Jack Campbell y Noel Gardner le habían llevado a comer hamburguesas en Carl's Jr, al otro lado de la calle, frente a los juzgados. Con su seriedad habitual, Noel se había adherido a la idea de Madeleine y la posibilidad de que los dos chicos asesinados fueran víctimas de un asesino en serie.
– No sabemos dónde mataron a Watson y Guang -había señalado-, pero si encuentra usted ese lugar tendrá que determinar qué elementos dan relevancia a la escena del crimen. Piense en cuál podría ser el móvil del asesino.
David aprendió entonces que los asesinos en serie obraban impulsados por tres motivos principales: dominación, manipulación y control. Rara era la vez que el asesino en serie dirigía su ira contra el foco de su resentimiento. El (los asesinos en serie eran siempre hombres) sería sin duda encantador, con labia, incluso locuaz.
– Si se trata de un asesino en serie, no sabemos si los que tenemos son el primer y el segundo asesinados o el décimo y el undécimo -prosiguió Noel-, pero le garantizo que, si sigue con sus crímenes, cada vez será más fácil encontrar los cadáveres. Le producirá un gran placer retar a las fuerzas de la ley y el orden.
– Pero ¿hay asesinos en serie en China? -preguntó David, haciéndose eco de Madeleine.
– No lo sé -respondió Noel-, pero si encuentra algo que apunte en esa dirección, vaya a la embajada, envíenos un fax, y Jack y yo hablaremos con nuestro departamento de ciencias del comportamiento.
Toda esta conversación, con Noel tomándose en serio la posibilidad del asesino en serie y Jack guardando un silencio ominoso, había desanimado a David. Pero el último consejo de Campbell y O'Kelly tenía un tufillo a película de espías. O'Kelly empezó con una lección sobre protocolo.
– Diríjase siempre a los chinos por su nombre y título. Por un motivo, las mujeres conservan el apellido de solteras; y por otro, porque los chinos son muy formales. Así pues, diga: «Encantado de conocerle, viceministro Ding o subjefe Dong.» -O'Kelly había soltado una alegre carcajada tras esta broma, y luego había vuelto a adoptar un tono amenazador-. Recuérdelo, en China todo el mundo tiene un título. Carnicero Fong, dentista Wong, obrero Hong. Pero si no recuerda el título de una persona, utilice el señor o señora.
Rápidamente, las advertencias de O'Kelly se hicieron más serias.
– Tenga cuidado con lo que dice en su habitación del hotel. -Se suponía que todos los hoteles para extranjeros tenían micrófonos ocultos-. No diga nada importante por un teléfono que no sea seguro. No coma demasiado. -No quería que pareciera un glotón-. No beba demasiado. -Ni un alcohólico-. No se meta en timbas de juego. No juegue al mah-jongg ni haga ningún tipo de apuesta. -En otras palabras, que no pareciera un jugador-. No sea demasiado amigable. Usted no es amigo de nadie.
David preguntó a Campbell por el significado de esta última frase, y el agente tuvo que explicárselo claramente.
– Mantenga la polla dentro de los pantalones. -David supuso que en cierto modo eso entraba dentro de la categoría «no meterse en líos», y así lo dijo.
– Señor Stark, esto no es una broma -dijo O'Kelly-. Se hallará usted bajo una vigilancia constante. ¿Sabe por qué? -Al ver que David no respondía, anadió-: Es usted un objetivo potencial para ellos. Puede que intenten comprometerlo, por beber en exceso o liarse con una mujer, para hacerle chantaje y que espíe para ellos.
David se había reído al oír esto, pero ni Campbell ni O'Kelly habían perdido la expresión seria. Lo que resultaba más desconcertante, ahora que David pensaba en ello, era la falta de humor en todas aquellas conversaciones, combinada con la sensación de que O'Kelly (y, detestaba decirlo, pero también Madeleine, Jack y Noel) sabía mucho más que él. Pero siempre que David intentaba hacer una pregunta u obtener una frase tranquilizadora, sus colegas habían eludido responder, volviendo a sus recomendaciones y advertencias.
– El Ministerio de Seguridad Pública le ha invitado oficialmente, es decir, el principal servicio de inteligencia chino -le recordó O'Kelly-. Puede que quieran que trabaje para ellos, o incluso pasárselo al Ministerio de Seguridad del Estado, que también se ocupa del espionaje y el contraespionaje en el extranjero.
– Creo que quiero quedarme en casa -dijo David sarcásticamente.
– Nosotros no -dijo O'Kelly con tono tenso.
– ¿Quiénes son nosotros?
– Esta es la primera vez que hemos sido invitados a cooperar con los chinos en una investigación en su terreno -dijo O'Kelly, haciendo caso omiso de su pregunta.
– ¿Qué quiere decir?
– Hemos tenido algunos tratos con China en el pasado. Digamos que las cosas no salieron bien. Ahora mismo la situación política es bastante difícil debido a las amenazas de sanciones comerciales. Este caso, esta invitación, es lo único que va bien entre los dos países. Sencillamente, no queremos que se nos esfume entre las manos, ni tampoco usted.
– ¿Dudan de mi lealtad?
– No estaría aquí si dudáramos. Conocemos su historial. Conocemos a su familia y a sus amigos a través de la investigación del FBI antes de que entrara en la fiscalía. No nos preocupa.
– ¿No puede venir conmigo Jack?
– No me han invitado -dijo Jack, rompiendo su silencio.
– Y tampoco nos parece apropiado mandar al legado de Hong Kong -añadió O'Kelly.
– No me gusta esto.
– Señor Stark nadie le ha pedido que le guste -dijo el hombre del Departamento de Estado-. Usted encontró un cadáver. China, por la razón que sea, tiene interés por ese cadáver. Y nosotros estamos interesados en estabilizar nuestras relaciones diplomáticas con China por el medio que sea. Usted parece ser ese medio.
En el avión, cuando Beth Madsen volvió a pasar junto a David, rozándole esta vez la mejilla izquierda con los pechos, él se preguntó si podía considerar que aquella mujer estaba en su lista de prohibiciones. ¿Podían los chinos realmente poner micrófonos en todas las habitaciones de hotel? Le parecía intimidatorio y aburrido a la vez. ¿Qué podia interesarles de la cháchara de un grupo de baile de Tennessee?
La terminal del aeropuerto estaba lejos de ser un exponente de la nueva y acaudalada sociedad que Patrick O'Kelly le había inducido a esperar. En cambio, mientras seguía a Beth por un desolado vestíbulo hasta una habitación cavernosa, vio numerosos soldados con uniformes pardos, viejas con pañuelos a la cabeza, sentadas juntas y contándose chismes, y viajeros exhaustos aferrándose a bolsas y pasaportes con nerviosismo. Una capa de polvo lo cubria todo y el aire estaba impregnado de olor a tabaco y a fideos. Pero lo que más sorprendió a David fue el frío; incluso en aquel recinto cerrado se convertía en vapor el aliento.
Se situó detrás de Beth para pasar por el control de pasaportes. El hosco agente uniformado no pronunció una sola palabra ni miro siquiera a David cuando éste le tendió el pasaporte para que se lo sellara. David aguardó con Beth a que apareciera su equipaje por la cinta y también con ella se dirigió a la Aduana, donde les indicaron que pasaran con un gesto sin abrirles el equipaje.
– Tengo aquí el coche, si necesita que le lleve -le ofreció Beth.
David echó una mirada más allá de las improvisadas barricadas de madera que separaban la zona de seguridad de la terminal
de la salida, que estaba atestada de chinos: civiles y más soldados
con gabanes verdes. No estaba seguro, tal vez fuera una anomalía acústica, pero le parecía que todos gritaban… Observó a otro pasajero que se introducía en aquel cacofónico hormiguero y al instante se veía asaltado por gente que le preguntaba si necesitaba transporte.
– Se supone que han de venir a buscarme -dijo David con cierto nerviosismo-. ¿Dónde cree que debería ir para encontrarme con alguien?