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– Les llegan aquí muchos inmigrantes chinos con pasaportes falsos? -preguntó David, cambiando de tema.

– Eso compete al Servicio de Inmigración, pero estamos juntos y buena parte del trabajo se realiza de forma conjunta. -Melba miró con nerviosismo a la delegación china.

– Sabemos que en el aeropuerto Kennedy de Nueva York se detiene a muchos chinos -dijo Hulan para tranquilizar a Melba.

– También aquí arrestamos a algunos hace unos cuantos años. Pero es una tendencia más. Los inmigrantes, mejor dicho, los indeseables que los dirigen, se dieron cuenta de que en Los Angeles no funcionaría. Pero le diré que nos estamos preparando para una llegada masiva a finales de año. Ya sabe, por la gente que querrá salir de Hong Kong.

– ¿Cómo los atraparán? -preguntó Peter con aire sombrío.

– Inmigración dispone de un gran sistema informático -explicó Melba-. Con él llevan el control de nombres, fechas de entradas y salidas, cantidad de dinero con la que viaja la gente y cuánto tiempo permanecerán aquí.

– Tenemos las fechas de entrada y salida de Guang y Cao -dijo Hulan-. ¿Podría comprobar si hay otras personas que sigan el mismo patrón en las mismas fechas?

– Esa información estaría protegida por la ley de libertad de información -dijo Melba.

– Acaso no trabaja usted con el Departamento de Justicia y el FBI? -preguntó David.

– Sí -contestó ella-. Pero…

– Le preocupan nuestros visitantes -constató David-. Déjeme asegurarle que se hallan aquí por un asunto que afecta a nuestros dos países y que son nuestros invitados.

Al ver que la enlace seguía mostrándose reticente, Jack Campbell añadió:

– Yo respondo por ellos, y si no quiere aceptar mi palabra, le daré un par de números a los que puede llamar para confirmarlo.

Melba desechó realizar esas llamadas y los llevó a la zona de inmigración que se hallaba al fondo. Se detuvo ante una de las cabinas en la que un agente del Servicio de Inmigración estaba a punto de tomarse un descanso. Melba explicó la situación e iniciaron la búsqueda inmediatamente. El agente introdujo las fechas en el ordenador y aguardó con los demás a que apareciera la información en la pantalla.

– ¡Miren eso! -David apoyó el dedo en la pantalla donde aparecía el nombre de William Watson entre Wang y Wong-. ¿Es posible que sea nuestro Billy Watson? ¿Tiene más información sobre él?

El agente tecleó el nombre y la pantalla pasó a reflejar los datos disponibles sobre William Watson, 21; nacido en Butte, Montana; domicilio en Pekín, China.

– ¿Cuántas veces ha ido y vuelto de China? -preguntó Hulan con la misma excitación en la voz que David. Contaron juntos. Billy Watson había realizado el vuelo transpacífico una vez al mes durante los dieciocho meses anteriores a su muerte.

– ¿Podemos volver a la pantalla anterior?

El agente pulsó un par de teclas y apareció la pantalla anterior. La lista enumeraba catorce nombres, incluyendo los de Watson, Guang y Cao. De ellos, algunos sólo habían realizado el viaje una vez, otros hasta diez veces. Ninguno de ellos se había quedado en Los Angeles, suponiendo que ése fuera su destino final, más de setenta y dos horas. No se había retenido a ninguno de ellos para ser interrogado al pasar por el control de inmigración ni por la aduana.

– El vuelo que esperaban ya ha llegado -anunció Melba-. Los pasajeros llegarán dentro de unos cinco minutos.

– ¿Hay algún modo de resaltar estos nombres y hacer saber a los demás de inmigración que estamos buscando a esos individuos?

– Desde luego. Lo pasaré a todos los ordenadores ahora mismo. En cuanto un agente teclee el nombre del pasaporte, aparecerán estos datos.

– Hágalo. ¡Y gracias!

– Quieren que arrestemos a alguien? -preguntó Melba.

– ¿Qué le parece? -preguntó David a Hulan, mirándola.

– Ni siquiera sabemos si alguna de esas personas llegará hoy en ese vuelo. Si aparece alguna de ellas o varias, vigilémoslas.

Veamos qué hacen.

– Y nada demuestra que pueda ser alguien de esa lista -intervino Jack-. Parece como si ellos, quienesquiera que sean, confiaran en la variedad, en los rostros nuevos.

– Alertaré a nuestros agentes de paisano -dijo Melba-, pero quizá quieran ustedes también mezclarse con los pasajeros.

Los cinco minutos habían transcurrido y los pasajeros de primera clase y de clase turista se apelotonaban ya para ser los primeros en la fila del control de pasaportes. David, Hulan, Jack y Peter se alejaron hacia el centro de la sala. Intentando pasar desapercibido, Peter se alejó con la intención de averiguar por qué cinta transportadora llegarían los equipajes del vuelo de Pekín.

Poco a poco los viajeros pasaron el control de pasaportes y entraron en la zona de equipajes. Los pasajeros de primera clase parecían increíblemente frescos tras una noche completa de sueño. El resto parecía no haber dormido en un año. Melba se acercó para susurrar que Hu Qichen, una de las personas que aparecía tres veces en la lista, había llegado en aquel vuelo. Se lo señaló discretamente a David y luego se lo notificó a los demás. David se mantuvo a una distancia prudencial de Hu Qichen, que vestía traje gris de poliéster y chaleco azul marino de punto. Tenía el rostro redondo y una negra mata de pelo. Al igual que la mayoría de los demás viajeros, Hu Qichen llevaba una bolsa de mano, un abrigo y una bolsa de plástico con regalos.

David escudriñó la multitud buscando a Hulan. La divisó al otro lado de la cinta transportadora cerca de un chino que sujetaba dos bolsas de plástico entre los pies. Hulan pasó junto a él, volvió, se inclinó y le dijo algo.

De repente los acontecimientos se precipitaron. El chino miró rápidamente a uno y otro lado. Al ver que uno de los agentes uniformados daba unos cuantos pasos hacia él, se marchó de repente, tropezando casi con sus propias bolsas, y se lanzó por entre los demás pasajeros.

– ¡Deténganlo! -gritó Hulan.

Algunos pasajeros se agacharon instintivamente, otros despejaron el camino. David vio que dos agentes aferraban a Hu Qichen. El otro chino corría de vuelta hacia el control de pasaportes. David echó a correr tras él.

El chino derribó a una mujer que vestía un traje pantalón amarillo y se hallaba junto a una de las cabinas de inmigración. David saltó por encima de la mujer tendida en el suelo y gritó:

– ¡Consigan ayuda, por lo que más quieran! -Pero todos parecían demasiado aturdidos para moverse.

El fugitivo corrió por un pasillo y subió un tramo de escaleras. Cuando parecía que David iba a darle alcance, llegó a una doble puerta, la abrió de un empujón y desapareció. David la traspasó a su vez y de repente se encontró en una pista del aeropuerto bajo el vientre de un 747. El ruido de los motores era ensordecedor.

Se detuvo un momento para orientarse, buscando desesperadamente al fugitivo o a los guardias de seguridad. Vio un camión de combustible alejándose y varios mozos arrojando maletas una cinta transportadora que conducía al gigantesco avión. Tapándose los oídos con las manos, David dio unos cuantos pasos. Uno de los mozos lo vio y empezó a dar gritos, pero David no oyó una sola palabra. Se dirigió apresuradamente hacia unas puertas que había más allá del avión. El chino corría junto a la pista, de un ala a otra de la terminal. David echó a correr. Por fin alcanzó al hombre y, al ponerle las manos encima, ambos perdieron el equilibrio y cayeron. Por un momento, permanecieron inmóviles, jadeando, intentando recobrar el aliento. Luego el hombre empezó a debatirse. David no había golpeado jamás a nadie y no quería empezar, de modo que intentó sujetarle los brazos.