Los que visitan Pekín no pueden pasar por alto su categoría imperial. David también se daría cuenta, tan pronto como Peter lo sacara del distrito Chaoyang, donde se hallaba el hotel, y lo llevara al Ministerio de Seguridad Pública, donde se encontraban los distritos de la ciudad oriental y la ciudad occidental. La Ciudad Prohibida, residencia de los veinticuatro emperadores de la dinastía Ming y la dinastía Qing que habían conducido él mandato divino a lo largo de sus reinados, se halla en el corazón mismo de la ciudad. Todo lo demás se extiende desde allí a lo largo de dos ejes puros: norte-sur y este-oeste. El amplio bulevar Chang An, la avenida de la Paz Perpetua, discurre del este al oeste frente a los muros de la Ciudad Prohibida, dividiendo la ciudad en los sectores norte y sur. Justo al otro lado de la calle, frente a la Ciudad Prohibida, se halla la amplia extensión de la plaza de Tiananmen. Más allá, la calle Quianmen se dirige hacia el sur, mientras que al otro lado de la Ciudad Prohibida, la calle Hataman se dirige hacia el norte. Estas dos calles dividen a la ciudad por su eje este-oeste.
La disposición de Pekín recuerda el concepto tradicional del yin y el yang. El yin representa el norte: noche, peligro, mal, muerte. Los primeros bárbaros, los mongoles, procedían del norte. Los emperadores, que solían ser invasores, también vivían en el «norte» de la Ciudad Prohibida. A los residentes se les advertía que no debían insultar al emperador escupiendo, orinando o llorando de cara al norte. Las casas y los negocios en Pekín, como en la mayoría del territorio chino, se abren al sur, permitiendo que el sol penetre a raudales con los atributos del yang: luz diurna, refugio, bondad, vida.
Para controlar este modelo a lo largo de los siglos, los chinos han construido muros. El antiguo imperio estaba protegido por la Gran Muralla del lejano norte. Macizos muros con puertas en los cuatro puntos cardinales defendían la antigua ciudad. El emperador se fortificaba tras los altos muros de la Ciudad Prohibida. Incluso sus súbditos, pese a su docilidad, se protegían de bandidos y vecinos ruidosos viviendo tras los muros que cerraban sus patios. Dado que la ley china decretaba que ningún edificio podía ser más alto que el trono del emperador, las casas eran todas bajas, como las que había visto David durante su recorrido de la mañana. Entre ellas discurrían los hutongs, un antiguo laberinto de calles estrechas. Es la maraña de hutongs lo que da a Pekín su carácter humano.
Hasta la última década del siglo xx, un pequinés podía cruzar la ciudad sin abandonar los vecindarios de hutongs, pero en la época en que David Stark fue a Pekín, los terrenos en la ciudad llegaban a alcanzar los seis mil dólares el metro cuadrado; y de repente los hutongs parecían obsoletos. Cientos, miles de casas, viejas mansiones, ostentaban el ideograma chino que significaba «para derribar» pintado de un blanco brillante. Dos tercios al menos de los antiguos barrios iban a ser arrasados para abrir paso a grandes edificios de apartamentos. Familias enteras que, por supuesto, no tenían títulos de propiedad de sus propias casas se veían obligadas a recoger sus pertenencias y, con nuevos permisos de residencia, eran enviadas a los rascacielos de las afueras de la ciudad en desarrollo. Lejos de sentirse desdichados por perder sus hogares, la mayoría de residentes estaban encantados de abandonar los barrios atestados, las casas desvencijadas y las instalaciones primitivas.
Al llegar al término del siglo, según los agresivos urbanistas de Pekín, sólo tres de los barrios de hutongs habrán escapado de la demolición. Dos de ellos se hallan al este de los lagos imperiales de Shisha y Bei Hai. El tercero está junto al extremo oeste de la Ciudad Prohibida y el complejo Zhongnanhai, donde viven los líderes comunistas. Liu Hulan vivía en el hogar ancestral de su madre, una mansión tradicional situada en la seguridad del hutong cercano al lago Shisha.
La casa pertenecía a la familia de la madre de Hulan desde hacía siglos. La familia Jiang había sido bendecida con sucesivas generaciones de artistas imperiales: acróbatas, titiriteros y cantantes de la ópera de Pekín. Pero tras la caída manchú, la familia se había visto en circunstancias difíciles. La madre de Hulan, Jiang Jinli, joven, hermosa y con talento, había acabado huyendo para unirse a la revolución. En el campo, aprendió canciones y bailes campesinos; a cambio, ella enseñó a los campesinos canciones revolucionarias.
Cuando regresó a Pekín con Mao y sus tropas en 1949, sus familiares habían huido al campo, para desaparecer en provincias remotas, o bien habían sido asesinados. Pero Jinli no perdió el tiempo en lamentaciones. Estaba dispuesta a formar una nueva familia con un origen revolucionario. Su marido, que era apuesto, joven y valiente en la batalla, también había dado la espalda a su familia. El Partido les perdonó su pasado, pero no lo olvidó. En consecuencia, asignaron al padre de Hulan al Ministerio de Cultura. El Partido decidió que el mejor lugar para una pareja de recién casados sería la antigua mansión de la familia Jiang, dado que la de los Liu había sido destruída. Allí, Jiang Jinli serviría como ejemplo viviente para sus vecinos de que, incluso con un pasado absolutamente burgués, en la nueva China una persona podía rehabilitarse mediante el duro trabajo y la devoción a la revolución.
Hulan era la única que vivía allí cuando David llegó a Pekín. Tras el duro trabajo de la Revolución Cultural, sus padres se habían mudado a un apartamento. «Demasiados malos recuerdos», había dicho su padre cuando Hulan regresó de California. Hulan intentó vivir con sus padres en el apartamento, pero al cabo de unas semanas volvió a su auténtico hogar. Su llegada hizo que la directora del Comité del Barrio convocara una reunión para hablar sobre el pasado de los Liu. Poco después, varias familias que habían ocupado la casa ilegalmente durante la prolongada ausencia de los Liu se apresuraron a abandonarla en busca de un alojamiento políticamente más correcto.
Lo que ahora se llamaba complejo Liu se había construido siguiendo los antiguos ideales chinos. El exterior era humilde, no daba la menor indicación sobre la prosperidad o categoría de los que vivían tras sus grises muros. El tejado era de tejas de un suave color pizarra que se curvaban delicadamente hacia arriba en los extremos. Dentro de los muros exteriores había varios edificios (originalmente destinados a diferentes grupos familiares) conectados mediante pequeños patios, columnatas y pabellones. En la época invernal, los jardines languidecían, marchitos, desolados a causa de la escarcha, la nieve y el fuerte viento. Pero en primavera y en verano, las glicinas y las flores de las macetas abundaban bajo la sombra moteada, producida por un dosel de azufaifos, sauces y álamos. En la esquina cercana a la vieja puerta de la cocina, maduraban los carnosos frutos de un caqui.
Lo único que diferenciaba a este complejo de los demás del vecindario era el ornato sobre la puerta principal. La mayoría de las antiguas mansiones ostentaba tallas de piedra de varios siglos de antigüedad en las que se habían labrado los símbolos que re-presentaban la clase y la ocupación. Muchos otros tenían dichos tradicionales como «Salud, joya en el loto», «La felicidad entra por esta puerta», «Diez mil bendiciones», o «Un árbol tiene sus raíces». En los viejos tiempos, sobre la puerta de la mansión Jiang había un pareado de Confucio sobre la armonía de las relaciones familiares y la prosperidad. (La noche en que la piedra labrada fue machacada y convertida en pedazos era un recuerdo indeleble en la memoria de Hulan.) En ausencia de la familia Liu, los ocupantes ilegales habían tallado un nuevo lema: «Larga vida al presidente Mao.» Hulan no se había molestado siquiera en quitarlo.
Mucho había cambiado el complejo desde que en 1970 Hulan se fue por primera vez al campo, junto con otros jóvenes de su edad, para «aprender de los campesinos». Dos años más tarde, regresó a la ciudad dos días, el tiempo justo para cumplir con su deber, empaquetar unos cuantos recuerdos y contemplar cómo eran destruidos o confiscados la mayor parte de los tesoros de su familia. Cuando Hulan regresó a China en 1985, descubrió que la mayor parte de los bienes de la familia se habían estropeado o vendido. En el interior, lo único que había sobrevivido para recordarle la belleza de la casa eran dos enrejados de la dinastía Ming, de intricada talla, que creaban la forma de dos perros Foo sobre sendas ventanas.