad en los próximos veinte minutos, tendremos que dar media vuelta y volver a Tokio. Pasarán la noche allí, y saldrán en cuanto sea posible.» Estas palabras fueron recibidas con gruñidos cansados. ¡otras cinco horas de vuelta a Tokio! Eso lo convertiría en un viaje de diez horas a ninguna parte.

– Sucede cada dos por tres -dijo la mujer que se sentaba junto a David. Eran las primeras palabras que pronunciaba. Se había pasado las cinco horas de vuelo hasta allí inclinada sobre su ordenador portátil, mirando hojas de cálculo-. Llegas a Tokio, esperas allí una hora más o menos, subes a otro avión, llegas hasta aquí, y la mitad de las veces tienes que dar media vuelta.

– ¿Por qué no podemos ir a… no sé, a Shanghai o a alguna otra ciudad?

– Los chinos no permiten que líneas aéreas extranjeras realicen vuelos internos. Para ir de Shanghai a Pekín tendríamos que coger la CAAC o una de las otras líneas más pequeñas. Créame, no le gustaría. La única alternativa sería coger el tren, pero United no haría nada por nosotros, aparte de dejarnos en tierra. Tendríamos que conseguir asiento en el tren por nosotros mismos, y eso no es nada fácil. Y aunque consiguiéramos asiento, nos quedarían veinticuatro horas de viaje con gallinas y Dios sabe qué más. Es usted libre de probarlo.

– No debería ser demasiado difícil salir de Tokio mañana. ¿No podríamos simplemente coger este avión a primera hora de la mañana?

– ¡Qué va! -dijo la mujer con una carcajada-. Será mejor que se prepare para luchar a brazo partido para bajar del avión si volvemos a Tokio. Puede que tardemos días en salir de allí, porque los asientos se darán a quienes lleguen primero.

– Pero yo tengo que ir a Pekín.

– Como todos los demás. -Ella le observó de reojo-. ¿Es su primer viaje a China?

– ¿Tan evidente es? -repuso Stark con una sonrisa.

– Bueno, veamos. Ha comprobado su pasaporte unas diez veces. Ha repasado los formularios de inmigración y de aduanas otras tantas. No ha dejado de abrir y cerrar su maletín, lo que me hace suponer que también quería comprobar su contenido.

– Sería usted una buena detective.

– En realidad soy vicepresidenta de una empresa de aparatos de refrigeración. Tenemos una fábrica en las afueras de Pekín. Ahora hago este viaje una vez al mes, dos semanas aquí, y dos semanas en Los Angeles, pero cuando empecé a venir me pasaba lo mismo que a usted. ¿Tengo el dinero bien guardado? ¿He rellenado bien los formularios? No quería tener ningún problema con las autoridades, ya me entiende.

– Supongo que sí.

– No se preocupe. Los chinos son muy modernos. No son los monstruos comunistas que nos han hecho creer desde pequeños.

– ¿Y hace usted este viaje sola?

– Por supuesto.

– ¿Es seguro para una mujer viajar sola?

– Un millón de veces más seguro que si fuera a Italia -respondió ella-. Pero tomo las precauciones habituales. Tengo mi propio chófer, que utilizo desde hace tres años. Creo que he comprado su lealtad. Llevo una buena suma en metálico, pero no voy por ahí haciendo ostentación de ella. Cuando me pongo nerviosa, lo que no ocurre casi nunca, utilizo la entrada lateral del hotel. Es un truco que leí en una guía la primera vez que salí de viaje. Pero le diré una cosa, si un chino fuera lo bastante estúpido como para asaltar a un extranjero, en cinco minutos lo cogería la policía y le metería una bala en la cabeza.

La mujer cerró su archivo, bajó la tapa del ordenador portátil y dedicó toda su atención a David. Cuando el piloto anunció por fin que tenía permiso para aterrizar, Beth Madsen había explicado a David qué debía ver, dónde debía ir y qué debía comer. Cuando los ayudantes de vuelo pasaron recogiendo los auriculares y animando a los pasajeros a ocuparse de sus pertenencias, Beth se deslizó entre David y el asiento de delante para ir al lavabo. Cuando pasó junto a él, lo miró sin disimular su interés.

David notó que empezaba a sentir algo en la entrepierna. ¿En qué estaba pensando?

Mientras ella permanecía ausente, él cerró los ojos. Le rondaban por la cabeza todos los consejos recibidos, de Jack Campbell y Noel Gardner, de Rob Butler y Madeleine Prentice, de aquel capullo de O'kelly, y de su compañera de viaje. Los consejos iban desde lo sublime hasta lo ridículo, pasando por lo simplemente aterrador. Si tenía oportunidad, debía ir a la Friendship Store. (Madeleine había comprado unos souvenirs realmente fantásticos allí.) Pero desde luego evitaría el restaurante especializado en serpiente. El consejo de Rob Butler había sido muy sencillo: «No te metas en líos.» Beth Madsen le había dicho dónde podría encontrar seda y jade a buen precio. Por- supuesto, estaría ocupado, había comentado Beth, pero no debía perderse la Gran Muralla. Ella estaría encantada de acompañarle.