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– Le prometo ir con cuidado -dijo Hulan. Tras tomar un sorbo de te, añadió. Tengo que pedirle otro favor, pero me da apuro aprovecharme de su amabilidad.

– Pertenecemos a dos antiguos clanes del barrio. Nuestras familias se conocen desde hace generaciones. La considero como una hija.

– Como le decía, se me ha roto el abrigo y hace mucho frío. Hace muchos años que su nieto abandono el ejército. Quizá podría prestarme su abrigo hasta que yo pueda comprarme uno nuevo.

La anciana se palmeó las rodillas abiertas con las manos.

– ¿Llevar usted el abrigo de mi nieto? Mi nieto es muy alto. Ese abrigo le quedara tan largo que tendría que atárselo con una cuerda. Parecerá un peregrino de la sagrada montaña de E'Mei.

– Sólo será un día, tía.

La anciana se fue a una de las habitaciones de la parte de atrás y regresó con el abrigo doblado en un pulcro cuadrado y atado con un media de nilón. Hulan dio las gracias a Zhang Junying profusamente, puso el abrigo en la cesta metálica que colgaba del manillar de la bicicleta y luego volvió a su casa, empujando la bicicleta calle arriba. Paso junto al sedan y entro en su patio donde David la esperaba.

– ¿Estas lista? -preguntó.

Ella contempló el jardín, tan desolado en invierno, y asintió.

– ¿Tienes miedo?

Hulan volvió a asentir. El la abrazó y le susurro al oído: -Yo también, cariño, yo también.

Para que su plan funcionara, tenían que moverse deprisa y mantener la cabeza fría. Mientras ella se ponía su viejo abrigo, cerraba la casa y metía su bolsa en la cesta de su bicicleta, David desataba el abrigo del nieto de la señora Zhang y lo sacudíía para ponérselo. Le quedaba estrecho; pero con él, con la vieja gorra azul que Hulan había encontrado guardada en un armario y la bufanda de lana que ella le enrolló en torno al cuello, tapándole parte de la cara, se veía al menos parcialmente disfrazado. David metió su abrigo en una bolsa de plástico, que echó en la cesta de su bicicleta. Hulan lamento tener que dejar el revolver, pero dada la forma en que pensaban viajar, no podía llevárselo.

Tan pronto alzaron las bicicletas para cruzar el viejo umbral de piedra, el motor del sedan se puso en marcha. David y Hulan montaron en las bicicletas y empezaron a pedalear lentamente calle abajo. El coche hizo un cambio de sentido y los siguió sin el menor disimulo.

– No to separes de mí -dijo ella por encima del hombro cuando empezó a pedalear mas deprisa y luego giro hacia una de las calles laterales.

El sedan giró a su vez. De repente, Hulan giró hacia una estrecha calleja en la que no cabía el coche. David echo una ojeada por encima del hombro y vio a dos hombres con ropa de paisano que bajaban del coche y empezaban a lanzar imprecaciones. El y Hulan siguieron pedaleando a toda prisa, intentando no aminorar la marcha cuando se cruzaban con los transeúntes que hallaban en el angosto laberinto de calles.

David tuvo la impresión de haber dado un salto en el tiempo hacia otro siglo. Allí no había coches, ni siquiera scooters; sólo se oía el suave silbido de las bicicletas y la armonía de sus timbres, el ruido de los niños jugando y la melodiosa cantinela de los buhoneros voceando sus mercancías. Atravesaron la ciudad manteniéndose en los estrechos confines de las calles del hutong. Cuando topaban con una calle sin salida, Hulan preguntaba a alguien por donde seguir. Cuando alguien se daba cuenta de que David era extranjero, Hulan se explicaba así:

– Oh, este estúpido nariz grande se ha perdido. Yo le ayudo a volver a su hotel. Tenemos la responsabilidad de demostrar amistad a los americanos siempre que podamos, aunque sean atrasados y estúpidos.

Cuando llegaban a cruces principales, lo que ocurría con amenazadora frecuencia, David se subía la bufanda, fijaba la vista en el asfalto e intentaba mantenerse en el centro de la corriente de bicicletas que cruzaban la calle.

Tenían que parar en dos sitios antes de encontrarse con Beth Madsen. El primero era el apartamento de los padres de Hulan. Mientras ella subía, David aguardó en una calle transversal, fingiendo arreglar una rueda de la bicicleta y esperando con todas sus fuerzas que nadie se acercara a él.

La doncella abrió la puerta.

– Por favor -dijo Hulan-, deseo estar a colas con mi madre. No nos moleste.

La doncella salio de la habitación sin decir palabra. Jinli se hallaba sentada en su silla de ruedas, como siempre, mirando por la ventana.

– Mama, soy yo, Hulan. Me marcho fuera unos días. No te preocupes por mí. -Se inclinó y besó a su madre con suavidad-. Te quiero, mamá.

Se acercó entonces al escritorio. En el cajón del fondo encontró los papeles de su madre en un sobre amarillento por el tiempo. Hulan sacó el carnet de identidad de su madre, se lo metió en el abrigo y abandonó el apartamento sin mirar hacia atrás.

David y Hulan continuaron su recorrido por la ciudad. A un par de manzanas del Sheraton Gran Muralla volvieron a detenerse. Ella se quitó el abrigo. Debajo vestía sus habituales sedas en tonos pastel. Se sacudió la ropa y se mesó los cabellos.

– ¿Estoy bien? -preguntó.

– Estas perfecta. Aquí no te buscarán.

Unos minutos más tarde, Hulan salía del callejon, enfilaba Xinyuan Road y traspasaba las puertas del Hotel Kunlun. Atravesó el vestíbulo para dirigirse a una de las galerías comerciales para entrar en una agencia de viajes.

– Quisiera reservar dos asientos en el próximo vuelo a Chengdu -dijo en chino.

– Siéntese, señora, por favor -dijo la mujer que la atendía-. ¿Desea programar una visita turistica?

– No; solo quiero llegar ahí con el próximo avión. Mi madre esta muy enferma.

– No puede ser usted de Sichuan -dijo la mujer, mirándola-. Su acento de Pekin es demasiado bueno.

– Hace muchos años que vivo en la capital. Mi unidad de trabajo esta aquí, pero mi familia todavía vive en Chengdu. La mujer comprobó el horario de vuelos.

– ¿Le va bien a las once?

– Perfecto. Dos asientos.

– ¿Dos?

– Ya se lo he dicho -dijo Hulan con impaciencia.

– Necesitaré ver sus carnets de identidad.

– iBah! Ya no se necesita carnet de identidad para viajar por China. Hace diez años que ya no se necesita.

La mujer tamborileó con los dedos sobre la mesa como si llamara a un camarero en un restaurante.

– Quiero ver su…

Hulan metió la mano en el bolsillo y rápidamente sacó los papeles de su madre. Luego abrió la cartera, sacó dos billetes de cien yuan y los colocó junto a la mano de la mujer.

– Mi marido se ha dejado el carnet en casa. -La mujer tamborileó con los dedos unas cuantas veces mas, y luego barrio el dinero de la superficie del mostrador y lo puso en el regazo.

– ¿Los nombres?

– Jiang Jinli. Mi marido es Zau Xiang.

Trás unos minutos más de tensión, Hulan abandonó la agencia de viajes con dos billetes para Chengdu en la mano. Se reunió con David en el callejón, donde una vez mas montaron en bicicleta, marcharon en paralelo a Liangmane Road. Eligieron la mitad de la manzana para cruzar la bulliciosa Dongsanhuanbei Road, evitando así la cámara del cruce, y luego se dirigieron al sendero que discurría junto al canal, más allá del Sheraton Gran Muralla, hasta llegar a la pequeña tienda de artículos de cocina por la que David había pasado todos los días cuando salía a correr por la mañana.

Vestida con un grueso abrigo de lana de color rojo y brillantes botones dorados, Beth Madsen se paseaba con nerviosismo junto a la orilla del canal. David se detuvo a su lado.

– Beth -susurro. Cuando ella se volvió, vio a un soldado chino más alto de lo normal y muy abrigado para protegerse del frío. David se bajó la bufanda para mostrar el rostro-. Soy yo, David Stark.

– ¿David? ¿Qué hace con esa pinta?

– Necesito que me ayude, Beth. Estoy metido en un lío. Beth miró por encima del hombro de David hacia Hulan, que se había bajado de la bicicleta.

– ¿Qué ocurre?