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Hulan se dirigió al centro de la sala de estar y se dio la vuelta despacio, observando cuanto la rodeaba. Guang Henglai había elegido un apartamento nuevo, caro y chabacano. Todo lo que contenían aquellas paredes transmitía un extraordinario mal gusto. No se mostraba crítica. Aquella exagerada ostentación de riqueza era lo que se esperaba de un Príncipe Rojo.

Bajo sus pies se extendían alfombras tejidas a mano con complicados dibujos. Los muebles estaban tapizados en suave ante negro, y en los cuadros se representaban paisajes chinos llamativos y modernos. David volvió a entrar en el salón.

– Mira lo que he encontrado -dijo mostrando varias libretas bancarias-. Creo que te sorprenderá su procedencia y la gran cantidad de dinero que había escondido.

Hulan lo dudaba, pero no dijo nada. Se limitó a coger las libretas y examinarlas: Bank of China, Hong Kong National Bank, Sanwa Bank, Sumitomo Bank, East West Bank, Cathay Bank, Chinese Overseas Bank, Citibank, Bank of America y Glendale Federal Savings and Loan.

– Todos esos bancos tienen filiales en Estados Unidos -dijo David-. Algunos de ellos, el East West, el Cathay y el Glendale Federal, tienen su sede en Los Angeles, y el Chinese Overseas Bank, como ya sabes, pertenece a la familia Guang.

Hulan abrió una de las libretas. Pasó las hojas, tomando nota de depósitos y reintegros de diez mil dólares aquí y veinte mil dólares allá. Abrió otra. Lo mismo, Se metió las libretas en el bolso.

– Tendremos que examinarlas mejor, comparar sus depósitos con sus viajes.

– Dios mío, Hulan. Henglai estaba podrido de dinero -dijo él, atónito ante su indiferencia.

– Sí, cierto, pero recuerda quién es su padre. Era de esperar. Me hubiera preocupado si no las hubiéramos encontrado. -Pero estaban por ahí tiradas…

– Esto es China. Seguramente robarle a un Príncipe Rojo significaría una condena a muerte.

David meneó la cabeza. Hulan pensó, culturas diferentes, valores diferentes, castigos diferentes.

– Echemos un vistazo al apartamento -dijo Hulan.

La cocina era un inmaculado panorama de cromo, granito y electrodomésticos modernos. Hulan abrió la nevera, pero la habían vaciado. Supuso que la familia Guang había enviado a alguien a llevarse los alimentos perecederos tras la desaparición de Henglai. El dormitorio era otra historia. La ropa (trajes Zegna muy caros, tejanos Gap y una bonita colección de chaquetas de cuero) se apiñaba en el armario. El estudio (de nuevo con muebles de ante, esta vez de un suntuoso color beige) estaba desordenado. Seguramente Henglai tenía criada, pero los objetos personales no entraban dentro de sus atribuciones. Unas cuantas facturas, un par de cartas personales, y unas cuantas notas esparcidas sobre una mesa de caoba.

En la pared junto a la mesa había varias fotos clavadas. Hulan se inclinó para examinarlas mejor. Vio a Henglai (increíblemente joven a sus ojos) sentado en un banquete, peinados los cabellos lacios y negros con estilo desenvuelto, y rodeando los hombros de un amigo con el brazo. En otra fotografía, Henglai posaba con Mickey Mouse en la calle Mayor de una de las Disneylandias. Otras fotos lo mostraban en un club nocturno. En algunas salía gente bailando, en otras Henglai sostenía un micrófono y parecía cantar.

Hulan arrancó las fotos de la pared y volvió a examinarlas. Guang Mingyun tenía razón; conocía a los amigos de Henglai y sabía exactamente dónde encontrarlos.

Cuando abandonaron el apartamento, Hulan insistió en que Peter llevara a David de vuelta a su hotel.

– Debes de estar cansado -dijo-. Tienes que descansar para esta noche.

David protestó porfiadamente. Quería volver a entrevistarse con el embajador.

– Tenemos que aclarar las diferencias en sus declaraciones -dijo.

Hulan discrepaba.

– El embajador Watson y Guang Mingyun no se van a ninguna parte. Podemos verlos en otro momento. Primero tenemos que entender a esos dos chicos, quiénes eran, qué hacían, qué relaciones tenían, antes de empezar a conocer a su asesino.

A las diez de la noche, Peter recogió a David y lo llevó al hotel Palace, junto a la Ciudad Prohibida. Al contrario que la mayoría de edificios modernos de la capital, la arquitectura del hotel abundaba, incluso demasiado, en motivos chinos. Los aleros del tejado rojo se curvaban hacia arriba. La puerta ceremonial por la que se accedía al sendero circular de entrada estaba decorada con pintura verde brillante, dorada y roja y con ornamentos dorados y esmaltados. Los propietarios del establecimiento, el Estado Mayor del Ejército del Pueblo, no había reparado en gastos.

Cuando David entró en el vestíbulo por la puerta giratoria, halló a Hulan esperándole. El llevaba el mismo traje que se había puesto por la mañana. Sin embargo, ella había ido a casa a cambiarse y llevaba un vestido de seda de color fucsia al estilo tradicional chino. El cheongsam tenía un alto cuello de mandarín. Una hilera de botones ceñía el vestido a su cuerpo por encima del seno derecho y por debajo de la axila derecha. Llevaba el abrigo color lavanda en el brazo.

David siguió su andar ondulante a través del vestíbulo y por un corredor para entrar en la Rumours Disco. Traspasaron varias puertas, recorrieron otro pasillo y entraron en la discoteca propiamente dicha. Una esfera de espejos giraba lentamente en el centro del techo, arrojando destellos de luz sobre las parejas que bailaban. La música era estridente y la letra de las canciones en inglés. Hulan cogió a David de la mano y lo llevó hasta la pista de baile. Guardando las distancias, empezó a balancearse lentamente sobre uno y otro pie. Su torpeza contrastaba enormemente con el recuerdo que David tenía de ella, pero al mirar en derredor, el abogado se dio cuenta de que todos los bailarines mostraban la misma torpeza. Vio también que las mujeres vestían minifalda o tejanos ajustados, y los hombres camisas sin cuello, tejanos y chaquetas de cuero. Todo el mundo se mantenía a una prudente distancia de su pareja. Sus movimientos eran bruscos y no seguían necesariamente el compás de la música.

La canción llegó a su fin. En medio del aplauso aburrido que le siguió, Hulan inclinó la cabeza hacia David y le habló de forma que sólo él la pudiera oír.

– Estos son los taizi, los principitos. ¿Ves a ese hombre de allí? -David siguió su mirada-. Salía en una de las fotos del apartamento de Henglai. ¿Ves a esa chica de allí? -Miró a una joven que estaba sentada en una mesa al otro lado de la sala con un vaso alto y helado lleno de un líquido verde-. También tenemos su foto.

– ¿Sabes quiénes son?

Hulan asintió al tiempo que una nueva canción tronaba por los altavoces. Las luces parpadeaban siguiendo el ritmo. Hulan empezó a bailar de nuevo. Un discjockey australiano empezó a gritar por el altavoz mientras una máquina de humo despedía una niebla blanca y fría que cubría el suelo. Siguieron bailando un par de minutos, pero Hulan retrocedía lentamente. David se sintió aliviado cuando salieron de la pista de baile y se hallaron de nuevo sobre moqueta. Más aliviado aún se sintió al ver que Hulan se sentaba en una de las pequeñas mesas que bordeaban la pista de baile. Justo cuando por su cabeza cruzaba la idea de que Hulan estaba imponente esa noche, se dio cuenta de que estaban allí para ser vistos. Hulan no se había vestido para él, sino para llamar la atención hacia ellos, y había elegido aquella mesa porque era muy conspicua.

La estrategia de Hulan tuvo el efecto deseado. Una camarera se acercó a su mesa y les pidió que la siguieran. Volvieron entonces por el corredor hacia la entrada y se detuvieron ante una de las puertas cerradas. La camarera vaciló. Hulan no dijo nada. Finalmente la chica abrió la puerta y los tres entraron en la habitación. El humo de cigarrillos era denso, pero los fuertes aromas de perfume y licor amortiguaban el olor a tabaco americano. Alguien que estaba cantando se interrumpió bruscamente y la conversación se extinguió.