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Entenderlo no lo hizo sentir mejor.

– Entonces iré contigo.

A Madeleine Prentice no le gustó la idea.

– Me han llamado tanto del Departamento de Estado como del Ministerio de Seguridad Pública. Todo el mundo está satisfecho porque el culpable ha sido arrestado. El FBI, claro está, no lo tiene tan claro, pero creo que se consolarán sabiendo que los chinos tienen un sistema judicial muy distinto al nuestro.

– El no es el asesino.

– Ahora es una cuestión política, David -dijo Madeleine, encogiéndose de hombros-. Dejemos que los chinos se ocupen de eso. Spencer Lee es la cabeza de turco. Acéptalo. Confórmate. Intenta olvidar todo este desastre.

Mientras caminaba por el pasillo, David meditó en las palabras de Madeleine. Hulan le esperaba en su despacho. -Vamos -dijo él.

La cogió de la mano y fueron en busca de Peter. Los tres abandonaron el edificio del Tribunal Federal en dirección al coche de David. Cuando llegaron a su casa, David abrió la cartera, sacó su tarjeta de American Express y reservó tres plazas en el vuelo de la United a Pekín vía Tokio.

Más tarde, cuando pasaron por el banco para sacar la mayor cantidad posible de dinero en metálico, David y Hulan no hablaron. Corrían un gran riesgo. Además, la carrera de David en el gobierno estaba acabada, pero eso le daba una estimulante sensación de libertad.

Sin embargo, le preocupaba Hulan. En la última semana, a medida que surgían a la luz nuevos datos sobre la venta de componentes del disparador nuclear, la situación política entre Estados Unidos y China había retrocedido a sus peores momentos desde la caída del Telón de Bambú. Casi todos los empleados de la embajada estadounidense, así como de los consulados de otras partes de China, habían sido repatriados; los chinos habían respondido haciendo lo mismo con la mitad de su personal acreditado en Estados Unidos. Aunque no había hecho público un anuncio oficial desaconsejando viajar a China, el Departamento de Estado había declarado que los que visitaran ese país debían «tener cuidado», o mejor aún, posponer su viaje indefinidamente.

David y Hulan volvían a China. Iban a seguir aquel asunto hasta el final. ¿Y luego? La respuesta estaba fuera de su alcance, más allá de lo que él podía siquiera imaginar.

17

10 de febrero, Pekín

– Estás a punto de ver por qué no practico la abogacía -dijo Hulan cuando ella y David ocuparon dos asientos en el Tribunal del Pueblo de Pekín.

La sala era grande y, como siempre, fría. Varios observadores permanecían con los abrigos y bufandas puestos. Pero el ambiente era extrañamente sofocante debido al humo de los cigarrillos, y también, según supuso David, debido al miedo. En cuanto a él, que contemplaba cómo un trío de jueces con uniforme militar juzgaba varios casos y dictaba sentencia con asombrosa rapidez, le pareció que toda la escena tenía un aire surrealista.

El primer juicio del día concernía a un hombre acusado de atracar un banco. El fiscal expuso los hechos a gritos mientras el acusado permanecía de pie cabizbajo. No se presentaron testigos y el acusado prefirió no hablar. Su mujer y sus dos hijos, sin embargo, se hallaban presentes en la sala y escucharon al juez principal cuando éste anunció la decisión menos de cuarenta cinco minutos después.

– No eres un hombre honrado, Gong Yuan -dijo-. Intentabas encaramarte a un nuevo nivel de prosperidad robando a tus compatriotas. Eso no puede permitirse. La única justicia para ti es la ejecución inmediata.

El segundo caso era el de un ladrón de casas reincidente que había llegado a Pekín procedente de Shanghai. Esta vez, después de que el fiscal hubiera enumerado las acusaciones, el juez hizo varias preguntas al acusado. ¿Conocía a sus víctimas? ¿Se hallaba en Pekín de manera legal? ¿Sabía que si confesaba sería tratado con mayor benevolencia? Las respuestas fueron no, no y sí. Aun así, el acusado decidió declararse inocente. El juez indicó que veinte años de trabajos forzados tal vez le harían ver las cosas de otro modo.

Así se sucedió un juicio tras otro.

Aquellos juicios, explicó Hulan, eran el resultado de la campaña «Asestar un duro golpe» que se había iniciado hacía poco más de un año. Alentado por el aumento de los delitos de tipo económico, el gobierno había tomado una serie de medidas enérgicas que habían conducido a decenas de miles de arrestos y a más de mil ejecuciones.

– Una vez condenados -dijo Hulan-, los delincuentes son conducidos por las calles, exhibidos en estadios deportivos y en la televisión. Llevan letreros colgados del cuello en los que se enumeran sus delitos. Sus carceleros los llaman bárbaros y las masas los increpan. Luego los envían a un campo de trabajos forzados o a la muerte.

Aquella justicia cruel tenía una larga tradición en China. En épocas pasadas, dos veces al año se pegaban carteles en todas las ciudades del país (no en lugares públicos donde pudieran verlo, los extranjeros, sino en el interior de los barrios) donde se enumeraban los nombres de los ejecutados y sus delitos.

– Las familias de los que se ejecutan han de pagar la bala -añadió Hulan.

– Pero todo eso debe de ser por delitos muy graves -dijo David.

– Incluso los delitos menores reciben sentencias extremadamente duras -dijo Hulan meneando la cabeza-. Que lo despidan a uno del trabajo y no encuentre otro medio de vida, negarse a aceptar un empleo o un cambio de domicilio, o sencillamente «causar problemas», pueden dar lugar a una sentencia de cuatro años de trabajos forzados.

– Y muchos de esos campos -dijo David- proporcionan mano de obra barata a fábricas de propiedad estadounidense que operan en China.

– Cierto. Estados Unidos saca beneficios de los delitos de mis compatriotas. -Señaló la sala moviendo el brazo alrededor-. Y como puedes ver, la justicia aquí actúa con celeridad. No tenemos vistas preliminares, ni retrasos, ni aplazamientos, ni suele haber testigos de la defensa que enturbien las aguas. El acusado es culpable hasta que se demuestre su inocencia. Cuando se ratifica esa culpabilidad, el castigo se decide y se lleva a cabo de manera inmediata. Las apelaciones son tan raras como los eclipses de sol.

Una puerta se abrió y por ella introdujeron a Spencer Lee. Había cambiado sus ropas de lino, arrugadas a la moda, por una camisa blanca, pantalones negros y grilletes en los tobillos. Tenía la cabeza inclinada, pero en un momento dado alzó la vista. De inmediato, un guardia le golpeó la cabeza con los nudillos y el prisionero volvió a agacharla sumisamente.

El juicio de Lee, al igual que los anteriores, fue superficial cuando menos. La fiscal se puso en pie. Llevaba el pelo corto y con permanente y unas severas gafas de montura metálica. Hablaba con voz chillona y estridente, haciendo gestos hacia Spencer Lee y presentándolo por su nombre chino, Li Zhongguo. («Nueva China Lee», susurró Hulan.)

– Li Zhongguo no sólo ha deshonrado su nombre, sino a todo su país proclamó la fiscal. Luego enumeró los delitos de Lee contra el pueblo. Estaba metido en una banda que intentaba hacer llegar sus tentáculos hasta China. Se sabía que esa banda estaba involucrada en el peor de todos los tráficos, el de vidas humanas. Las fechas de entrada y salida de su pasaporte, así como el hecho de que hubiera huido (no dijo de dónde), constituían pruebas de que también estaba involucrado en varios asesinatos.

El caso se cerró en noventa minutos. El juez principal dijo:

– Has sido hallado culpable de varios actos corruptos y viles. Has segado muchas vidas de forma diversa. Por ello, debes pagar con tu vida. Tu ejecución se llevará a cabo mañana al mediodía. -Un murmullo recorrió la sala. Los jueces lanzaron miradas severas a la multitud, lo que reinstauró inmediatamente un cortés silencio-. Hasta entonces -prosiguió el juez-, permanecerás en custodia en la Cárcel Municipal número cinco.

Spencer Lee fue conducido fuera del tribunal.