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Mientras repasaban el expediente sin descubrir nada importante, Esther Feltzer seguía buscando el expediente de William Watson hijo en el archivo de alumnos en activo. La señora Feltzer era realmente meticulosa y no estaba acostumbrada a que las cosas no estuvieran donde ella esperaba encontrarlas.

– Alguien ha archivado mal el expediente -dijo severamente-. 0 eso, o su información no es correcta.

Resultaba difícil imaginar que la señora Feltzer permitiera un error como aquél en su oficina, por lo que David decidió probar la alternativa.

– ¿Podría buscar en el archivo de alumnos que han abandonado la universidad?

– Creía que había dicho que estaba estudiando aquí -dijo la señora Feltzer recuperando su tono gruñón.

– Solo quisiera comprobar su excelente sugerencia -repuso David-. No tengo palabras para expresar lo mucho que agradecemos todo lo que está haciendo por la víctima y su familia.

Pese a sus palabras, su encanto empezaba a disminuir. Tras refunfuñar un poco, la mujer se alejó. Volvió unos minutos más tarde, dejó caer un expediente sobre el mostrador y dijo con aire disgustado:

– Lo que me temía, ya no estudia aquí.

La carrera académica de Billy Watson había sido tan corta y mediocre como la de su amigo. Prácticamente habían hecho las mismas asignaturas con idénticos resultados. Les habían asignado la misma residencia, pero no habían compartido habitación. Al final del primer semestre, Billy Watson había permanecido en su residencia y, también al contrario que Henglai, el resto de su expediente estaba lleno de quejas formales que ponían de manifiesto la problemática estancia del joven estadounidense en la universidad.

Durante su primera semana, lo habían pillado arrojando latas de cerveza llenas a los asistentes de la fiesta de una hermandad universitaria. El decano de estudiantes había escrito una nota comprensiva afirmando que aquel episodio demostraba cierta falta de buen juicio, pero que, Billy lo había prometido, no volvería a repetirse. Dos cartas de profesoras informaban que Billy interrumpía sus clases con comentarios inoportunos y que no había hecho ninguno de los trabajos obligatorios. Al final del primer semestre, la deuda de Billy por tiques de aparcamiento impagados ascendía a quinientos dólares, suma que su padre había satisfecho antes del inicio del segundo semestre. Aparentemente eso no le había servido para aprender la lección, puesto que el total de tiques impagados en el segundo semestre ascendía a seiscientos veinticinco dólares.

Universidades privadas como la USC cobraban grandes sumas de dinero como matrícula, y aceptaban donativos de familias ricas e influyentes como los Watson. También se concedían becas. No obstante, Billy Watson había decidido abandonar la universidad voluntariamente. En una carta del 14 de agosto comunicaba a la dirección que no regresaría en septiembre y solicitaba que se le devolviera el importe de la matrícula mediante cheque a su nombre. De eso hacía dos años.

– Bien, ¿qué hacía entonces? -preguntó David cuando volvieron al coche-. ¿Dónde vivía?

– Me extraña que sus padres no supieran lo que ocurría. El embajador Watson dijo que enviaba un cheque para pagar la matrícula cada año. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que no supiera que su hijo no estaba en la universidad?

– No lo sé, Hulan. Hace un año más o menos, hubo un caso que ocupó las portadas de todos los periódicos. Durante cuatro años, unos padres de Fort Lauderdale pagaron la matrícula de su hijo en la Universidad de Michigan y le enviaron dinero para gastos. El les escribía cada mes, comentando las asignaturas que estudiaba, las notas que obtenía y dando detalles de sus planes de futuro. Entonces llegó el día de la graduación. Los padres fueron a Michigan para asistir a la ceremonia. El nombre de su hijo no estaba en el programa. Después lo buscaron entre la multitud, sin resultado. Fueron a la secretaría de la universidad y descubrieron que hacía tres años que su hijo no estudiaba allí. Tampoco vivía donde les había dicho que vivía. De hecho, el chico no aparecía por ninguna parte. No recuerdo qué ocurrió después, si al chico le había pasado algo o si era todo un montaje de él mismo para embaucar a sus padres.

– ¿Crees que eso le pasó a Watson? -preguntó Hulan con tono dubitativo.

– Empiezo a creer que todo es posible.

David condujo mientras Hulan aprendía a utilizar el teléfono del coche. La inspectora llamó a información para pedir el número de la oficina del sheriff de Butte, Montana, lo marcó y apretó el botón del altavoz. Por supuesto, el sheriff Waters conocía a la familia Watson. De hecho, conocía a Big Bill desde el instituto y había trabajado en todas sus campañas. Cuando Hulan preguntó por Billy, se produjo una pausa al otro lado del hilo telefónico.

– Claro que conocíamos a Billy -dijo el sheriff al fin con cautela.

– ¿Sabe que ha muerto?

– Sí, y es una tragedia. Bill y Elizabeth deben de estar pasándolo muy mal.

– Escuche, sheriff -dijo David al tiempo que tomaba la autopista de Hollywood-, intentamos reunir la mayor cantidad de información posible sobre Billy. Si llegamos a comprenderle, quizá podramos descubrir quién pudo asesinarlo…

– Ya, ya, incluso un agente de la ley de un pueblo perdido como yo ha estado en el laboratorio de ciencias de la conducta que el FBI tiene en Quántico.

– Así pues, ¿puede ayudarnos?

Por un momento, David pensó que la comunicación se había cortado, pero la voz del sheriff Waters volvió a sonar con tono cansado.

– Tiene usted que comprender que los Watson son buena gente. No merecían tener un hijo como Billy. Era problemático de nacimiento, y supongo que también murió así.

– Háblenos de él.

– ¿Cómo un tipo como yo va a meterse con un pobre e inocente niño? Eso era lo que yo solía pensar cuando los Watson traían a Billy a las reuniones infantiles y él hacía alguna burrada como volcar la mesa de los helados o hacer caer a la pequeña Amy Scott en la fuente. La gente de por aquí solía decir que Billy no era más que un niño mimado; yo solía decir que se le pasaría cuando creciera. Pero, ese chico llegó al instituto y no dejó de meterse en líos. Nada peligroso, nada por lo que pudiera encerrarle, sólo travesuras estúpidas, tentando siempre los límites hasta los que podía llegar.

– ¿Qué clase de travesuras?

– Ah, demonios, pues conducir a toda velocidad con un paquete de cervezas en el asiento delantero del coche el día del baile del instituto; disparar a un alce el día antes de que se levantara la veda para la temporada de caza; una vez, y hay que reconocer que el chico tenía ingenio, llenó la parte de atrás de su furgoneta de neumáticos viejos, se fue al centro de la ciudad en medio de la noche y, no sé cómo, consiguió meter los neumáticos en el mástil de la bandera. Tardamos días en conseguir sacar los malditos neumáticos de allí. Mire, con esos disparates volvía locos a sus padres, y a mí también, si quiere que le sea sincero.

– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Hulan, siguiendo una corazonada.

– Creo que en otoño. Le gustaba venir aquí con aquel amigo suyo de ojos oblicuos. Se metían en el rancho para hacer lo que sea que les guste hacer a esos mocosos de los demonios hoy en día. A mí me parece que se pasaban la vida de fiesta en fiesta.

– ¿Quiénes asistían a esas fiestas? -preguntó David.

– Pues no lo sé. Chicas guapas y vaqueros. Demonios, no se qué hacían tanto tiempo con aquellos vaqueros. Cualquiera diría que Billy les pagaba por estar allí.

Silverlake es uno de los barrios más antiguos de Los Ángeles. El lago que le da nombre se encuentra rodeado de pequeñas colinas entre Echo Park y Burbank, cerca del centro de la ciudad. Las angostas calles zigzaguean colina arriba por entre casas de estilo español colonial y otras más nuevas y grandes de alta tecnología. La mayoría de los residentes son los primeros compradores que se establecieron y criaron sus familias allí, Muchos de ellos son chinos, ya que Silverlake fue uno de los primeros barrios del sur de California, aparte de Chinatown, que flexibilizó los requisitos de residencia tras la Segunda Guerra Mundial. Aquel enclave resultaba atractivo para la sensibilidad china por su feng shui: agua y viento; el viento susurraba entre los bambúes, los bol y los caquis que plantaron allí para recordar su país natal, y el agua del lago resplandecía bajo sus ventanales.