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– Pero el sobrino consiguió a mi nieta un trabajo de verano en el banco -dijo Harry Guang-. Y el tercer nieto de Número Uno trabaja en la oficina de China Land en Century City. Sammy- volvió a su propia historia.

– Siempre ese sobrino aquí y dice: «¿Quieres trabajo? ¿trabajo?» Dice: «Tú conoces a los que llevan mucho tiempo aquí. Conoces gente a la que gustan las viejas costumbres. No trabajo duro. Trabajo, fácil. Buen dinero.» Yo pienso, ¡este chico necesita que le miren la cabeza! -Sammy se rió de su gracia.

– ¿Qué tipo de trabajo? -preguntaron David y Hulan al unísono.,

– El quiere que venda algo. «Ganas buen dinero», me dice.

– ¿Cuál era el producto? -inquirió David.

– ¿Qué importa a mi? -dijo Sammy meneando la cabeza-. Soy viejo. ¿Para qué necesito vender mercancía? Yo le digo a ese chico: «Estoy jubilado. Déjame tranquilo.»

– ¿Y Guang Mingyun?

Los dos hermanos intercambiaron una mirada.

– No lo conocemos. El no nos conoce. Ahora es hombre importante. Nosotros somos… -Harry Guang busco la palabra apropiada-: insignificantes.

– Pero la familia…

Harry Guang interrumpió a Hulan.

– Mi hermano mayor cuidó de mí cuando mi madre murió. Me envió a California para ponerme a salvo. Siempre estaré en deuda con él por ello. Pero lo que ocurrió después, ¿quién puede saberlo? Usted es de China, señorita Liu, quizá pueda usted decirnos qué lo cambió.

David sabía la respuesta, dura pero sincera, y la había oído de labios de otro inmigrante chino. Guang Mingyun se había convertido en un Ave fénix. Sus dos hermanos eran topos.

Bajaban por la estrecha carretera, cuando David paro el coche y apagó el motor.

– ¿Qué vendían esos chicos? ¿Drogas?

– Encajaría en la teoría de las tríadas -dijo Hulan.

– Sí, pero no me imagino a Sammy vendiendo heroína a viejos inmigrantes en Chinatown.

– Quizá vendían las drogas en Montana -sugirió Hulan.

– Entonces ¿cómo explicas lo de Sammy? ¿Para qué quería usarlo Henglai?

– Los chinos no sólo confían en sus parientes, sino que intentan ayudarles. Es nuestro deber ocuparnos de nuestros mayores.

– Pero no creo que Henglai fuera muy altruísta que digamos, ¿no te parece? No, creo que tenga algo que ver con el producto. Si no son drogas, ¿jade?, ¿oro? ¿Qué querría comprar un viejo de Chinatown?

Hulan meneó la cabeza.

– ¿Y qué es esa historia de los vaqueros de Montana? -preguntó David, tamborileando sobre el volante con los dedos mientras reflexionaba-. Henglai era un Príncipe Rojo. Ese chaval estaba acostumbrado a la vida nocturna de Pekín, la Rumours Disco, el karaoke, Remy Martin y todo lo demás. ¿Para qué ir a aquel rancho? ¿Para qué aquellas fiestas?

– Fácil. ¿Crees que no hemos oído hablar de los vaqueros y de la fascinación de la vida en el Oeste? Seguramente quería alardear de haber conocido el auténtico Oeste delante de sus amigos de Pekín.

David siguió tamborileando mientras repasaba los hechos una vez más.

– Billy Watson mintió a sus padres. En lugar de estudiar en la universidad, estaba en Montana dando fiestas, mostrando a su amigo la auténtica vida del Oeste. -Hulan asintió y David continuó-: Tenemos a dos chavales ricos de veintipocos años, ¿no? Veo chicas guapas. De hecho, veo montones de chicas del Oeste alimentadas con maíz.

– Billy y Henglai eran hombres jóvenes. Es normal.

– Entonces ¿por qué invitaban siempre a los vaqueros? ¿No hubiera bastado con una fiesta? ¿No hubieran preferido tener a todas esas chicas guapas para ellos solos?

– Dímelo tú. Tú eres el hombre.

– Ese es el problema, Hulan. No puedo explicártelo, porque no consigo quitarme a esos vaqueros de la cabeza. -David lanzó al aire otra posibilidad-. ¿Crees que Billy y Henglai eran homosexuales?

– No; lo hubiera visto en el expediente personal de Henglai. Créeme, mi gobierno no habría pasado por alto una cosa así.

– Pero ¿y si fue así?

– Entonces nos lo habrían dicho Bo Yun o Li Nan, o incluso Nixon Chen.

– De acuerdo -admitió David-, pero sigo sin creer que Billy y Henglai estuvieran interesados en las chicas. Esos dos eran unos mentirosos y eran cómplices. Querían algo de esos vaqueros igual que querían algo del tío de Henglai. La relación, y no me preguntes qué es porque no lo sé, tiene que ser el producto.

– Con suerte la encontraremos mañana en el aeropuerto. -Hulan puso la mano sobre la rodilla de David y la deslizó lentamente hacia su entrepierna-. Vamos, hoy ya no podemos hacer nada más. Volvamos al hotel.

Era la sugerencia más brillante que él hubiera oído jamás.

14

4 de febrero, aeropuerto internacional de Los Ángeles

A la mañana siguiente, una hora antes de la prevista para la llegada del vuelo de la United procedente de Pekín vía Tokio, todo el grupo, menos Noel Gardner, que dirigía la vigilancia de Zhao, se reunió con Melba Mitchell en el mostrador de aduanas de la planta de salida de pasajeros de la Terminal Bradley del aeropuerto internacional de Los Angeles. Melba, una mujer negra de mediana edad, era el enlace de aduanas.

Mientras caminaban por la terminal, Melba les resumió el papel de la aduana en el aeropuerto.

– Nos encargamos de hacer cumplir seiscientas leyes de sesenta organismos gubernamentales diferentes. Eso significa que buscamos de todo: gemas, narcóticos, dinero, pornografía infantil, chips de ordenador. Yo diría que un setenta y cinco, quizá hasta un ochenta y cinco por ciento de la gente que pasa por aquí es honrada. Pero el resto, sea o no a sabiendas, intenta introducir artículos ilegalmente.

Se hallaban en el ascensor de camino a la planta inferior, cuando David preguntó:

– ¿Cómo saben lo que han de buscar? ¿Tienen el perfil del contrabandista típico?

Melga abrió una puerta en la que se leía SEGURIDAD.

– Si lo que quiere saber es si registramos el equipaje de cualquier persona de origen mejicano, la respuesta es no. -Frunció el entrecejo-. No registramos a la gente por motivos étnicos, de sexo o de edad.

– Entonces, ¿qué es lo que buscan?

– Déjeme que se lo muestre -dijo Melba. Se hallaban en la zona de aduanas. La enlace apartó un par de barreras de cinta y el grupo se dirigió a una de las cintas transportadoras donde los viajeros aguardaban para recoger el equipaje de un vuelo procedente de París. Como decía, no tenemos un perfil específico, porque sabemos que intentan pasar desapercibidos entre los demás. De modo que nos fijamos en el lugar de origen. ¿Salió alguien de Bogotá y cambió de avión en Guadalajara? Tenemos en cuenta la época del año, sobre todo en el caso de los narcóticos. Obviamente, estamos más alerta en los períodos posteriores a la época de cosecha de la marihuana y la adormidera del opio. Nos fijamos en las tendencias en otros aeropuertos de todo el mundo. Bolsos. Productos farmacéuticos. Diamantes. Y siempre buscamos productos fabricados en países con embargo comercial. En otras palabras, buscamos cualquier cosa fabricada en Irán, Vietnam, Camboya.

– ¿Se limitan a hacer registros al azar?

– Qué va -dijo Melba Mitchell, echándose a reír. Señaló a un hombre y una mujer que llevaban uniforme y radioteléfonos-. Esos dos inspectores esperan con los pasajeros. Buscan a personas que parezcan nerviosas, que suden demasiado, que acaben de llegar en un avión de Air France como hoy con un juego nuevo de maletas Louis Vuitton, o que lleven ropa inadecuada.

– ¿Como qué?

– Como un abrigo en un vuelo desde cabo San Lucas. -Melba contempló a los pasajeros en silencio durante unos instantes-. También buscamos personas que no parezcan viajeros internacionales. Me refiero a gente pobre. A menudo cogemos a personas que ganan unos doscientos dólares al año y les han pedido que transporten algo a cambio de setecientos. Pero lo que ven ahora es sólo una parte. También tenemos agentes de paisano que aparentan esperar su equipaje. Se mezclan con los demás, observan lo que les rodea y suelen encontrar cosas antes de que el pasajero llegue si quiera a la zona de inspección.