– Fuera, extranjero. No tienes nada que hacer aquí -siseo un hombre. David lo aparto de un empujón y volvió a aferrarse a la camioneta.
– Cuéntanos la historia de tus crimenes -pidio alguien-. Confiesa antes de morir. -La multitud emitió un fuerte rugido de aprobación, pero Spencer Lee no les hizo caso y miro más allá de la camioneta hacia su destino final. No quedaba mucho tiempo antes de que llegaran a las puertas del final de la calle.
– Yo no maté a nadie -dijo al fin.
– Lo sabemos -dijo David.
– Solo hice lo que me ordenaron. Me prometieron protección. ¿Comprenden?
– ¿Quién? iDinos quién!
– Todo lo que dijo sobre el Peonia era cierto -dijo Lee, eludiendo responder a la pregunta de David-. Yo fleté el barco. Yo estaba allí cuando los inmigrantes subieron a bordo. Yo les hice firmar los contratos. Pero eso fue todo.
– ¿Y la bilis de oso?
– Un negocio nuevo para nosotros. Un error para mi, obviamente.
– Vamos a detener esto -le prometió Hulan.
– No puede -dijo Lee, mirándola-. Estaba planeado. Estaba planeado desde el principio.
– ¿Como?
– La embajada. Su ministerio. ¿Qué importa ahora? La muchedumbre empezaba a impacientarse.
– iAsesino!
– !Corazon negro!
– iCriminal! Criminal! Criminal!
– iCateto!
Esta ultima imprecacion captó la atención de Lee. Alzo el mentón. Escudriñó los rostros y hallo al hombre, un vendedor de verduras, que volvió a gritar el insulto.
– iTu! -chillo Lee-. ¿A quién llamas cateto? Ni siquiera puedes comprarte un palillo para tocar el tambor. iTienes que usar el pene! -La masa prorrumpió en vítores. Incluso el vendedor se echo a reir-. iLlévate tus palabras malolientes como un pedo a tu retrete! -chilló Lee-. iEstás dando hedor a toda la ciudad!
La gente felicito al vendedor por extraer semejante diversión del reo de muerte.
– Hice lo que me ordenaron -dijo Lee, volviendo su atención hacia Hulan y David-, y me garantizaron protección. Me mintieron. Fuí un idiota.
La camioneta se detuvo. Los guardias apartaron a la gente a empellones intentando despejar la zona para que pudieran abrirse las puertas de la cárcel.
– Ya no hay tiempo -dijo Lee.
– iSoy del MSP! -grito Hulan a los guardias-. iDejadme pasar!
Pero los guardias no podían oirla. Aún había docenas de personas entre ella y la parte delantera de la camioneta.
– Spencer… -balbuceo Hulan con pesar. Ya nada podía hacer. -Haga que esto sirva para algo -dijo David-. Díganos con quién trabajaba en China.
– No puedo. No lo sé.
– Entonces dígame quién era la cabeza del dragon en Los Angeles -pidió David-. El le traicionó. Dígame su nombre.
– Lee Dawei -respondió el joven. La camioneta avanzo, luego volvió a pararse.
– Déme algo que pueda usar para cogerlo.
El joven negó impulsivamente con la cabeza.
– No puedo.
– !El Chinese Overseas Bank! -espetó David-. Creemos que la organización tiene su dinero allí. Déme nombres. Déme números de cuentas. Hágales pagar por traicionarle.
La camioneta volvió a ponerse en marcha. Mientras avanzaba con dificultad, Spencer Lee empezó a vociferar nombres y números que obviamente había memorizado hacia tiempo en forma de rítmica cantinela. La camioneta entró en el patio de la cárcel, las puertas se cerraron y la muchedumbre callo. Hulan se abrió paso y aporreó las puertas. No contestó nadie.
Todos, salvo David, sabían qué ocurriría dentro del recinto. Quitarían el letrero al condenado y lo arrojarían al suelo. Luego le obligarían a arrodillarse con brutales empujones. El verdugo se colocaría detrás del chico, apuntaría a la nuca con la pistola y dispararía.
Cuando el tiro rasgó el aire con su penetrante estrépito, varias personas hicieron muecas. La diversión había terminado. La muchedumbre empezó a dispersarse.
De repente una explosión ensordecedora sacudió la tierra. La onda expansiva hizo estallar los cristales de las ventanas, haciéndo que los fragmentos salieran volando para incrustarse en las personas. La calle se convirtió en un pandemonio con la gente echando a correr en todas direcciones. Hulan y David consiguieron reunirse, y luego se vieron conducidos por la corriente de seres humanos que corrían hacia una columna de humo que se elevaba formando una densa nube de olor acre. Todos se precipitaron en tropel hacia la plaza circular. Los mercaderes, heridos o no, se abalanzaron sobre sus puestos, esperando que sus mercancías estuvieran intactas. Unas cuantas personas se desplomaron, abrumadas por el mero alivio de estar vivas. Algunas sangraban. Otras gemían de miedo o de dolor. Unas cuantas gritaban frenéticamente el nombre de seres queridos.
En un lado de la plaza circular, el Saab se habia convertido en un amasijo de hierros retorcidos. El olor de gasolina, goma, cuero, plástico y carne quemados se elevaba hacia el cielo. Dentro del coche, David y Hulan vieron a Peter, cuya carne devoraban las llamas, Hulan echó a correr hacia el coche, pero David la retuvo.
– Es demasiado tarde. Ha muerto. -Hulan hundió el rostro en el pecho de David y el la abrazó fuertemente, incapaz de discernir el temblor de su cuerpo del de ella.
Entonces exploto uno de los neumáticos, provocando un nuevo coro de gritos de la multitud. Unos buenos samaritanos fueron corriendo en busca de mangueras para apagar el fuego.
David y Hulan permanecieron abrazados en la rotonda con la vista fija en el coche humeante, con la respiración entrecortada y los corazones desbocados. Sabóan que deberóan ser ellos los muertos.
El fuego se había extinguido. Los campesinos recogieron sus cosas e iniciaron el camino de regreso al campo. Los obreros volvieron a sus fábricas. Las madres regresaron a casa para preparar la comida. Tan solo unos cuantos niños con la cara sonrosada tiznada por el humo, formaban pequenos grupos ruidosos en la rotonda.
También David y Hulan recobraron poco a poco la serenidad, de modo que, cuando el director del Comité de Barrio, un hombre de ochenta y tantos anos, les informó de que había enviado a alguien a avisar a la policía, se habían tranquilizado lo bastante para planear su siguiente movimiento. Hulan estaba a punto de ir en busca de un teléfono para llamar al MSP cuando vio al director del Comité de Barrio hurgando en los restos del coche con un palo. Hulan le dijo que se apartara, que podía destruir pruebas, y el anciano se alejó. Luego Hulan, seguida de David, fue caminando hasta una estación de servicio para llamar a Pekin, pero las líneas seguían sin funcionar.
Volvieron fuera y se sentaron en el bordillo. Hulan revolvió en su bolso, saco un cuaderno de notas y un bolígrafo y se los entregó a David. El anotó los nombres y números que le había gritado Spencer Lee.-¿Servirá de algo? -pregunto Hulan cuando él terminó.
– Si, si ha dicho la verdad, y creo que lo ha hecho. Por la forma en que ha cantado esos nombres… -Meneó la cabeza al recordar el paseo final de Lee.
Cuando regresaron a la plaza circular, vieron al anciano con la cabeza metida bajo el capó del coche. Hulan quiso ahuyentarlo con una ristra de amenazas, pero en lugar de atemorizarse, el anciano la invitó a comer en una cafetería. El hombre venció la reticencia de la inspectora asegurándole que hacia seis meses que la línea telefónica con Pekin se mostraba caprichosa, que la policía local era corrupta e indiferente, y que podía vigilar la rotonda y el coche desde la cafetería.
El director del Comité de Barrio los condujo a una cafetería al aire libre decorada con banderines y pareados de Año Nuevo. Les presentó a su bisnieta, propietaria y cocinera del sencillo establecimiento. Hulan la acompañó a la cocina y la vigilo mientras preparaba tres cuencos de fideos. Advirtió a la mujer que usara agua hervida para el caldo a fin de evitar que el extranjero enfermara. La mujer cortó y frió rodajas de jengibre, ajo y guindillas en el fondo del wok, echo cerdo en tiras (fresco del día, aseguró a Hulan), luego añadió agua caliente de un termo y unos fideos. En el ultimo momento, la mujer batió unos huevos en un cuenco y los vertió sobre la sopa, donde instantáneamente se disgregaron en pétalos de flor. Una vez hervido todo de nuevo a satisfacción de Hulan, la mujer sirvió la sopa en tres cuencos, echo un poco de aceite de ají caliente por encima y los llevó a la mesa, al aire libre, donde los dos hombres se hallaban sentados junto a un brasero.