A partir de ese momento David esperaba que todo discurriría por los cauces normales. Se enviaría a los inmigrantes al Centro de Detención del Servicio de Inmigración en Terminal Island para ser interrogados. Rápidamente se extenderían entre ellos los rumores sobre lo que tenían que decir para quedarse en Estados Unidos. Para obtener el asilo, lo mejor era declararse participantes de la revuelta de la plaza de Tiananmen, o perseguidos por quebrantar las leyes chinas sobre el aborto y la esterilización. De los cientos de chinos que David veía en cubierta sólo un puñado tendrían la suerte de ser admitidos, al resto los deportarían. Sentía lástima por ellos, pero no podía olvidar para quién trabajaba.
David notó un tirón en una pernera de los pantalones. Miró hacia abajo y vio a un hombre de mediana edad.
– ¿América? -preguntó el hombre en inglés con un fuerte acento. La piel de la cara le colgaba en bolsas a causa de la deshidratación-. ¿América?
– Sí -dijo David-. Sí, aquí está. -Luego preguntó-: ¿Habla inglés?
– Hablo un poco. Soy Zhao.
– Cuántas personas hay en el barco?
– Quinientas.
David dejó escapar un lento suspiro antes de volver a preguntar.
– ¿Cuánto tiempo han estado en el mar?
– Tres semanas -contestó el hombre.
– ¿Dónde está la tripulación?
– ¿Tripulación?
– Los hombres que trabajan en el barco. ¿Dónde están?
– Ellos marchar -contestó, apartando la vista-. Ellos marchar ayer noche.
– No entiendo. ¿Cómo se fueron? ¿Adónde fueron?
– La tormenta -dijo Zhao, desviando los ojos hacia el mar-. Mala. Estar aquí así, fuera. Nos atamos a… -Se esforzó por encontrar la palabra, se rindió y señaló la barandilla. Volvió a mirar a Stark-. Gente llevada por agua. Yo ver con mis propios ojos. Jie Fok, granjero cerca Guangzhou. Otros también. No saber sus nombres.
– ¿Y la tripulación?
– Gritar. Decir que barco se hunde. Y luego viene el bote. Nosotros creer que viene por nosotros, pero es pequeño. El capitán, los otros, subir al bote de salvamento.
– Un bote salvavidas?
– Sí, salvavidas. Subir al bote y bajar al agua. Tienen una cuerda para sujetar al otro bote, pero el agua lleva algunos de esos hombres también. Luego bote se va. -Zhao hizo una pausa-. ¿Cree que bajamos pronto? ¿Cree que alguien viene antes de próxima tormenta?
– Todo irá bien.
– Cada noche venir otra tormenta -dijo el hombre, entrecerrando los ojos-. Este barco se hunde.
– ¿Con quién firmaron el contrato para este viaje? -preguntó David, sin hacer caso de los comentarios del hombre-. ¿Cómo se llamaban los tripulantes?
Pero Zhao se había dado la vuelta y ya no le escuchaba. David se levantó y se dirigió al helicóptero. ¿Qué motivos podía tener alguien para exponerse a semejante peligro?, se preguntó. ¿Y qué clase de hombres querría aprovecharse de su miseria?
David conocía las respuestas. Los inmigrantes querían libertad. En estos tiempos, libertad era sinónimo de dinero. Aquellos hombres y mujeres iban a Estados Unidos para hacer fortuna. Dado que la mayoría de ellos no tenía dinero para empezar, firmaban un contrato con las tríadas: viaje gratis, alojamiento y comida a cambio de años de trabajo esclavizado. Aquella gente trabajaría en talleres y restaurantes, como prostitutas y camellos. Una vez pagada la suma establecida en el contrato, serían libres. El problema era que les sería prácticamente imposible cumplir con sus obligaciones contractuales.
A las tríadas, claro está, les movía el dinero. Un barco de las dimensiones del Peonía de China podía transportar cuatrocientas personas con relativa comodidad. Para aquel viaje, habían llenado el barco con quinientos pasajeros. Cada uno de ellos tendría un contrato de una media de veinte mil dólares por llegar a Estados Unidos. Algunos, como Zhao, seguramente habían acordado pagar hasta treinta mil dólares por el privilegio de un sitio en cubierta, al aire libre. Los viajeros menos afortunados habrían acordado entre diez y doce mil dólares por apiñarse en las bodegas. En total, los ingresos brutos ascenderían a unos diez millones de dólares.
El problema para el gobierno norteamericano era la insignificancia de aquella captura. El Servicio de Inmigración y el Departamento de Estado calculaban que, por cada chino que entraba en el país legalmente, otros tres llegaban de manera ilegal. Un mínimo de cien mil chinos cruzaban la frontera cada año ilegalmente por todos los medios imaginables, desde aeroplanos a pesqueros y cargueros como aquél.
Mientras David hacía estas reflexiones, advirtió que algo no cuadraba en la situación del Peonía de China. ¿Por qué el Ave Fénix había dejado escapar, a la deriva más bien, diez millones de dólares?
Se hallaba a medio camino de vuelta hacia el helicóptero cuando se encontró con Gardner. El rostro del joven mostraba un horrible tinte verdoso.
– Lo sé -dijo David-. La tripulación se ha ido. ¿Se lo ha dicho a Campbell?
– Si, se lo he dicho. Ahora está hablando por radio.
– Tengo que hablar con él. Es preciso que saquemos a toda esta gente del barco.
Los hombres y mujeres apiñados en torno al helicóptero abrieron un pasillo cuando se acercaron los dos hombres blancos. Campbell y el piloto estaban dentro del helicóptero con las puertas cerradas y los auriculares puestos, turnándose para hablar a gritos por la radio y garabatear notas. De vez en cuando se miraban el uno al otro y hacían muecas. Por fin Campbell se quitó los auriculares con enojo y abrió la puerta.
– Malas noticias. La tempestad se está echando encima más deprisa de lo que esperaba el servicio meteorológico. No podemos despegar. El servicio de guardacostas no llegará hasta mañana por la mañana. ¡Se vuelven al puerto! Y yo no sé qué opinarán otros, pero dudo mucho que este cascarón aguante toda la noche.
Esta última noticia hizo que Gardner se precipitara hacia la barandilla y vomitara por la borda. Campbell buscó en el helicóptero y tendió a David un par de biodraminas.
– Tendrá que tomárselas en seco. No creo que quiera beber agua del barco, si es que la hay.
David cogió las tabletas y las tragó.
– Gardner estará fuera de combate un buen rato -prosiguió Campbell-, así que Jim, usted y yo tendremos que hacernos cargo de la situación. -Una amplia sonrisa llenó de arrugas el negro rostro de Campbell. Sostuvo en alto el papel con sus notas-. Aquí tengo las instrucciones para mantener esta bañera a flote. Veamos si funcionan.
A las seis de la tarde había anochecido y empezaba a llover. David y Jack Campbell habían encontrado a unas cuantas personas, además de Zhao, que tenían nociones de inglés. Se les reclutó como intérpretes.
– Tenemos que encontrar a alguien que sepa algo sobre barcos -les dijo Campbell-. Cualquiera, un marino, un pescador. Encuéntrenlos.
Milagrosamente, encontraron a un electricista y a un mecánico. Estos dos hombres, Wei y Lau, bajaron a la sala de máquinas para intentar ponerlas en marcha. Su informe fue inequívoco: había demasiada agua en las sentinas y las bombas estaban estropeadas.
Por primera vez, David bajó a las bodegas, donde la situación era aún peor que en cubierta. El aire era denso, húmedo y sofocante, hasta el punto de escocerle los ojos. En las vastas bodegas, David halló a docenas de personas debilitadas por los mareos, la falta de agua fresca y las raciones escasas. Algunos hombres habían vomitado o defecado sin moverse del sitio. Las mujeres estaban demasiado débiles para ponerse en pie, y menos aún para salir a cubierta y descubrir por qué se había armado tanto revuelo. Unos cuantos deliraban; otros parecían sumidos en un profundo sueño. A estas condiciones infrahumanas se sumaba el miedo que impregnaba aquel lugar malsano. Aquellas personas sabían que estaban acabadas; su sueño de encontrar una nueva vida en Estados Unidos se había esfumado.