Spencer Lee se limpió una pelusa inexistente de los pantalones de lino.
– El Peonía de China -dijo David tras tomar aliento- era un carguero que el Ave Fénix alquiló para introducir ilegalmente a unos quinientos inmigrantes en suelo americano. En aquel barco había un cadáver.
– No puede demostrar que exista relación entre el Peonía y el Ave Fénix, y en este país se necesitan pruebas. Ya sabe, la presunción de inocencia.
– Suponga que le digo que tengo testigos.
– Le respondería que no hay nadie en absoluto que pueda señalarme con el dedo y afirmar: «Ah, ahí está Spencer Lee. Lo he visto en ese barco. Le he pagado dinero.»
– Para ser exactos, tengo testigos, de los que puedo disponer gracias al Ministerio de Seguridad Pública, que dicen que miembros de su banda alquilaron el Peonía -dijo David tirándose un farol-.
También tengo a varios funcionarios del puerto de Tianjin que han sido encarcelados por aceptar sobornos del Ave Fénix.
– Han confesado de plano y, como estoy segura que recordará señor Lee, nuestro sistema legal funciona con rapidez y eficacia -dijo Hulan solemnemente, siguiendo la pauta de David-. Sólo necesitamos una confesión a este lado del Pacífico para que esos hombres reciban la sentencia final. Mientras tanto, están en un campo de trabajos forzados.
Spencer Lee lanzó una mirada furiosa a Hulan. Intentó hablar con tono ligero, pero dejó traslucir la amenaza.
– Me gustaría encontrarme con la inspectora en China algún día.
– Lo mismo digo -replicó ella.
– Voy a Pekín mes sí, mes no. Quizá podamos quedar para tomar algo -le espetó él.
– 0 en mi despacho.
– No me amenace, inspectora -dijo él-. Tengo amigos en Pekín, no puede tocarme, porque mis amigos no quieren que lo haga.
– Olvídese de China -le interrumpió David-. Lo que deben hacer es hablarme sobre las actividades de la triada en Los Angeles.
– Esto me induce a creer que están ustedes equivocados con respecto a nosotros. Nuestra organización es una sociedad benéfica. Procuramos el bien de la comunidad. Proporcionamos empleo. Alimentamos a la gente cuando llega a este país.
– ¿Y la prostitución, la extorsión y las drogas?
– Hemos tenido… ¿como lo llaman ustedes? ¿Mala prensa? -dijo lee con una mueca-. Esas cosas no las hace el Ave Fénix. Busque en las otras bandas. ¡Busque en esas de Fujian! Sí, el FuChing, esos son los que introducen ilegales en el país, no nosotros. Si habla de prostitución y drogas, busque en las bandas de Hong Kong. El Sun Yee On, ¡eso sí es una pandilla de matones de mala muerte! Le diré algo. Si alguien intentara meterse en nuestro territorio, ahora hablo de negocios honrados, no nos que daríamos sentados y tragaríamos. ¿Me comprende?
– Ya hasta de discursos para la Camara de Comercio -replicó David-. Qué me dice del asesinato de Guang Henglai?
– Me acogeré a la Quinta para no responder a eso. Los amigotes de Lee se echaron a reír, pero sus bravatas parecían vacías. Después de aquello, dio la misma respuesta frívola a todas las preguntas de David.
– Lo has hecho bien-dijo Hulan al salir con David,
– iNo he conseguido nada! -Lo estaba exasperado.
– Prácticamente lo ha admitido todo -le corrigió ella-. No puedes probarlo ante un tribunal, pero sabes que tienes razón sobre el Ave Fénix. Lo más importante es que ha quedado deshonrado delante de los que trabajan para el. Esa noticia se difundirá, y eso nos ayudará,
Esa misma tarde, Silverlake
De pésimo humor, David condujo el coche zigzagueando por entre el tráfico en dirección a la Universidad del Sur de California. Hulan interpretó su silencio como frustración, por lo que, cuando dejaron el coche en el aparcamiento, se abstuvo de comentar lo extraño que era volver a su alma máter, y tampoco preguntó si podía ir a ver su antigua habitación o visitar a sus profesores predilectos. Una vez en la universidad, fueron directamente al edificio de administración.
Hulan recordaba a la mujer que se hallaba tras el mostrador. En veinte años, desde la época en que ella había empezado a estudiar en la USC, la señora Feltzer no había cambiado de aspecto. Su cabello seguía de un absurdo tono rojo, seguía teniendo una descomunal cintura y el vestido que la ceñía seguía siendo de los años cincuenta. Se suponía que el trabajo de la señora Feltzer consistía en ayudar a la gente, pero en lo que realmente sobresalía era en obligar a los alumnos a rellenar impresos incomprensibles o enviarlos a realizar extravagantes campañas para conseguir las inalcanzables firmas de los profesores. Hulan pensó que la señora Meltzer habría encajado perfectamente en la burocracia de Pekín.
– ¿En que puedo ayudarles?
– Trabajo para la fiscalía del Estado -dijo David-. Estamos realizando una investigación sobre las muertes de dos chicos que estudiaban aquí.
La señora Feltzer no se dejó impresionar.
– Nos sería de gran ayuda que nos permitiera echar una ojeada a los registros.
– No creo que sea posible -respondió la mujer.
David apoyó los codos sobre el mostrador, adoptó una leve sonrisa, nada aparatosa, amigable. Ella se convirtió en el centro de su atención, y Hulan sabía lo agradable que podía ser David.
– Vamos, señora Feltzer, apuesto a que no hay nada aquí que no pueda usted hacer -dijo con tono zalamero-. Apuesto a que sabe dónde está hasta el trozo más pequeño de papel de esta oficina.
Así había sido la primera experiencia de Hulan con David. Durante su primer año en Phillips, MacKenzie y Stout, ella se hallaba en la habitación de la fotocopiadora intentando conseguir que la encargada acabara de fotocopiar y encuadernar los documentos finales para una fusión. Los documentos llevaban media hora de retraso y el socio que los necesitaba había gritado a Hulan, asegurándole que la suya sería la carrera más corta en la historia de la abogacía si no tenía esos documentos sobre su mesa antes de media hora. La encargada de la fotocopiadora tenía otro punto de vista. «¡Ese idiota tendrá que esperar! Tengo otros cinco encargos antes que el suyo y a mediodía me voy a comer. Más vale que se siente.» Hulan rogó, suplicó, incluso le saltaron las lágrimas, pero la mujer permaneció impasible. De hecho, parecía disfrutar atormentando a la muchacha.
Entonces entró David, que era asociado del bufete, para fotocopiar un par de casos del socio para el que trabajaba. Al cabo de tres minutos la encargada lo dejaba todo por los documentos de Hulan. David y Hulan quedaron para ayudarla. Veinte minutos después habían concluido, David había pedido a Hulan que saliera con él y ella le había rechazado. Tuvo que pasar un año (el siguiente verano Hulan en Phillips, MacKenzie y Stout) para que aceptara salir a cenar con él, y sólo porque pareció la única manera de que la dejara en paz. No fue ése el resultado. El mostró el mismo encanto y la misma persistencia con Hulan que con la encargada de la fotocopiadora y ahora con la señora Feltzer.
– Esos chicos están muertos, señora Feltzer -insistía-. El mejor modo de ayudarles es descubrir lo que ocurrió. Podría haber algo de vital importancia en sus expedientes. Estoy seguro de que no querrá usted entorpecer una investigación del gobierno.
El expediente de Guang Henglai fue fácil de hallar, puesto que se encontraba en el archivo de alumnos que habían abandonado la universidad. Durante su único año en la USC había estudiado las asignaturas típicas de los novatos, y sus notas habían sido bajas, como cabía esperar. Durante el primer semestre se había alojado en una habitación de la residencia de estudiantes, pero había
abandonado el campus en el segundo.