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Hulan solto la tela del kimono y señalo el altar de Ano Nuevo y las fotos de sus antepasados.

– Esta casa pertenecía a la familia de mi madre. Eran intérpretes imperiales. Tuve tías bisabuelas que eran cortesanas en la Ciudad Prohibida. Es del dominio público. Pero la mayoría de la gente sabe poco de la familia de mi padre. Lo miran y ven a un hombre dedicado a su trabajo en cuerpo y alma. Durante generaciones, los Liu fueron prósperos terratenientes. Mi bisabuelo fue magistrado aquí, en la capital. Incluso tras la caída de los manchues, la familia Liu, al contrario que la de mi madre, conservo su poder. De hecho, se hicieron aun más ricos.

– iQué me importan! -exclamo él airadamente-. No haces mas que contarme historias para alejarme de la verdad.

– Mi padre -continuó ella, sin dar muestras de haberle oído-, al igual que su padre antes que él, era un estudioso de la historia. Vio el mundo y huyo para unirse a Mao. Cuando las tropas de Mao marcharon sobre Pekín en 1949, mi padre tenía veinticuatro años de edad y era un colaborador de confianza del Líder Supremo. Mis padres fueron recompensados por sus esfuerzos y sus sacrificios. Conoces el dicho, «Todo el mundo trabaja Para que todo el mundo coma» Esa era la esencia del comunismo de Mao, pero desde el principio, algunas personas comieron mejor que otras.

Hulan se remonto a 1966, cuando ella tenía ocho años de edad. Mao y su esposa acababan de dar inicio a la Revolución Cultural para borrar del país las fuerzas burguesas.

– Mi padre me llevo a la plaza de Tiananmen el dieciocho de agosto para que viera la primera formación oficial de los Guardias Rojos. Un millon de jóvenes de Pekín se apiñaban allí vistiendo los viejos uniformes del ejército de sus padres, gritando consignas, cantando, agitando ejemplares del Pequeño libro rojo, y desmayándose cuando Mao apareció sobre las murallas de la Ciudad Prohibida para saludar.

Mao dijo que debíamos desterrar las viejas tradiciones en cuatro terrenos: ideas, cultura, costumbres y hábitos, y fue como si un huracán devastara la ciudad. Todo el país enloqueció. La gente decidió que la luz roja debería significar adelante y la luz verde stop. En todas las esquinas se veían accidentes. Durante siglos, las mujeres chinas se habían enorgullecido de sus largas cabelleras, pero entonces la Guardia Roja pateaba las calles, elegía mujeres al azar y les cortaban el pelo. Decidieron dar nuevo nombre a todo, calles, gentes, escuelas, restaurantes, con hong por aquí y bong por allá, rojo esto y rojo lo otro. Los viejos amigos se convirtieron en Ejército Rojo o Peonía Roja, las calles pasaron a llamarse Camino de la Paz Roja o Carretera Roja. Yo conserve mi nombre, pues era Liu Hulan.

– Quiero que me hables de las libretas de banco -la interrumpió David-. Quiero saber qué relación tienes con el Ave Fénix.

– Cualquier persona que se considerara feudal, vieja o extranjera -prosiguió ella sin hacerle caso- era perseguida. Hicieron desfilar a médicos y artistas por las calles con orejas de burro y letreros en los que se enumeraban sus defectos. Los apalearon, humillaron y arrojaron en prisión. Los directores de las oficinas tuvieron que enfrentarse con reuniones de lucha en las que los obreros los acusaron de ser capitalistas, reaccionarios, espías extranjeros y renegados. Allá donde fueras, había alguien a quien la gente escupiía, mordía, golpeaba, daba lecciones y humillaba, alguien a quien se enviaba a trabajos forzados o a la cárcel por delitos imaginarios. Los maestros eran unos ignorantes. Los estudiantes escribían dazibao, grandes carteles con caracteres en los que se censuraba a los maestros por burgueses, por retrógrados y perros de presa del capitalismo. Pronto ya no quedaron maestros, y al final de la Revolución Cultural, setenta y siete millones de jóvenes habían carecido de una educación.

Se detuvo al tiempo que revivía sus recuerdos.

– El pasado no tiene nada que ver con esto, Hulan.

– Pero tiene todo que ver con nosotros. Por eso quieres saberlo, en realidad, ¿no es cierto? -Soltó un hondo suspiro y luego dijo-: Recuerdo la noche que la Guardia Roja vino a este barrio por primera vez. Yo tenía diez años, aún era demasiado joven para ingresar en ella. Hicieron salir a todos los vecinos a la calle y eligieron a la señora Zhang y a su marido para censurarlos. Yo no sabía gran cosa del señor Zhang, salvo que en Año Nuevo solía darme dinero de la buena suerte y algún caramelo, y que solía tomar el té con mi padre en el jardín bajo el azufaifo. Pero la Guardia Roja sabía un montón! Sabían que el señor Zhang era un intelectual, uno de los peores en la «hedionda novena categoría» de personas. Todos permanecimos allí como borregos, mientras la Guardia Roja saqueaba la casa de los Zhang. Hicieron una pila con todos sus libros y les prendieron fuego. Sacaron los rollos de los ancestros de la familia y los arrojaron a la hoguera.

Hulan se paso la mano por los ojos como si quisiera borrar aquellas imágenes.

– No dejaban de gritar que Zhang era un monstruo, una vaca, una serpiente rastrera. Pronto también los vecinos le gritaban. La gente pensaba: si no les sigo el juego, la Guardia Roja vendrá a mi casa mañana por la noche. Alguien grito:.Zhang no es nunca generoso con nosotros. Siempre se vanagloria de su buena fortuna.» Nuestro vecino de al lado exclamo: «Lee demasiados libros, pero ya no lo hará más!» Su mujer fue la siguiente: «iTe condenamos a ti y a tu mujer para siempre!» Aun puedo ver la luz naranja de las llamas reflejada en los rostros de mis vecinos. Recuerdo los grandes ceños de la Guardia Roja. ¿Como explicártelo? Tenían el semblante contraído por la alegría. También recuerdo a la señora Zhang. Nosotros, sus vecinos, la traicionamos.

Hulan se acercó a la ventana y contemplo el jardín.

– No sé quién dio el primer golpe, pero pronto los guardias rojos empezaron a pegar al viejo Zhang. Aun lo veo, tirado en el suelo, mientras golpeaban su cuerpo inerte con palos y estacas. Puedo oír las exclamaciones de aliento de nuestros vecinos que los animaban a «aplastar su cabeza de perro». Y la expresión de la cara de la señora Zhang cuando comprendió que su marido había muerto. Me la llevaré a la tumba.

– Pero tú no tenías nada que ver con todo aquello -dijo David, luchando por contener la ira-. Solo eras una niña.

– No -repuso ella, volviéndose para mirarle-. Yo chillaba con los demás. -Volvió a apartar la vista-. Déjame contarte lo que ocurrió en la escuela. Ya oíste lo que dijeron los demás. Llamé cochino asno al maestro Zho. Dije tantas cosas que el maestro Zho se echo a llorar. imagínatelo, un hombre como él, culto, llorando por culpa de una niña de diez años! Pero no me contenté con eso. No paré hasta que el maestro Zho se fue a casa y no volvió nunca más.

David se acercó a su lado.

– Durante todo ese tiempo -dijo ella- nuestra familia estuvo protegida.

– ¿Por qué? -La historia empezaba a acaparar su atención.

– Porque mi padre ocupaba un alto cargo en el gobierno, trabajaba en el Ministerio de Cultura y seguía perteneciendo al circulo intimo de Mao.

David contemplo el jardín junto a Hulan.

– En 1970, cuando yo tenía doce años, mis padres me permitieron por fin ir al campo -prosiguió Hulan-. No puedo expresar como lo deseaba. Quería contribuir a reformar la sociedad, a eliminar la diferencia entre el campo y las ciudades. Quería «aprender de los campesinos». Solo tenía doce años. No comprendía lo que estaba haciendo, pero me dejé llevar por la corriente.

Cuando David y Hulan vivían juntos, el había esperado con ahínco el momento en que ella por fin se abriera ante el. Ahora dijo en voz baja:

– No tienes que decir nada más, Hulan.

Ella irguió la cabeza y lo miró.

– Querías la verdad y yo la estoy contando. Terminé en la Granja de la Tierra Roja. La idea era convertir la tierra yerma en una fértil granja. Todos nos levantábamos antes del amanecer. Arábamos, plantábamos semillas de soja y regábamos cada surco. Cuando llegaba la época de la cosecha, día tras día doblábamos el espinazo y empujábamos las guadañas. Aprendí a tejer cestos, a castrar lechones, a desplumar y destripar patos, a transportar agua a tres kilómetros, a cocinar para cien personas a la vez. Todos comíamos las mismas pésimas raciones: gachas de arroz con verduras en conserva para desayunar, arroz con unas verduras llenas de hebras para comer, arroz y más verduras para cenar, quizá una batata si había suerte.