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David se dispuso a trabajar de inmediato. En aquel momento se hallaba a la espera de su siguiente caso y aprovechaba el tiempo para ponerse al corriente de su correspondencia y las llamadas pendientes. Acababa de conseguir que condenaran a un grupo de hombres a los que habían arrestado cuando intentaban introducir en el país un cargamento de heroína procedente de China. El FBI había confiscado 1.200 kilos de droga que no llegaría jamás a las calles. Este caso había acaparado la atención de la prensa, lo cual, desde luego, no perjudicaría su carrera si decidía dejar el cargo y volver a la práctica privada. La publicidad obtenida por su oficina había sido importante, y esto a su vez significaría que les llegarían más casos de relieve. Todo ello era bueno, excelente incluso, pero la sentencia condenatoria había supuesto también una decepción.

Desde su ingreso en la fiscalía, David había entablado acciones judiciales contra traficantes, mafiosos e intermediarios en casos de introducción masiva de inmigrantes ilegales. Se había ganado una buena reputación por haber obtenido la mayor cantidad de condenas federales contra el crimen organizado chino, sobre todo contra el Ave Fénix, la banda más poderosa del sur de California. Sin embargo, jamás había logrado vincular a los más altos capitostes de la organización con ningún delito.

Mientras tanto, el rostro del crimen organizado seguía cambiando en Estados Unidos. El Departamento de justicia seguía persiguiendo a la mafia, pero los sindicatos del crimen eran ahora multiculturales. Algunos señalaban a negros e hispanos (los dominicanos en particular) como la nueva «realeza del crimen organizado». Otros se concentraban en la mafia rusa y las bandas vietnamitas. Como resultado, el FBI había formado escuadrones especiales para infiltrarse, perseguir y arrestar a los diferentes grupos.

Ninguno de ellos estaba mas asentado ni era mas amenazador para el bienestar del país que las tríadas. Estas bandas chinas, que los cantoneses llamaban tongs, habían surgido con el hallazgo de oro en California, pero las tradiciones (juramentos de sangre y rituales secretos) y organizaciones (cientos de ellas nacidas con la diáspora china a lo largo y ancho del globo) se remontaban a siglos atrás. Al igual que la mafia italiana, las bandas chinas disfrutaban de importantes conexiones internacionales. Tenían un acceso perfecto a la heroína que procedía del Triángulo de Oro y los nuevos inmigrantes nutrían sus filas de soldados de a pie para realizar los trabajos sucios. Con un vistazo a los gráficos que colgaban de las paredes de su despacho, David podía situar lo que sabía sobre sus actividades sólo en Los Angeles. Aunque carecía de pruebas que le permitieran realizar arresto alguno, tenía razones para creer que el Ave Fénix estaba involucrado en casinos, apuestas, usura, prostitución, extorsión, fraudes de tarjetas de crédito y cupones de comida, además de inmigración ilegal y, por supuesto, tráfico de heroína. Todo ello era el complemento de una amplia red de negocios legales, como restaurantes, moteles y copisterías.

Hacia las dos de la tarde, la tranquilidad del despacho de Stark quedó truncada por la aparición de Jack Campbell y Noel Gardner, que llevaban varios años trabajando con él para combatir a aquella banda china. Campbell, el mayor de los dos agentes del FBI, era un negro, larguirucho y con pecas. Su compañero, Gardner, era bajo v musculoso, y tenía unos dos años menos. Contable de formación, Noel era reflexivo y preciso, y solía dejar que hablara Campbell, el más atractivo de los dos, que en aquel momento se hallaba presa de la excitación.

– La tormenta de anoche nos ha brindado la oportunidad que estábamos esperando -dijo-.El Peonía ha entrado en nuestro territorio. Por fin es nuestro.

El carguero Peonía de China había permanecido inactivo durante una semana en el límite de las aguas jurisdiccionales, a poco más de doscientas millas de la costa californiana. El FBI había seguido al barco en su ruta, porque los aviones de vigilancia habían mostrado a cientos de chinos apiñados en su cubierta. Tras indagar en Chinatown, Stark había conjeturado que el Ave Fénix se hallaba detrás de aquel cargamento de inmigrantes ilegales. Una vez más David deseó que le acompañara la suerte, esquiva hasta entonces. Quizá entre toda la gente que viajaba a bordo del barco hallaría a la persona que necesitaba para establecer la conexión crucial.

– El Servicio de Guardacostas va a enviar un patrullero, pero nosotros llegaremos antes si vamos en helicóptero. Así que queremos saber -Campbell miró a su compañero y sonrió- si quiere venir con nosotros.

David iba en el asiento posterior de un helicóptero pilotado por un agente del FBI que se había presentado simplemente como «Jim». Debajo de ellos batían las olas espumosas del océano. David oyó la voz del piloto a través de los auriculares.

– Nos encontraremos con alguna que otra turbulencia aquí arriba. La tormenta… -El resto de sus palabras se perdió entre las interferencias.

Al cabo de unos minutos la previsión de Jim se hizo realidad cuando el helicóptero empezó a temblar y a dar sacudidas debido a los fuertes vientos. Una negra masa de nubes cubría el horizonte. La noche llegaría acompañada de una nueva tormenta.

Una hora más tarde las turbulencias eran tan fuertes que David empezaba a arrepentirse de no haberse quedado en su despacho.

– ¡Eh, Stark, mire! ¡Ahí está! -gritó Campbell a través de los auriculares.

David miró por encima del hombro de Campbell y vio el Peonía de China escorado en medio del oleaje producido por el rotor del helicóptero. Cuando se acercaron más, David notó que le subía la adrenalina. Era insólito que un ayudante de fiscal saliera en busca de acción, pero a él le parecía útil saber exactamente cómo se desarrollaban los acontecimientos y cómo reaccionaba la gente al darse cuenta de que los habían pillado. En otras ocasiones había acompañado a Campbell y Gardner a talleres de confección de Chinatown, a edificios de oficinas en Beverly Hills y a unas cuantas mansiones de Monterrey Park. Los agentes parecían apreciar sus dotes de observación, y siempre cabía la posibilidad de que su presencia en el momento en que los sospechosos se sentían más vulnerables les condujera algún día a la cúpula de las tríadas.

Al tiempo que el rotor disminuía sus revoluciones, Campbell y Gardner empuñaron sus armas y saltaron a la cubierta del Peonía. Viendo que nadie se acercaba ni ofrecía resistencia, Campbell indicó a David que podía descender del helicóptero. Los tres avanzaron cautelosamente, pues no estaban seguros aún de no topar con una tripulación dispuesta a luchar y armada hasta los dientes.

Cientos de chinos se apiñaban en aquella cubierta superior. Al pasar junto a ellos, David pudo constatar que los supuestos inmigrantes (la mayoría hombres) habían cocinado sobre la misma cubierta en pequeños braseros de los que se desprendían acres humaradas de los rescoldos. Muchos de ellos se hallaban acuclillados y charlaban entre sí excitadamente. Otros yacían sobre la sucia cubierta mirando apáticamente al vacío. La mayoría de aquellas personas parecía indiferente a lo que ocurría. Sólo unos pocos sonrieron débilmente a David con alivio y gratitud.

– Dios -exclamó Noel Gardner-. Por su aspecto, hace bastante que no han comido ni bebido nada.

– Busque al capitán -dijo David con voz ronca al agente más joven-. Por cierto, Jack, será mejor que llame a tierra; esta gente necesitará duchas, comida, agua, ropa y camas. El asunto es gordo y tenemos que tratarlo diplomáticamente. -Después de estas palabras, se le ocurrió otra idea-. ¿Alguno de los dos ha traído biodraminas?

– Yo no, pero se lo preguntaré al piloto -contestó Campbell.

David contempló a Campbell unos instantes mientras el agente se alejaba dando bandazos y zigzagueando por la cubierta. David se agarró a la barandilla y continuó avanzando. El Peonía daba sacudidas en medio del oleaje, dejando escapar crujidos metálicos. David comprendió que el navío iba a la deriva.