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David oyó una voz que decía: «¡No deje que escape!» Luego otra voz chilló en mandarín. El hombre se quedó inmóvil bajo el cuerpo de David, que lo soltó lentamente, se echó hacia atrás y se levantó con rodillas temblorosas.

– No está mal, Stark -dijo Jack. El agente del FBI apuntó al chino con su pistola, al igual que otros tres hombres uniformados-. Inspectora Liu, hágame el favor de decirle a este tipo que se levante muy despacio, ponga las manos en la cabeza y no intente ningún otro truco.

Hulan bramó las órdenes. Tan pronto el chino se puso en pie, uno de los agentes le agarró las manos y lo esposó.

Los dos pasajeros chinos fueron introducidos en salas de interrogatorio separadas. Se envió a unos inspectores en busca de sus pertenencias. Melba se apresuró a transmitir las hojas impresas por el ordenador en las que se reflejaban los datos que habían dado los dos hombres al pasar por inmigración. Ambos afirmaban vivir en Pekín. Hu Qichen había declarado que tenía dos mil dólares en su poder, mientras que Wang Yujen, el hombre que había intentado la huida a la desesperada, sólo llevaba cincuenta. Ambos habían afirmado que se hallaban en Los Angeles en viaje de placer y que regresarían a su país natal al cabo de tres días. Y ambos habían afirmado que se alojarían en casa de parientes en lugar de un hotel.

En una sala, Jack Campbell, Peter y un par de funcionarios hacían lo posible por interrogar a Hu Qichen, cuyas respuestas eran circunspectas. Se hallaba en la ciudad para visitar a unos familiares. (Pero no quiso dar un nombre ni una dirección.) Llevaba unos cuantos regalos, todos dentro de los límites legales. (Pero no quiso decir para quién eran.) Cuando le preguntaron por sus frecuentes y cortos viajes a Los Angeles, alzó el mentón con gesto evasivo. De modo que así es como se encogen de hombros los chinos, pensó Campbell.

Lo que a Hu Qichen le faltó en respuestas, quedó más que compensado por su arrogancia.

– Adelante -dijo-. Registren mi equipaje. No encontrarán nada. Pero si me detienen, les prometo que presentaré una queja formal en mi embajada.

Dos agentes de aduanas registraron efectivamente su equipaje y no hallaron nada más que ropa, unos cuantos souvenirs, una olla para cocer arroz y un termo. Esta acción dio pie a que Hu Qichen vociferara nuevas quejas. El investigador Sun le cerró la boca con un fuerte puñetazo en la mandíbula, lo que provocó consternación entre los agentes de la ley americanos.

En la otra sala habían pedido un botiquín de emergencia. David se había rasgado la piel de las manos con el asfalto de las pistas y Hulan le ponía mercuriocromo en las heridas. La inspectora vendó luego las rodillas y los codos a Wang Yujen, que parecía aturdido y desorientado.

– Quizá sufra una conmoción -dijo David.

– Me importa muy poco -repuso Hulan con frialdad-. Tiene que responder a unas preguntas. -Volvió su atención hacia el hombre y le habló en madarín. Estaba infringiendo todos los códigos personales que valoraba, pero, al igual que David en China, se sentía fuera de sí-. ¿Para quién trabajas? ¿Conoces a Guang Henglai? ¿Conoces a Billy Watson? ¿Eres miembro del Ave Fénix? ¿Cómo pensabas quedarte tres días en Los Angeles con tan sólo cincuenta dólares? ¿Con quién tenías que encontrarte? Si es verdad que tienes familia aquí, como le has dicho al inspector, ¿quiénes son? ¿Dónde viven?!Responde a mis preguntas! -gritó al ver que Wang Yujen no contestaba.

Wang Yujen temblaba convulsivamente.

– Hulan, no puedo permitir que hagas esto -dijo David.

– iEntonces sal de aquí!

– Sabes que ni puedo ni voy a hacer eso.

Jack Campbell asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Va todo bien por aquí? -preguntó. Ella le lanzó una mirada asesina, pero Campbell prosiguió-. Ahí al lado ya hemos sacado todo lo que podíamos. ¿Podemos entrar y registrar el equipaje de Wang?

Jack y los otros inspectores entraron en la habitación. Abrieron la maleta y encontraron un par de camisas blancas dobladas, un traje, ropa interior y artículos de aseo. Luego los inspectoresa se dedicaron a las bolsas plástico que Wang había abandonado en su huida. Encontraron una botella de whisky y un carton de Marlboro comprados en la tienda duty-free de Tokio, media, docena de abanicos de madera de sándalo, una olla para hervir arroz y un termo.

– Un momento -dijo Jack al ver esos dos últimos objetos-. El otro tipo también tenía esto.

– Por aquí pasan a menudo -dijo Melba-. A los chinos les gusta traerlos como regalo para sus familiares de aquí.

– Este hombre no tiene parientes aquí -dijo Hulan.

– El dice que sí -la corrigió Melba, mirando la hoja impresa de ordenador.

– Miente.

– Miren, señoras, no discutamos. En vez de eso, pensemos en estos dos objetos. -Jack cogió la caja que contenía la olla para arroz, la sopesó y le dio una leve sacudida. Luego sacó la olla de la caja. No parecía tener nada extraordinario, tan sólo un cilindro de metal interior, una tapa transparente, y un exterior de plástico decorado con flores-. No veo nada extraño en esto. Veamos el termo. -También el termo parecía normal.

Mientras Jack inspeccionaba los objetos, David contemplaba a Wang Yujen. Los temblores del hombre aumentaron y empezó a sudarle el labio superior. Cuando Jack sacudió la olla, dejó escapar un débil gemido.

Sin apartar los ojos del chino, David cogió de nuevo la olla. Levantó la tapa, sacó el enchufe, sacudió el aparato. Examinó detenidamente cómo estaba hecho y luego preguntó:

– ¿Tiene alguien un destornillador?

Un par de minutos después, desatornilló el aparato. El cilindro interior quedó suelto y David lo sacó. Sujetos a los lados en el espacio vacío entre la parte exterior y el cilindro había pequeños frascos de cristal.

– ¿Qué coño es eso? -dijo Jack.

Mientras David arrancaba las cintas adhesivas, Jack cogió el termo y lo desmontó. En el fondo de la cavidad había una bolsa llena de un polvo marrón cristalino.

– ¿Sabe alguien qué es esto?

Peter cogió uno de los frascos. Parecía un tubo de ensayo de color ámbar con un tapón de corcho cubierto de cera roja. Dentro parecía haber más polvo marrón. Tenía una estrecha etiqueta de color dorado y rojo pegada al cristal. En la etiqueta aparecía el dibujo de un panda y varios caracteres chinos.

– Xiong dan -dijo Peter, y Hulan asintió.

– Nosotros sabemos qué es -dijo Melba Mitchell-, pero nunca habíamos visto que lo entraran de esta manera. Lo hemos encontrado metido en chocolate, flotando en tarros de miel, oculto en cajas de galletas, pero esto es nuevo. -Al ver la expresión desconcertada de los americanos, añadió-: Es bilis de oso en polvo.

David miró a Jack. El agente del FBI parecía tan confuso como él. Melba repitió las palabras, luego Jack le pidió que las deletreara.

– Eso me pareció oír.

– ¿Y qué es la bilis de oso? -pregunto David.

– Lo usan como medicina -dijo Melba, señalando a los chinos con la cabeza-. ¿Conocen la medicina china a base de hierbas?

– ¿Cómo el ginseng?

– El ginseng es común, pero también utilizan toda suerte de ingredientes exóticos, como pene de tigre siberiano, cuernos de rinoceronte y bilis de oso.

– ¿Y?

– Y es ilegal importar o exportar esas cosas en cualquier forma: píldoras, polvos, champús, infusiones, cremas, emplastos, tónicos, u órganos enteros. Esos animales son especies en peligro y están protegidos por un tratado internacionaclass="underline" la Convención sobre Comercio Internacional de Especies en Peligro de Flora Fauna Salvaje, o CITES. Y les diré algo: esa bilis de oso que están mirando, una vez en la calle, vale más que la heroína.

– Bromea.

– Hablo en serio -dijo Melba meneando la cabeza-. Las sales de bilis de oso se venden a un precio entre doscientos cincuenta y setecientos dólares el gramo frente a los trescientos dólares que cuesta la heroína. Como en el caso de cualquier otro contrabando, el precio viene dado por la autenticidad, la disponibilidad, la confianza en el vendedor y la necesidad relativa. -Se volvió hacia uno de los inspectores de aduanas-. ¿Qué crees que tenemos aquí, Fred?