– Recuerdo que usted siempre hablaba de comida.
– ¡Y míreme ahora! -Nixon Chen rió, palmeándose el estómago-. Hace diez años no se veía nunca a nadie tan gordo como yo en China. Ahora soy un gato cebado, ¿no? -Sonrió de oreja a oreja, complacido porque su comentario tenía significados diferentes pero similares en inglés y en chino-. Hoy compartimos esta sencilla comida para recordar los viejos tiempos. Mañana vamos a Laosanjie y pedimos la Fuente de la Reunión de la Juventud Educada. ¡Le gustará, Hulan! Tiene todos esos manjares que tanto anhelábamos: gambas, nudibranquios, calamares, piñas, melones.
– Lo siento, Nixon, tenemos demasiado trabajo -dijo Hulan.
– ¿En domingo? -Meneó la cabeza-. ¡Debería llevar a David a la Gran Muralla o al Palacio de Verano, en lugar de hacerle trabajar! -Se dirigió a David-. Hulan nunca cambia, ¿no? Recuerdo cuando era niña. Siempre estaba seria. Luego nos enviaron al campo. Bueno, algunos no fuimos. Algunos de los que están aquí eran demasiado niños -explicó Nixon, señalando a algunos comensales-, pero los que tenían edad suficiente sí que fuimos. ¡No todos al mismo sitio! A algunos nos enviaron a provincias diferentes, a otros juntos. Algunos -hizo un gesto que abarcaba toda la mesa- lloramos. Echamos de menos a nuestras familias. Echamos de menos la escuela. ¡Incluso echamos de menos a nuestros maestros!
– Y ahora pensamos en todas las cosas malas que dijimos en aquella época oscura -interpuso una mujer-. Las cosas que dijimos de nuestros propios padres…
Otro hombre acercó la boca a su plato, escupió un trozo de cartílago y luego preguntó al grupo:
– Recuerdan cuando denunciamos a nuestros maestros llamándoles viejos pedos? -Se volvió hacia Hulan-. ¿Recuerda aquel día? -Al ver que ella no respondía, prosiguió-. Señor Stark, Hulan tenía sólo diez años de edad, pero era la más audaz y la más elocuente de todos nosotros. Llamó cochino asno al maestro Zho, dijo que su familia no era roja. Dijo que el maestro procedía de la clase de los terratenientes y que vivía en un tarro de miel. Dijo que escuchar sus lecciones era traicionar a nuestro gran presidente. Sus palabras tenían una gran fuerza.
– Recuerdo -dijo otro-, el día que fuimos a la comuna. ¿Fue dos años después?
– ¿Cómo es posible que lo olvide? -preguntó Nixon-. Fue en 1970. Nos enviaron a la Granja de la Tierra Roja. Pensamos que los campesinos le habían dado ese nombre como afirmación política, pero no. La tierra era roja y seca. Durante siglos habían intentado arrancar una cosecha a aquella tierra sin resultado.
Entonces enviaron a un puñado de mocosos de ciudad para «aprender de los campesinos».
La mujer que había hablado antes meneó la cabeza al recordarlo.
– Sólo teníamos doce años. Celebrábamos reuniones de lucha cada día. Hulan siempre se alza sobre los demás. Siempre firme. No permite la clemencia. No perdona ni la más pequeña transgresión. ¿Lo recuerdan? -preguntó la mujer a todos en general. Un par de personas asintieron.
– Nuestra Hulan lleva el nombre de una famosa mártir de la Revolución -dijo Nixon Chen-. Pero nunca habla de la otra Liu Hulan. No, ella estudia a Lei Feng, un héroe aún mayor. Memoriza todas sus consignas y es capaz de citar sus máximas en cualquier situación.
– Eeeeh, ¿recuerdan aquellos tiempos? Todavía estamos todos juntos en la granja. En la última reunión de lucha contra el líder de nuestro grupo, Hulan se levanta y pronuncia las frases de Lei Feng. Alza el brazo así. -El que hablaba levantó el brazo como si estuviera a punto de declamar y continuó con una voz llena de convicción-: «Tratad el individualismo como el frío viento del otoño barre las hojas caídas.» ¡Eso puso fin a las actividades capitalistas del líder de nuestro grupo!
Todos excepto Hulan y David rieron al recordarlo. Nixon Chen se enjugó unas lágrimas.
– También recordamos el día en que el señor Zai vino a la comuna -dijo-. Estamos en 1972 y vuestro presidente Nixon ha venido a China, pero nosotros no nos enterábamos de cosas como ésas en la granja. Tenemos catorce años y llevamos ya cuatro años lejos de nuestras familias. Hemos trabajado duramente, levantándonos antes del amanecer, trabajando en los campos todo el día, y con reuniones de lucha por la noche. Estamos quemados de tanto sol. Estamos sucios y cansados, y sentimos nostalgia de nuestro hogar. Un día estamos recogiendo piedras de un campo y vemos una nube de polvo rojo que viene hacia nosotros Por fin, un gran coche negro llega dando bandazos. Es el señor Zai. Lo conocemos. Pertenece a una de las antiguas familias. Se lleva a Liu Hulan. Dice que se va a América a estudiar. Nosotros pensamos…
– Nosotros pensamos, Hulan, la más roja de todos nosotros, ¿se va a América? -dijo una mujer, que llevaba los cabellos salpicados de gris recogidos en un severo moño en la nuca-. Pensamos, y recuerde que sentimos una gran nostalgia de nuestro hogar, que Liu Hulan tenía el mejor guanxi de todos nosotros. Luego pensamos, el presidente debe de tener un gran plan. Oiga, señor Chen, ¿imaginó usted que también nosotros iríamos a América unos años después? -La mujer cogió un mondadientes, se cubrió la boca con una mano al estilo tradicional chino, y manejó el palillo con la otra para limpiarse los dientes.
– No, señora Yee, creía que moriríamos en aquellos campos…
– ¿Señora Yee? -preguntó David.
La mujer en cuestión se echó a reír, sacándose el palillo de la boca y limpiándolo de los restos de comida en el borde de su plato.
– No creía que me hubiera reconocido. Ha pasado mucho tiempo.
– ¿No sabe quiénes somos? -preguntó Nixon Chen con sorpresa fingida-. Todos aquí fueron asociados en Phillips, MacKenzie y Stout.
David examinó los rostros y de repente empezó a reconocer a viejos amigos, pero muchos de ellos seguían siéndole extraños; debían de haber trabajado en el bufete cuando él ya se había ido.
– Hay más aquí en Pekín, ¿sabe? -dijo Nixon-. Todos los que pueden vienen a comer aquí. Algunos sábados nos reunimos hasta treinta abogados.
– ¿Estuvieron todos juntos en el campo y en el bufete? -preguntó David con incredulidad.
– China, pese a sus muchos millones de habitantes, es un mundo pequeño. Y más pequeño aún para los privilegiados, ¿no es cierto, Hulan?
Ella no respondió.
– La señora Yee, Song Wenhui, Hulan y yo estuvimos en la Granja de la Tierra Roja -continuó Nixon-. Los otros, como decía, eran demasiado jóvenes o estuvieron en otros sitios. Pero sí, todos estuvimos en el bufete de abogados. Chou Bingan, el que se sienta allí, volvió de Los Angeles el año pasado. Nos gusta reunirnos y establecer contactos. Pero -el rostro de Nixon se torció en un gesto de fingida decepción-, no vemos nunca a nuestra Liu Hulan.
– Nunca pensé… -dijo David.
– Que aquellos estudiantes asustados a los que Phillips, MacKenzie se arriesgaba a dar trabajo llegarían a ser algo en la vida?
– No, que fueran tantos.
– Ahora, en Pekín, miramos hacia atrás y pensamos en Phillips, MacKenzie y Stout con gran cariño. Cada año desde 1973, el bufete emplea a uno o dos estudiantes de derecho como asociados para el verano o como socios. ¿Cuándo empezó usted, Hulan?
– Empecé a trabajar como pasante durante el verano de mi primer curso en la facultad de derecho.
– En 1980 -apuntó David.
– Sí, es verdad, porque cuando yo llegué tres años más tarde, Hulan ya trabajaba como socia a tiempo completo -dijo Nixon-. Ya llevaba once años en América. Su inglés era perfecto. No tenía acento. Ya no era Liu Hulan, revolucionaria modelo. ¡Era Liu Hulan, casi americana! Nos miraba como si acabáramos de bajar del barco, ¡y así era! La señora Yee llegó un año después que yo. Oh, ¿recuerda cómo echaba de menos a sus hijos? ¡Fue terrible!
– Sus hijos -dijo David, recordando de pronto-. ¿Cómo están?
– Todos casados y trabajando. Ya soy abuela. Tengo un nieto.