– Sígame -dijo Beth.
David cogió la maleta con una mano y el maletín con la otra y se adentró en la palpitante multitud. Notó el calor de cuerpos aplastados contra él, pero siguió adelante. ¿Taxi? «Chófer barato.» «iYo llevo a hotel!» David consiguió pasar por fin y salir a la zona despejada.
El ambiente era denso a causa del humo de carbón, los gases de los tubos de escape y la humedad que persistía de una niebla helada. A lo largo del bordillo había inmaculados coches de lujo encajados entre otros desvencijados que parecían juguetes grandes. Allí las familias que acababan de reunirse amontonaban ruidosamente familiares y pertenencias en el interior de los minúsculos coches chinos. Un par de generales, vestidos austeramente con largos abrigos de color verde oliva, se subieron con discreción a sus Mercedes, mientras un grupo de turistas americanas temían por una montaña de maletas que estaban guardando en la parte inferior de un autocar.
– Ahí está mi coche -anunció Beth, señalando un Cadillac Town Car-. Estaré en el Sheraton Gran Muralla si quiere que cenemos juntos algún día o algo parecido.
– Yo también me alojo allí.
¿Está seguro de que no quiere venir conmigo ahora? – preguntó ella, volviendo a lanzarle una de sus ávidas miradas.
– No; será mejor que espere aquí.
Beth se introducía ya en su coche, cuando David se sobresaltó al oír una voz.
– ¿El señor Stark?
David se dio la vuelta y vio a un hombre de veintitantos años, ataviado con traje verde y chaleco de punto. Los lacios cabellos le caían sobre el cuello de la camisa y sus ojos eran intensamente negros. El hombre tomó el silencio de David como una afirmación.
– Soy Peter Sun, detective del Ministerio y su chófer -dijo el hombre en inglés, con un leve acento-. Sígame, por favor.
David quiso sentarse delante, pero Peter se lo impidió, meneando la cabeza.
– No sería correcto que un huésped se sentara aquí. Siéntese atrás, por favor. Ha hecho un largo viaje. Descanse y disfrute del paseo.
Peter anunció que llevaría a David por la pintoresca carretera vieja en lugar de la nueva autopista de peaje. La carretera vieja estaba flanqueada de álamos. Sus desnudos troncos se recortaban como siluetas huesudas en el ciclo gris. Más allá de los árboles, los campos desolados se fundían con los bancos de niebla.
Se cruzaron con campesinos que llevaban sus mercancías a la ciudad. David vio una bicicleta cargada con un cerdo abierto en canal; cada mitad del cerdo estaba atada a un lado de la bicicleta, una niña pedaleaba con tranquila dignidad, aparentemente sin pensar en su sangrienta carga. Un kilómetro más tarde encontraron una carga de neumáticos usados que daban botes y se balanceaban precariamente en la parte posterior de una bicicleta con carro montada por un hombre con profundas arrugas en el rostro. Sentada sobre el manillar frente a él, iba una niña embutida en una chaqueta rosa acolchada. Peter hizo sonar la bocina ante aquel obstáculo, lo sobrepasó con un volantazo y soltó unas cuantas palabras airadas por la ventanilla. Ni la niña ni el padre reaccionaron al epíteto.
Había oscurecido ya cuando llegaron a la ciudad. Aun así, las calles estaban atestadas de gente, bicicletas y coches. Mientras Peter maniobraba el Saab por entre la multitud, lanzando gritos cuando la gente no se apartaba con la suficiente rapidez, David se asombró del aire occidental que percibía. Luces de neón anunciaban Kentucky Fried Chicken, McDonald's, Pizza Hut y Waffle King. Vistosos letreros proclamaban: “Tostadas al momento» y «Pekín te espera». Bajo la ventana de un segundo piso, una pancarta anunciaba el Estudio de los Cuerpos de Ensueño. En el interior, un grupo de mujeres daba saltos al ritmo de una música que David no pudo oír. Cuando comentó que parecía haber mucha actividad, Peter le dijo:
– Aún estamos lejos del centro de Pekín. Mañana, cuando vayamos al cuartel general del MSP, verá la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen.
Entraron en el hotel Sheraton Gran Muralla por la entrada de coches. Peter abrió la puerta para que saliera David y le anunció que volvería a las doce del día siguiente, luego se fue a toda velocidad. Un botones se hizo cargo de la maleta de David y juntos traspasaron la puerta giratoria del hotel. El vestíbulo, un atrio de seis pisos, mostraba tanta actividad como la ciudad. De camino a la recepción, David oyó hablar en inglés, alemán, español, japonés y, por supuesto, chino. Vio letreros que señalaban la dirección de restaurantes separados en los que servían comida de cuatro provincias chinas distintas.
En el ascensor, el botones enumeró la lista de instalaciones del hoteclass="underline" pistas de tenis, gimnasio, piscina cubierta, cafetería y bar con sala de fiestas. Al final de su monólogo preguntó:
– ¿A qué tipo de negocios se dedica?
– Soy abogado.
– ¿Necesita ayuda? ¿Quiere xiahai, zambullida en el mar?
– Creo que no.
– Tengo buenas guanxi, buenas conexiones. Puedo conseguirle todo lo que quiera.
Stark pensó que el botones intentaba ofrecerle una prostituta.
– No necesito nada de eso.
– Conozco gente -dijo el botones, mirándole con curiosidad-. Que quiere encontrar un buen edificio para una fábrica, mi tío puede ayudarle. Que quiere ayuda para conseguir contratos, tengo un primo que puede ayudarle. Si yo le ayudo, usted me ayuda. Podemos ser socios. Podemos zambullirnos en el mar juntos.
– No, no, nada -dijo David cuando el ascensor empezaba a detenerse.
– Paraguas. -El botones siguió parloteando mientras caminaban por el corredor-. ¿Qué le parecen los paraguas? Llueve en todas partes del mundo. Podemos montar negocio. Algo así como Paraguas Imperiales de China o Regios Paraguas de China.
David puso unos cuantos billetes en la mano del capitalista en ciernes y cerró la puerta tras él. La habitación estaba ridículamente caldeada. David cerró la calefacción e intentó abrir la ventana sin éxito. Decidió entonces encender el aire acondicionado y quedarse en ropa interior.
Aún era temprano, pero David se tumbó en la cama. Estaba agotado, pero absolutamente despierto. Era el cambio de horario. David pensó en llamar a la habitación de Beth, pero de inmediato desechó la idea. No tenía hambre, no quería beber y, definitivamente, no era un buen momento para considerar las alternativas. Su cabeza era un torbellino de pensamientos. Los acontecimientos de la semana anterior habían sacudido ciertamente su vida cotidiana.
Y él, que había intentado aferrarse a ella con todas sus fuerzas. Había seguido viviendo en la casa que antes compartiera con Jean, cuando todo lo que conseguía con ello era recordar la soledad en que se encontraba. Se había negado a salir con otras mujeres, con la idea de que aún no estaba preparado y, en contrapartida, se había sumergido en el trabajo, a sabiendas de que precisamente eso era lo que le impedía pensar en su ex mujer, pero también lo que lo había separado de ella. En realidad, se había aferrado a una idea de Jean que tenía poco que ver con ella, o incluso con él mismo.
Antes de salir de viaje hacia China (Dios, ¿cuándo había sido eso?, ¿hacía dos días?) la había llamado por teléfono. Jean había suspirado al oír su voz, pero su resignación se había convertido rápidamente en impaciencia.
– Estamos divorciados, David, no sé por qué sientes la necesidad de contarme todo lo que vas a hacer.
– Pensaba…
– David, piensas demasiado y trabajas demasiado. ¿Por qué no intentas vivir para variar?
La queja no era nueva. David tenía la impresión de que sus peleas siempre habían girado en torno al trabajo, las responsabilidades, los principios. Por supuesto, Jean tenía una perspectiva muy diferente sobre sus desavenencias. «Nuestra vida en común no puede depender únicamente de tu carrera, de que vayas a cargarte a los malos y salvar a los buenos -solía decir-. ¿Qué hay de mí, David?»