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– El embajador Watson es un hombre difícil.

– También es un político -dijo David, encogiéndose de hombros-, y debemos suponer que no es estúpido. Creo que todos podríamos ponernos de acuerdo en que esta situación es excepcional. Sospecho que él también lo admitirá y aceptará vernos. ¿Qué me dice de la madre del chico?

– Creo que sería mejor hablar con la señora Watson a solas, pero no estoy segura de cómo conseguirlo. Su marido parece tenerla controlada.

– ¿Amigos?

– No sé de ninguno, pero tampoco los he buscado.

– Eso no me parece propio de usted.

– Las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera pensarlo dos veces.

Otro embarazoso silencio se adueñó de la habitación, hasta que por fin Hulan habló.

– La hierba se inclina en la dirección del viento. En China, hago lo que me ordenan. Obedezco a mis superiores, sobre todo en cuestiones políticas. ¿Comprende? -Hizo una pausa-. Esperaba su llegada para hablar con la familia de Guang Henglai.

– Qué puede decirme sobre Guang Mingyun?

– Es un importante hombre de negocios de nuestro país. De no ser por él, no estaría usted aquí.

– Y a su hijo lo consideraban un príncipe rojo?

– No es una expresión que me guste utilizar.

– Aun así…

– Aun así -admitió Hulan.

La tarde iba transcurriendo. La habitación se hizo más oscura y fría cuando la poca luz del sol que en ella entraba desapareció tras una capa de nubes cada vez más densa. Hulan encendió la lámpara de su mesa e intentó hallar otro tema de conversación, pero habían dicho ya todo lo que debía decirse sobre el caso, y aquél no era el lugar apropiado para hablar del pasado.

– ¿Qué quiere que haga ahora? -preguntó él.

– Creo que sería mejor que Peter le llevara de vuelta al hotel. -David negó con la cabeza, pero Hulan continuó-. Está en China. Yo me encargaré de nuestras citas. -Se levantó y extendió la mano-. ¿Hasta mañana, pues?

– Hulan…

– Bien -dijo ella, soltando la mano de David a regañadientes. Se dirigió a la puerta y la abrió-. Dejaré un mensaje en el hotel para comunicarle la hora.

Peter, que aguardaba junto a la puerta, se puso en pie de un salto, dijo unas cuantas frases rápidas en chino a Hulan y luego condujo a David de vuelta por el laberinto de corredores y escaleras hasta el patio. Mientras, en su despacho, Hulan apoyaba la espalda en la puerta cerrada e intentaba serenarse.

Cuando Hulan abandonó finalmente su despacho, ya era de noche. Se abrochó la chaqueta para protegerse del frío y se ató un pañuelo a la cabeza. Otros ocupantes del edificio se dirigían a paso rápido hacia sus bicicletas. Hulan notaba claramente que los demás se mantenían a distancia, que fingían no verla aunque caminaba junto a ellos a lo largo del aparcamiento de bicicletas.

Se recogió la falda, pasó la pierna por encima de su Flying Pigeon azul y plateada, y salió del complejo pedaleando para sumergirse en el anonimato de cientos de compatriotas que volvían a casa. Qué pacífico era aquello comparado con la manera de conducir de Peter, a trompicones. El ritmo fácil y tranquilo de su bicicleta entre otros cientos de bicicletas se convirtió en una tranquilizadora meditación.

Disfrutaba con los momentos en que se detenía en un semáforo y podía observar la vida cotidiana de la ciudad. En la esquina de una calle había un carrito cargado de manzanas escarchadas y ensartadas en pinchos de bambú. En otra, un hombre asaba a la parrilla fragantes tiras de cerdo adobado. En otra más, un pequeño grupo de gente se apiñaba en torno a un quiosco para comer ruidosamente olorosos fideos de pequeños cuencos esmaltados que devolvían vacíos al propietario.

Hulan aparcó la bicicleta delante de uno de los nuevos edificios de apartamentos. Subió en el ascensor hasta el decimoquinto piso y llamó a una puerta al final del pasillo. Una doncella la condujo hasta la sala de estar. Pocas cosas había allí que ofrecieran algún indicio sobre la personalidad de los que vivían en la casa. El sofá estaba cubierto por una funda floreada de poliéster. Alrededor de una mesita baja había varias sillas de respaldo recto. Unas cuantas plantas de plástico acumulaban polvo en cestos de mimbre, y en las paredes colgaban cuadros al óleo de paisajes decididamente occidentales.

Una mujer sentada en una silla de ruedas miraba por la ventana.

– Cómo está hoy? -preguntó Hulan a la doncella, quitándose la chaqueta. Prefería el frío de las construcciones antiguas, como su casa del hutong y los edificios públicos, a las habitaciones excesivamente caldeadas de los apartamentos nuevos y los hoteles de estilo occidental que habían surgido en los últimos años.

– Tranquila. Sin cambios.

Hulan cruzó la habitación, se arrodilló junto a la silla de ruedas y alzó la mirada hacia el rostro de su madre. Jiang Jinli no movió los ojos. Ella le cogió suavemente una mano de piel translúcida y acarició las venas delicadas con un dedo.

– Hola, mamá.

No hubo respuesta.

Hulan cogió un taburete de jardín de porcelana para sentarse junto a su madre y empezó a hablarle de lo que había hecho durante el día.

– He tenido una visita muy interesante, mamá. Creo que recordarás que te he hablado de él antes.

Siguió hablando como si su madre participara activamente en la conversación, porque a veces, después de horas, o incluso días de un silencio total, Jinli se mostraba muy comunicativa. En esas ocasiones, si bien eran escasas, Hulan se daba cuenta de hasta qué punto sus monólogos penetraban en la conciencia de su madre.

Siendo niña, Hulan se admiraba (y a veces sentía celos) de la belleza de su madre. A pesar de los años transcurridos y de todo lo que había tenido que sufrir, Jinli seguía siendo casi igual a la joven esposa de un prometedor funcionario del Partido asignado al prestigioso Ministerio de Cultura. Hulan recordaba que su madre adoraba vestirse de colores llamativos (fucsia, esmeralda y azul), que resaltaban aún más junto al gris proletario de la gente que solía reunirse en el hogar de los Liu para oír canciones tradicionales y otras de la ópera de Pekín; veladas en las que se comían albóndigas rellenas de carne y frutas y se bebía mao tai. Recordaba que su padre solía invitar a amigos como el señor Zai, que sabían tocar los instrumentos tradicionales, para que acompañaran a Jinli en sus canciones sobre amores no correspondidos. Hulan recordaba también a su padre sentado, inmóvil, escuchando a Jinli mientras ella cantaba melodiosamente con los ojos chispeantes de amor por él.

Hulan atesoraba el recuerdo de los amigos de sus padres, que la aupaban al regazo y le susurraban al oído, entre risas: «Tu mamá y tu papá son como unos palillos, siempre juntos, siempre en armonía», o «Tu mamá es como una hoja de oro en un árbol de jade», con lo que querían decir que Jinli era la mujer ideal. Muchos años después, parecía que su madre se había quedado detenida en aquel tiempo, como jade enterrado profundamente bajo roca. No había envejecido. Las penalidades físicas y mentales que había soportado no habían alterado su belleza. Era como si el tiempo sólo transcurriera en aquellos raros intervalos en que Jinli estaba lúcida.

Durante casi veinticinco años, había permanecido imposibilitada en su silla de ruedas. El padre de Hulan cuidaba a su esposa con devoción absoluta. Pagaba sobornos bajo mano para que tuviera acceso a los mejores médicos occidentales. Pagaba cifras astronómicas por brebajes de hierbas especiales de la medicina tradicional china, destinados a mejorar y fortalecer su salud física. Fuera gracias a la medicina occidental o a la china, lo cierto era que Jinli no mostraba la habitual tendencia a las infecciones de los parapléjicos. Sin embargo, nada había conseguido mejorar su estado mental, que, de hecho, había empeorado poco a poco desde el accidente.

Cuando tenía la mente lúcida, ella y su hija hablaban de cosas sin trascendencia: del encantador aspecto de los cerezos en flor en la ladera de la colina del Palacio de Verano, del brillo de la seda que Hulan había elegido para un vestido. Jamás hablaban de la enfermedad. Jamás hablaban del padre de Hulan ni de que hubiera sido destinado al Ministerio de Seguridad Pública veinte años atrás, ni de cómo había ascendido regularmente hasta el cargo que ahora ocupaba, tras los sucesos de la plaza de Tiananmen en 1989. Naturalmente, tampoco hablaban del trabajo de Hulan, puesto que su madre no tenía la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida. Así pues, aquella tarde, con las luces de Pekín brillando a sus pies, Hulan no habló del caso ni de porqué David se hallaba en Pekín, sino únicamente del aspecto que tenía.