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– No tienes por qué decir eso.

– Pero es cierto -le aseguro el-. Mientras estaba casado con ella no hacia otra cosa que actuar como reacción contra ti. ¿Qué pensarías tu si vieras esta casa? ¿Qué pensaías si vieras el collar que compré a Jean por su cumpleaños? ¿Qué pensarías si nos vieras con dos hijos, un perro y, joder, no sé, un Volvo?

– Así que te divorciaste de ella.

– Ella me dejo. -Río con amargura-. A menudo me echaba en

cara tu existencia. Te llamaba el fantasma que envenenaba nuestra felicidad. Pero a la hora de la verdad no se fue por tu culpa,

se fue porque entre a trabajar en la fiscalía. «Por qué abandonar

la práctica privada cuando las cosas van tan bien?», preguntaba.

Lo que quería decir era, por qué dejar un trabajo cómodo y muy

bien pagado por otro mal pagado y duro? ¿Qué podía decirle?

¿Que recordaba lo que tu solías decirme sobre hacer el bien?

¿Que recordaba nuestras charlas sobre como mejorar las cosas

por medio de la ley? Que incluso cinco, siete, diez años después

de que desaparecieras seguía pensando en ti, que aún me importaba lo que pensarías de mi si algún día volvíamos a encontrarnos?

Hulan aguardo, presintiendo que aún no había terminado.

– Llego un punto en que no podía soportar la idea de que, si volvía a tropezar contigo, lo mejor que podría decir de mi mismo era que había ganado un nuevo pleito, que había redactado un nuevo alegato o que había facturado dos mil horas -prosiguió él-. En este país la gente habla mucho sobre ser sincero con uno mismo, sobre la crisis de la mediana edad, sobre vivir el momento. Me pasé a la fiscalía sabiendo que con ello alejaría a Jean y, al mismo tiempo, que era la única esperanza de recuperar mi identidad. Nadie en la fiscalía estaba interesado en el crimen organizado asiático, de modo que pedí a Rob que me dejara a mi esos casos. Le di la lata a él y también a Madeleine, y todo el tiempo, tanto si perdía como si ganaba, pensaba, esperaba tropezar contigo.

– Y así fue. -Se incorporó sobre los codos y lo miró fijamente-. No tenías la menor idea de lo que yo hacía. Actuabas por fe ciega, y aún así me encontraste.

– Te amo -dijo David.

Hulan agacho la cabeza. Cuando volvió a levantarla, David vio en sus ojos el brillo de las lágrimas.

– Yo también te amo-susurro ella.

– Ahora que volvemos a estar juntos quiero que sigamos así.

– No sé…

– No tienes por qué volver a China. Puedes quedarte aquí. Yo te conseguiré asilo político. Todo saldrá bien.

– Lo deseo tanto como tu -le aseguro ella.

Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de él y cerro los ojos. En el exterior, los tonos rosas y lavanda del amanecer ahuyentaban la noche. Los pájaros saludaban el nuevo día animadamente. David permaneció despierto un rato, pensando.

Tras una hora y media de sueño irregular volvían a estar en pie. David no se había adaptado al cambio horario en China, y allí se despertaba todos los días a las tres de la madrugada. Desde su vuelta a Los Angeles, él y Hulan habían experimentado lo contrario, debido en parte al nuevo cambio horario y en parte a la satisfacción de sus deseos. Pero aquella noche fue diferente. Tenían la adrenalina por las nubes, pero seguían estando exhaustos.

El se ducho, se afeitó y se puso un traje. Salieron temprano para que ella pudiera ir a su hotel a cambiarse. Desde el Biltmore se dirigieron al Tribunal Federal y estacionaron el coche en el aparcamiento destinado a los ayudantes de la fiscalía. David le rodeo los hombros con el brazo para entrar en el edificio. En el duodécimo piso, Lorraine les abrió la puerta. Encontraron a Jack Campbell, a Peter Sun y a docenas de otros agentes especiales del FBI esperándoles en la puerta del despacho de David. Jack tenía un aspecto terrible. Llevaba las ropas arrugadas, iba sin afeitar, con los ojos hinchados y enrojecidos y una resaca espantosa. Apestaba como si hubiera sudado todo lo que había bebido la noche anterior, una corrosiva mezcla de whisky, cerveza y café.

David y Hulan fueron presentados a los demás agentes. Los había blancos, negros, jóvenes, viejos; pero en general parecían idénticos en sus trajes, corbatas, camisas almidonadas, pistolas al sobaco y la rabia impotente que expresaban a voces.

– iSilencio! -pidio David por fin-. Tenemos una vista preliminar dentro de media hora para la fianza de Spencer Lee. Y se lo digo claramente, ese hombre saldrá de aquí tranquilamente a menos que puedan darme algo, alguna prueba determinante que lo relacione con la muerte de Noel.

– Y la del senor Zhao -añadio Hulan, pero el inmigrante estaba muy lejos de los pensamientos de los agentes allí congregados.

Repasaron las escasas pruebas circunstanciales de que disponían.

– Creo que tenemos que enfrentarnos a los hechos -dijo David finalmente-. Lee estará en la calle dentro de dos horas, lo que significa que disponen de ese tiempo para establecer la debida vigilancia. Puede que no cometiera los crímenes, pero es la clave para resolverlos y no quiero perderlo de vista ni un minuto.

Llegado este punto, Madeleine Prentice llamo a David, Hulan y Peter a su despacho. Rob Butler se hallaba también allí.

– Bien -dijo Madeleine-. Quiero que todo el mundo vea esto.

– Encendió el televisor con el mando a distancia, paso de un canal a otro deteniéndose en los noticiarios de la mañana.

En una cadena el alcalde honorario de Chinatown tranquilizaba a la población asegurándoles que seguía siendo un lugar seguro. En otra, el cónsul general de China en Los Angeles atacaba con virulencia a las fuerzas de la ley, a la ciudad, al Estado, la nación y al presidente por la muerte de un compatriota chino, y por poner en peligro la vida de dos agentes del Ministerio de Seguridad Pública que habían sido invitados por Estados Unidos. En una de las cadenas, Patrick O'Kelly opinaba con tono meloso que aquellas muertes no estaban relacionadas con la venta de componentes de disparador nuclear de la semana anterior. Y, por supuesto, se pasaron imágenes de la noche del crimen en la escena del mismo: bolsas con los cadáveres; agentes embutidos en cazadoras con las siglas FBI impresas en amarillo eléctrico en la espalda; Hulan y David al abandonar el restaurante, negándose hacer comentarios, metiéndose en el coche para alejarse; Jack Campbell, con el rostro enrojecido y los ojos hinchados, tapando furiosamente con la mano la lente de una cámara.

– Tenemos varios problemas a la vez -dijo Madeleine, apagando el televisor-. David, creo que debes presentarte ante el juez dentro de unos minutos. Volveremos a eso enseguida. Me estoy ocupando de Washington lo mejor que puedo, pero debo decir te que me has colocado en una difícil situación. Y alguien tendrá que hablar con la prensa. Tenemos que dejar oír nuestra voz, controlar los daños en la medida de lo posible. ¿David?

– ¿No podemos quitarnos de encima a la prensa?

– ¿Estás loco? Perdona, pero no cortan en pedazos a un agente del FBI para cocinarlo todos los días, y está el pequeño asunto del ilegal. ¿Cómo se llamaba?

– Zhao.

– Eso, Zhao. ¿En qué estabas pensando? ¿Cómo se te ocurra, usar a alguien como él? Al menos, deberías haberme consultado. ¡Joder! ¿Es que no ves las noticias? Tenemos una crisis internacional en marcha y no vas y envías a un chino ilegal a una misión clandestina.

– En ese momento me pareció una buena idea… -se justificó David.

– Bueno, pues tu buena idea se ha convertido en un incidente internacional. Washington se sube por las paredes por la muerte del agente especial Gardner. El alcalde de Chinatown amenaza con poner una demanda; con qué base, no sabría decirlo, pero ha estado muy ocupado en las últimas horas. 0 sale en todos los noticieros de la mañana, como ya has visto, o me llama por teléfono para gritar y protestar sobre el perjuicio causado a su comunidad. -David fue a decir algo, pero ella alzó una mano para impedírselo-. No he terminado. Teniendo en cuenta todo lo dicho, he pedido ayuda al consulado. -Apretó el botón del intercomunicador de su mesa y su secretaria introdujo a dos chinos en el despacho. Tras hacer las presentaciones, Madeleine prosiguió.