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– Ustedes eran sus amigos…

– Eramos, inspectora Liu. Eramos sus amigos. -Bo Yun se dirigió al grupo-. Servid otra ronda. Vamos, David, ¿podemos llamarle David, al estilo americano? Vamos, David, tómese una copa con nosotros. Quizá quiera cantarnos una canción y le diremos con quién tienen que hablar.

La serenata de Ning Ning y Di Di llegaba a su triste fin. Hulan puso la mano suavemente sobre la rodilla de Bo Yun. El joven no pestañeó ni permitió que sus ojos se desviaran hacia aquella delicada llamada. Se volvió para mirar a Hulan directamente a los ojos, abandonó sus modales despreocupados y habló con tono sereno.

– Le he dicho que están hablando con las personas equivocadas. Tiene que hablar con los Gaogan Zidi de su generación, inspectora Liu. Ellos conocían a Billy y a Henglai. Usted ya sabe cómo encontrar a esa gente igual que sabía cómo encontrarnos a nosotros.

– ¿La Posada de la Tierra Negra?

Bo Yun miró a David.

– Eso es inspectora -dijo, luego volvió a animarse y alzó de nuevo la voz-: Ning Ning, Di Di, otra canción. Cantadnos una canción americana. ¿Cómo se llamaba aquélla? ¿Tie a Yellow Ribbon Round the Old Oak Tree?

Minutos después, David y Hulan se dirigían al vestíbulo tras despedirse.

– En qué tipo de negocios podían estar metidos esos dos chicos? -preguntó David.

– No lo sé. Podría tratarse de cualquier cosa.

– ¿Inmigración ilegal?

– No creo, David, pero fuera lo que fuera, seguramente fue la causa de su muerte.

David reflexionó.

– Qué es la Posada de la Tierra Negra y qué tiene que ver con todo esto? -preguntó luego.

– Es un restaurante nostálgico de la Revolución Cultural, pero van allí todo tipo de gentes, desde turistas japoneses a tiburones de las finanzas, o incluso líderes de las tríadas. Es un lugar para gente con problemas, gente que quiere meterse en problemas y gente que sólo quiere hacer negocios. Iremos allí mañana.

Traspasaron la puerta giratoria y salieron al frío aire nocturno. Peter se puso firme al verlos, apagó el cigarrillo y abrió la puerta de atrás del Saab. Hulan tendió la mano a David, que la estrechó sin darse cuenta.

– Creo que hemos avanzado mucho hoy, fiscal Stark -dijo ella, adoptando una vez más un tono formal-. El investigador Sun le llevará de vuelta a su hotel.

– ¿No podríamos estar solos? -preguntó él en voz baja para que Peter no le oyera-. Quiero estar contigo.

Hulan pasó por alto el deseo que vibraba en la voz de David.

– El investigador Sun le llamará mañana por la mañana para decirle a qué hora pasará a buscarle. -Se arrebujó en su abrigo de color lavanda, inclinó la cabeza, agitó levemente la mano para despedirse de Peter y dio media vuelta.

David contempló la figura que caminaba por la acera hasta desaparecer en la omnipresente marea humana.

9

1 de febrero, Posada de la Tierra Negra

A las once y media de la mañana siguiente, sábado, Peter aparcó frente al edificio de tres plantas de la Posada de la Tierra Negra. En la entrada, el propietario había colocado una exposición de insignias y camisetas de Mao con el eslogan de la Tierra Negra serigrafiado. En uno de los muros, el eslogan aparecía también reproducido con grandes caracteres en un póster al estilo de la Revolución Culturaclass="underline" «En aquella época nuestro sudor se derramaba sobre las grandes regiones desérticas del norte, hoy volvemos a encontrarnos en la Posada de la Tierra Negra.» Al contrario que en el típico restaurante chino donde una sola sala podía albergar a cuatrocientos invitados de un banquete de boda, en éste las salas eran pequeñas y decoradas para asemejar rústicas cabañas de troncos.

En su origen, la posada abastecía a la antigua Guardia Roja de la Revolución Cultural, aquellos jóvenes que habían sido enviados al campo para reeducarse a finales de los sesenta y principios de los setenta. La pátina del tiempo y de la edad habían teñido sus recuerdos de nostalgia por un pasado en el que todo el mundo conocía su lugar y los jóvenes creían formar parte de algo excitante.

David notó que la gente los observaba mientras eran conducidos por una camarera hasta una mesa para dos. Incluso él era capaz de ver la gran diferencia que existía entre los clientes de aquel restaurante y los taizi de la noche anterior. Los clientes aquí eran más corpulentos, más reposados, mayores, la mayoría en los cuarenta o cincuenta años. No vestían ropas llamativas. Los hombres llevaban trajes confeccionados a medida y las mujeres vestían prendas conservadoras pero caras. Pese a que era sábado, todos parecían ocupados en conspirar, en cerrar transacciones y en reunirse con clientes.

David sospechaba que Hulan quería que se fijaran en ellos, igual que la noche anterior, y justo cuando se sentaban, oyó exclamar a un hombre:

– ¡David Stark! ¡Hola! ¡Cuántos años! -La voz era vagamente familiar, pero David no reconoció al gordinflón que se precipitaba sobre ellos-. ¡David! ¡Es usted! ¡Y aquí está con Liu Hulan! Ah, como en los viejos tiempos, ¿no?

– David, ¿recuerda a Nixon Chen? -dijo Hulan.

El volvió a fijarse en el hombre. Recordaba a Nixon Chen como un joven abogado, delgado y serio, que se preocupaba demasiado. Allí estaba, diez años más tarde, gordo, feliz y obviamente próspero.

– ¡No pensarán sentarse ahí! ¡Vengan a mi mesa! ¡Encontrarán a unos cuantos de la vieja banda!

Nixon Chen los agarró a ambos por el brazo y los guió a través del restaurante hasta un salón privado sin dejar de parlotear.

– ¡Me entero de que está en Pekín! ¡Me digo que la inspectora quiere guardárselo para ella sola! ¡Me digo que Hulan se olvida de que David Stark tiene otros amigos en China, que debería organizar un festín por los viejos tiempos! ¡Me digo que Hulan siempre está en las nubes! ¡Está demasiado ocupada para pensar en amigos! ¡Pero no! ¡Aquí está! Les veo pasar y me digo: ¡Ah, Liu Hulan me trae a nuestro viejo amigo David Stark! Aquí estamos, usted siéntese a mi lado. Liu Hulan, siéntese allí. ¡Muévanse todos, hagan sitio a nuestros invitados!

La mesa redonda estaba preparada para diez personas, de modo que tuvieron que apretujarse unos contra otros para dar cabida a otras dos. David observó los rostros y no le pareció que conociera a nadie, pero no estaba seguro. Nixon Chen no le daba ninguna pista, salvo que no había cambiado el inglés por el chino. Mientras, los demás invitados hablaban tan deprisa que David apenas les entendía.

– ¡Liu Hulan, cuánto tiempo!

– Liu Hulan, no la vemos lo que desearíamos.

– Liu Hulan, coma y recuerde.

– Hay tantos viejos amigos aquí -dijo Nixon Chen-. ¿Verdad, Hulan?

Ella asintió.

– Conocemos a Hulan desde que éramos unos niños -dijo Nixon volviéndose hacia David-. ¿Lo sabía cuando trabajábamos en Phillips, MacKenzie y Stout? ¿No? -Soltó una afable carcajada-. ¡Bueno, ahora ya lo sabe!

Empezaron a llegar los primeros platos. David había comido en muchos restaurantes chinos, pero jamás había visto una comida como aquélla. Sobre la mesa colocaron rústicos cuencos de cerámica llenos de chucrut picante, humeantes batatas enteras, estofado de tendones de buey y sorgo. En lugar de arroz, el camarero les llevó pan de maíz y pan de azúcar campesino. La bandeja giratoria colocada en el centro de la mesa daba vueltas cuando los comensales hundían los palillos al estilo familiar en los platos comunitarios.

– ¡Si quieres pato de Pekín te vas al Pato Enfermo, el Gran Pato o el Súper Pato! Pero si quieres una comida como la que comíamos en el campo durante la Revolución Cultural, tienes que venir a la Posada de la Tierra Negra. Te dan la comida que se hacía entonces. ¿Recuerda, Hulan, que en el campo nos pasábamos el día y la noche hablando sobre los manjares que nos comeríamos si alguna vez volvíamos a casa?