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A su llegada, una de las primeras cosas que hizo fue pedir al gobierno que le devolvieran los bienes confiscados. Tras varios meses y sucesivas visitas, por fin se le entregaron unas cuantas cajas. En ellas encontró la ropa de su madre (sus trajes, sus vestidos de día, sus exquisitos atuendos de noche), unas cuantas fotografías, unos retratos en miniatura de parientes, pintados sobre cristal, con varios siglos de antigüedad, y dos rollos de pergamino ancestrales. Desde entonces, Hulan había peinado las tiendas de antigüedades y traperías de la ciudad en busca de objetos con que reemplazar lo perdido. Ahora, las líneas sencillas y limpias de los muebles Ming y la delicada belleza de las porcelanas adornaban la casa.

Aquella mañana, mientras Hulan echaba carbón en el fogón de la cocina y en las estufas de la sala de estar, preparaba té de crisantemos y una pequeña bandeja de ciruelas saladas, oía el barullo del hutong que cobraba vida. Justo por encima del muro posterior de la casa se oían las voces amortiguadas de la familia Quin, ocupada en su rutina matinal. Hulan imaginaba a la señora Quin, con su bebé echado descuidadamente sobre el hombro, removiendo el pote de congee, gachas de arroz, mientras el señor Quin cortaba rodajas de nabos adobados para sazonarlas.

Hulan podía adivinar la hora y el día de la semana por la rutina de los vendedores ambulantes que atravesaban el hutong. La primera voz que oía cada mañana era la del vendedor de cuajada de habas que voceaba su mercancía. Cuando estaba lista para ir a trabajar, el vendedor de zumo de ciruelas pasas se había ido ya a casa con las jarras varias y los bolsillos llenos de monedas tintineantes. Ciertos días se oía también al vendedor de hilo y aguja, que cantaba las alabanzas de sus artículos con su voz gangosa. Una vez al mes, el afilador montaba su improvisada tienda, que no era en realidad mas que una manta, una cartera y varias piedras de amolar.

De igual forma que podía saber la hora por los movimientos de aquellos vendedores ambulantes, Hulan podia predecir también la llegada de la chismosa local, la directora del Comité del Barrio, Zhang Junying, cuyo trabajo consistía en vigilar a todo el mundo en aquel laberinto de complejos. Hulan oyó el crujido de la verja justo cuando el té adquiría toda su intensa fragancia.

Zhang Junying llevaba los ralos cabellos tenidos de un negro casi púrpura. Se los peinaba en un pulcro mono que sujetaba a la nuca con una redecilla negra. Era Baja y rechoncha y andaba como un pato. Junying aposento su ampulosa figura de abuela en una silla y extendió la mano para coger una ciruela salada. Se metió el bocado en la boca y luego paso al propósito de su visita.

– Inspectora Liu, he notado su ausencia mas de lo habitual.

– No se preocupe, tia. He estado trabajando.

– iSiempre esta trabajando! iQué novedad! Pero este nuevo caso…

– No permita que la asusten, tia…

La anciana fruncio el entrecejo.

– Me han dicho: «Vigila a la inspectora Liu. Va a trabajar con un demonio extranjero. Vigile por si se produce algún cambio.»

– No debería decírmelo.

– Su familia y mi familia han sido vecinos desde hace generaciones -dijo Junying con una risita entre dientes-. ¿Cree que me importa lo que pueda decirme esa gente?

– Usted es la que ha de tener cuidado -bromeo Hulan. Jamás me cogeran a contracorriente -replica ella, y Hulan, que la conocía de toda la vida, sabia que era verdad.

– Gracias por avisarme -dijo.

La anciana voivió a ponerse seria. Sorbió el té ruidosamente para demostrar que le gustaba y lo aprobaba. Dejo la taza y luego se golpeo las rodillas con las manos.

– No tiene que trabajar tantas horas -afirmo, y Hulan comprendio que, aunque la senora Zhang parecia continuar con el mismo tema, en realidad la conversacian habia dada un giro sutil e inevitable.

– Hago lo que me mandan mis superiores -replica Hulan.

– ¿Qué saben esos viejos sobre mujeres jovenes? -dijo Junying, y su rostro marchito se lleno de arrugas-. Muy pronto será demasiado vieja para tener hijos. Nadie querrá casarse con usted entonces.

– Quiza yo no quiera casarme…

– Aiya! iSiempre ha sido una jovencita estúpida!

– Demasiado estpida para ser una buena esposa. Eso es cierto.

– Es un problema -convino la anciana, pero enseguida se animó-. iYa se! Conoce a la familia Kwok? Son una antigua familia. Tienen un hijo. De cuarenta y cinco anos de edad.

– iEl si que es viejo para casarse!

– No, no, es un buen hijo.

– ¿A qué se dedica?

– ¿Lo ve? Piensa como una futura novia. -Zhang volvia a golpearse las rodillas con las manos-. Eso es bueno.

– Como una novia, no -le corrigió Hulan-, como un grueso cerdo antes del Festival de Primavera.

Zhang Junying solta una ronca carcajada.

– Es usted una muchacha divertida. Debería casarse. Haría reir a su marido. Mejor aún, haría reir a su suegra.

Mientras las dos mujeres bromeaban, Liu Hulan repaso su lista mentalmente. ¿Estoy correctamente vestida? ¿Debo llevar la pistola encima o dejarla en mi mesa? ¿Podré mantener la voz firme? A lo largo de los años, Hulan había perfeccionado el arte de dominar las emociones, de ocultar los pensamientos, de ofrecer un semblante plácido al mundo. Así era como había sobrevivido.

Tras un almuerzo temprano, Peter recogió a David con el Saab.

– Su cita es a la una -anunció Peter, al tiempo que hacía sonar la bocina a una caravana de camellos cargados de mercancías que marchaban lentamente por entre el tráfico.

Tras unos cuantos giros, el bulevar se ensanchó y Peter apretó el acelerador. De repente todo se abrió a la vista y David vio el vasto espacio que ocupaba la plaza de Tiananmen a la izquierda y la fortaleza de oscuro color rojo de la Ciudad Prohibida a la derecha. En la plaza, un grupo de turistas occidentales formaba una desanimada piña con sus cámaras y bolsas, unos soldados con uniforme de apagado color verde portaban metralletas y unas cuantas ancianas barrían el suelo con escobas de bambú caseras.

Peter giró a la derecha por un callejón que discurría a lo largo de uno de los muros de la Ciudad Prohibida y luego giró a la izquierda tres veces consecutivas, de modo que rodearon completamente el antiguo palacio imperial. Stark lo tomó como una visita rápida hasta que vio que Peter volvía a rodear el palacio. Al ver la expresión de David por el espejo retrovisor, Peter le dio una primera idea de cómo le tratarían los funcionarios chinos durante su estancia.

– No le esperan hasta dentro de diez minutos -explicó Peter. Todo lo que hiciera David estaría controlado hasta el último detalle.

Finalmente, le acompañó por los húmedos corredores del Ministerio de Seguridad Pública para llegar al despacho del vice-ministro Liu a la una en punto. Entre apretones de mano y cordiales bienvenidas, David observó rápidamente el entorno: el lujo del despacho, la obsequiosidad del viceministro y las maneras cautelosas del jefe de sección Zai.

– Nos sentimos muy honrados de conocerle -dijo Liu, inclinando levemente la cabeza tras las presentaciones-, y muy honrados de que Estados Unidos nos haya enviado a uno de sus mejores abogados para ayudarnos a resolver el horrible crimen de uno de nuestros ciudadanos más respetados.

– También para mí es un honor -replicó David con otra inclinación de la cabeza.

– Sin duda somos dos grandes naciones unidas en la búsqueda de un objetivo común.