– Yo sabía que eso era falso -explicó-, pero Zai no había acabado. Dijo, y recuerdo sus palabras con toda claridad:.Con gran orgullo puedo deciros que Hulan ha cumplido allí con su deber. Jiang Jinli, su madre, ya no molestará más al pueblo!. Esta información liberó a mis vecinos. Agarraron martillos y destrozaron el antiguo grabado de piedra que había sobre la puerta principal. Entraron en el complejo con hoces y segaron todas las flores de mi madre. Arrasaron la casa, sacaron la mayoría de nuestras pertenencias y las arrojaron al suelo. Cuando tuvieron lista la pila, la señora Zhang se acercó y prendió fuego a nuestras cosas. No, a nuestras cosas no, a nuestras vidas. Nuestros libros, fotografías de viejos familiares, colgaduras que habían pasado de generación en generación en la familia de mi madre. Ropas, muebles, alfombras. El fuego crepitaba, lanzando chispas rojas y naranjas al cielo.
– ¿Qué ocurria con tu padre?
– En el desenfreno de la destrucción -respondió Hulan-, la turba se olvido de él. Pero a la luz de la hoguera, tan hermosa en realidad, lo vi, aun a cuatro patas, con la cabeza levantada, mirándome fijamente. Los guardias volvieron, le echaron los brazos a la espalda y se lo llevaron a rastras. Los ojos de mi padre no dejaron de taladrarme con su mirada como ascuas ardientes.
Cuando se llevaron al padre de Hulan, Zai la metió de nuevo en el asiento posterior de su coche. Ella le hizo preguntas. ¿Donde estaba su madre? ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué le ocurriría a su padre? Pero Zai solo quiso decir que Hulan había salvado la vida a su padre. En lugar de haberlo matado a palos o de un disparo, lo enviarían a un campo de trabajos forzados. Allí estaría a salvo.
– Entonces tío Zai me llevo al Gran Almacén de los Cien Productos de Pekín que había en Wangfujing -prosiguií ella, serenándose-. Me compró ropa y artículos de aseo. Me compro una maleta. Me llevo a su casa, hizo que me diera una ducha y que me pusiera mis nuevas ropas. Luego fuimos al aeropuerto. Me entrego un pasaporte con una vieja foto mía y un visado. Me dio un beso de despedida y me hizo subir a un avión. Yo jamás había volado en avión. Recuerdo que mire por la ventanilla y ví kilómetros y kilometros de campos verdes. En Hong Kong cambié de avión y partí con destino a Nueva York. Cuando bajé del avión, seguí a los demás pasajeros para pasar por inmigración y aduanas. Fuera me esperaba una mujer blanca que me llevo a un internado de Connecticut.
– ¿Qué edad tenias entonces?
– Catorce años.
– Recuerdo vagamente que me hablaste de esa escuela -dijo David-. Pero no conocía las circunstancias en las que llegaste hasta allí. Debió de ser una auténtica conmoción cultural después de tu vida en la granja y todo lo demás.
– No sé si puedo expresar lo extraño que fue encontrarse con tantas chicas, todas de uniforme, todas amigas, todas de una clase privilegiada -dijo ella-. La mayoría de alumnas eran hijas de diplomáticos, por lo que puede decirse que eran más refinadas que la mayoría de chicas americanas. Pero estoy segura de que no necesito decirte hasta qué punto pueden ser crueles las adolescentes. Oh, la de burlas que tuve que soportar por mis modales campesinos y mis patéticas ropas comunistas.
– Y por tu inglés. Recuerdo que también me hablaste de eso.
– Sobre todo por mi inglés. Incluso los profesores se burlaban de mi por lo que llamaban mi chinglish. Decían que hablaba inglés como si lo tradujera mentalmente del chino. «Tienes que aprender a pensar en inglés», me decian. Supongo que intentaban ser amables, pero solo conseguian que las otras chicas se rieran.
– Supiste algo de tu padre durante ese tiempo?
– No. Estaba en el campo de trabajos forzados, como tío Zai había predicho. Tampoco supe nada de mi madre. Durante muchos meses dí por supuesto que había muerto. Por fin, tras varias cartas, tío Zai me escribió para decirme que había resultado herida y que se estaba recuperando en un hospital ruso. No decía eso exactamente, puesto que todo el correo que salía de China se censuraba en aquella época. Pero lo leí entre líneas, a pesar de que hablaba de que mi madre había traicionado a la Revolución con sus costumbres decadentes y su actitud egoísta.
En 1976, Hulan se graduó en el colegio y el presidente Mao murió. Sin su protección, la señora Mao y su cohorte (la Banda de los Cuatro) fueron arrestados, juzgados y condenados como cerebros de la Revolución Cultural. Mientras, Hulan se fué a Los Angeles e ingreso en la USC.
– Seguía sin saber nada de mi padre. Dos años más tarde, recibí por fin noticias suyas. Tras seis años en el Campo de Reforma de Pitao, lo habían «rehabilitado» y había vuelto a Pekín.
– Después de todo lo ocurrido, ¿como acabó en el Ministerio de Seguridad Publica? -pregunto David. Hulan se encogio de hombros.
– Encontró a sus viejos amigos, negocio con sus guanxi, y le asignaron un puesto de ínfima categoria en el MSP. -Una vez más, Hulan pareció reacia a continuar y David tuvo que animarla con paciencia.
– ¿Y tu madre?
– No hablaba de ella. Sin embargo, me decía que me quedara donde estaba. -Las lágrimas volvieron a aparecer en los ojos de Hulan-. Todo lo que tenía que hacer era pensar en su rostro la última noche en el hutong para saber que me despreciaba, que no quería verme.
– ¿Y Zai?
– En América decís: «Todo lo que va, vuelve». En China decimos algo similar: ‹Cambian las cosas y cambian las tornas.» Nuevas acusaciones se cernieron sobre la ciudad. Al tío Zai le acusaron de participar con excesivo vigor en la Revolución Cultural y lo enviaron también al Campo de Reforma de Pitao. No sé quién hizo esas acusaciones, pero siempre he creído que fue mi padre. Tuvo seis años para pensar en lo que Zai había hecho a su familia, y quería vengarse. Cuando el señor Zai salió del campo, era un hombre diferente. Nadie quiso ayudarle excepto mi padre.
– Pero por qué le ayudo silo que quería era vengarse?
– Porque entonces mi padre había «trepado» en el escalafón del ministerio. El antiguo jefe se convirtió en el lacayo y mi padre en el nuevo jefe.
– Tu padre no quería perder de vista a Zai.
– Si, claro, pero también era un castigo. Al fin y al cabo, el señor Zai tenia que ver a mi padre todos los días. El abismo entre ellos se ensancho.
– ¿Pero por qué Zai no se lo explico todo a tu padre?
– Porque baba no quería escucharle y porque el señor Zai se sentía culpable.
– Pero lo único de lo que era culpable era de intentar salvar a tu padre.
– Eso lo dices ahora, David, pero tú no estabas en el hutong aquella noche. Si, tíoo Zai lo había planeado todo para que mis padres vivieran en lugar de morir. Pero se había colocado en el medio del circulo y había denunciado a mi madre. Me había hecho gritar las imprecaciones a mi padre para saciar el deseo de violencia de nuestros vecinos.
El quiso replicar, pero ella alzo una mano para hacerle callar.
– No intento justificar mis propias acciones -dijo-. Soy culpable de muchas cosas, de acosar al maestro Zho, que se paso los cinco años siguientes en el establo con las vacas, de crueldad con el líder de nuestro grupo en la granja, que intento suicidarse antes que enfrentarse con una nueva reunión de lucha, de traicionar a mis padres, que tuvieron que pagar un precio tan alto por mis delirios adolescentes.
– Hulan, salvaste a tus padres -le corrigió él-. No es posible que no le hayas contado a tu padre lo que ocurrió aquella noche.
– Lo he intentado, pero no es el modo de ser chino. En América, se habla de todo y se llega hasta el fondo, pero nosotros no. ¿El pasado? ¿Emociones? -Meneó la cabeza.
– Aún así deberías hacerlo.
– Mi padre no siente deseos de revivir aquellos días -dijo Hulan, volviendo a menear la cabeza.
– Tu padre parece… -No sabía como expresarlo.
– ¿Frio? Déjame decirte algo. Mi padre jamás me ha acusado de nada. Me quiere. Siempre está diciendo que quiere verme más a menudo.