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Unos años atrás, cuando él aún estaba en Phillips y MacKenzie, había seguido la pista a los bienes ocultos de un dictador depuesto. Había viajado hasta Manila, Hong Kong, Londres, Cannes y Francfort. Se había apasionado con el caso, entrevistando a cualquiera que pudiera ayudarles, llegando a visitar Washington para hablar con un grupo de senadores a través de los cuales podría conseguir ayuda del extranjero. Era estimulante sentir que podía cambiar las vidas de miles de personas a las que ni siquiera conocía.

Después de una ausencia de dos semanas, había vuelto a casa excitado por el éxito. Ahora sabía que había sido una estupidez, pero eligió aquel momento para preguntarle a Jean si deberían ampliar la familia.

– ¿Ampliar? ¿Hijos? -se había burlado ella-. No lo dirás en serio. Ni siquiera tienes tiempo para mí.

– ¿No tendrás nada en contra de mi trabajo? Es muy importante. Lo que hago…

– Es aplicar tu exceso de principios a mí y a nuestro matrimonio -dijo ella, terminando la frase por él.

– Pero estoy ayudando a todo un país.

– Sí, cierto, a expensas de nuestra relación.

– Pero tengo que hacer lo correcto.

– David -suspiró Jean-, es terriblemente difícil vivir todos los días según tu código moral. No puedo acurrucarme junto a él en la cama. No me consuela después de un duro día de trabajo.

– ¿Dudas de mis sentimientos hacia ti?

– Por supuesto no había empleado la palabra amor. Jamás la había usado con Jean.

– No soy lo primero para ti -había dicho ella, mirándole a los ojos-. ¿Es que no te das cuenta? ¿Cómo podría traer al mundo unos hijos que tampoco serían lo primero para ti?

Aquél había sido el punto de inflexión de su matrimonio. Más tarde, David intentó defender su posición como si estuviera ante un tribunal, pero no tuvo demasiado éxito. Jean era testaruda, inteligente y audaz, y merecía un marido que le diera todo su amor.

Durante aquella última llamada telefónica David hubiera querido contarle las cosas que le habían sucedido, pero ¿por dónde empezar? ¿Cuántas, además, no eran secretos de Estado? Precisamente ésa era otra de las causas de los enfados de Jean cuando estaban casados. «¿A quién crees que se lo voy a contar? ¿Al New York Times? ¿Al National Enquirer?», le preguntaba. Pero muchos de sus casos eran materia reservada, y no le estaba permitido hablar de ellos. De ese modo, se había levantado otro muro entre ellos.

Cuando David consiguió vencer la cautela de Jean y le dijo que se iba a China, se produjo un largo silencio hasta que por fin Jean volvió a hablar. «Espero que encuentres lo que andas buscando», le dijo en voz baja, y colgó.

Fuera, tras las paredes del hotel, había todo un mundo nuevo. Tal vez lo encontrara.

6

30 de enero, Ministerio de Seguridad Pública

David despertó bruscamente a las tres de la madrugada. Durante un rato dio vueltas en la cama, intentando volver a dormirse. A las cuatro se levantó, buscó un folleto donde se detallaran las instalaciones y horarios del hotel, y descubrió que el desayuno no se servía hasta las siete. Demasiado cansado para leer o realizar algún trabajo, encendió el televisor para ver el canal internacional de la CNN. Qué extrañas resultaban las noticias en aquella parte del mundo. Vio un reportaje sobre críquet en Inglaterra y fútbol en la India. Vio un documental sobre el sultán de Brunei, y escuchó con vago interés un reportaje sobre varios ciudadanos chinos a los que habían arrestado cuando intentaban introducir componentes para un disparador nuclear en el norte de California.

A las seis, descorrió las pesadas cortinas y observó un amanecer frío y sepulcral. Justamente por debajo de su ventana, discurría sinuoso el río Liangma. Al otro lado del río, que no parecía más que un canal, se alzaban el hotel Kempinski y los Grandes Almacenes Kempinski, de capital alemán. A la izquierda de David, al otro lado de una amplia carretera y una autopista elevada, distinguió el hotel Kunlun.

David sabía que sólo el ejercicio le despejaría la mente. Se puso un chándal y bajó a recepción para preguntar por un lugar donde pudiera correr. Cuando el recepcionista le sugirió que utilizara el aparato del gimnasio del hotel, David decidió arriesgarse a salir al exterior.

Antes de abandonar Los Angeles había buscado información meteorológica de Pekín en los periódicos. Aun así, no estaba preparado para el frío glacial con que se encontró en cuanto traspasó la puerta giratoria del hotel. Dos porteros observaron a David con asombro cuando éste les saludó con una inclinación de cabeza y salió corriendo por el sendero que bordeaba el río. El frío le hirió los pulmones y los ojos, pero cuando sus músculos empezaron a calentarse con el ejercicio y su cuerpo adoptó un ritmo cómodo, empezó a mirar en derredor. Donde acababan los jardines del hotel empezaba una serie de edificios bajos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Aquel barrio residencial parecía antiguo, ennegrecido por el paso del tiempo, separado del mundo moderno. Asomándose a las pocas calles que se intercalaban entre los edificios, vio ropa congelada sobre palos de bambú, montones de basura, una bicicleta apoyada en una tinaja de barro. En una ocasión tropezó con la mirada de una mujer que arrojaba el contenido de un cubo por la puerta de su casa. Vio a un viejo cargando grandes cestos en un bote. Algunos los llevaba cómodamente a la espalda, pero otros le hacían inclinarse hasta tocar casi las rodillas con el rostro.

Cuanto más corría David, más gente veía. Eran los madrugadores, abrigados con gruesas chaquetas acolchadas, que pedaleaban en sus bicicletas o caminaban pesadamente hacia el trabajo o la escuela. David vio rostros curtidos por la edad y las penurias. Vio los dulces rasgos de niños que parecían salidos de los libros de cuentos, pero que caminaban, se deslizaban y reían a lo largo del sendero con sus mochilas y carteras al hombro. Los pocos adolescentes con los que se cruzó parecían a punto de morir de frío. Vestían lo que David comprendió que debía de ser su versión de la última moda. Las mujeres llevaban mallas y pañuelos de brillantes colores; los hombres llevaban tejanos y pañuelos negros; ambos sexos completaban su atuendo con chaquetas de cuero y botas del ejército.

En los días que seguirían, a medida que David convirtiera aquel circuito en parte de su rutina diaria, su presencia se haría más familiar, pero por el momento, la mayoría de la gente hizo todo lo posible por no prestarle atención. Otros lo miraron con asombro. David imaginaba lo que pensarían: sólo un extranjero podía ser tan increíblemente raro para correr con un tiempo como el que hacía. Unas cuantas personas llegaron incluso a increparle en chino. David no conocía el idioma, pero era lo bastante culto para distinguir la diferencia entre el cantonés, que prevalecía en Los Angeles, y el mandarín de Pekín, con su abundancia de sonidos shi, zhi y ji.

De vuelta en el hotel, se dio una ducha y bajó a desayunar. Inspeccionó el bufé, pasando por alto las albóndigas cocidas al vapor y las gachas de arroz con pescado salteado en favor del beicon con huevos revueltos. Se pasó el resto dé la mañana ocioso, leyendo el International Herald Tribune y viendo la CNN en su habitación. No le gustaba esperar, pero no sabía qué otra cosa hacer.

Con ayuda de un mapa, comprobó que estaba lejos de cualquiera de las atracciones turísticas de la ciudad, y no le apetecía lo más mínimo aventurarse en el barrio por el que había estado corriendo. Con sus muros y sus residentes exclusivamente chinos, que parecían vivir apenas por encima del límite de la pobreza, aquella zona no parecía apropiada para hacer turismo. No quería arriesgarse a meterse en líos presentándose en algún lugar donde molestara su presencia o adonde no debiera haber ido. Pero mientras esperaba en su habitación a que dieran las doce, otra parte de sí mismo quería decir «A la mierda, estoy en la otra punta del mundo. Esto es una aventura. Puedo hacer lo que quiera».