– Intentan matarnos.
Beth Madsen rió, pero al punto recobro la seriedad.
– No bromea, ¿verdad?
El negó con la cabeza.
– Vaya a la embajada americana -sugirió Beth.
– Ya he estado allí.
Beth lo miro fijamente, luego dio media vuelta, se alejo unos pasos y contempló a un viejo que navegaba en su bote por el canal impulsándose con una pértiga.
– Pensaba que tomaríamos algo. Quizá, bueno, ya sabe…
– Beth, por favor…
Beth irguió los hombros y se volvió hacia él.
– Si he de ayudarle, necesito saber en qué me estoy metiendo. David le contó brevemente cuanto sabía y creía que ella podría comprender.
– Pero si la mitad de lo que me dice es cierto -dijo Beth cuando terminó-, les estarán buscando.
– Con eso cuento. Creen que intentaremos ocultarnos, y es cierto, pero vamos a ocultarnos a la vista de todos.
Mientras David esbozaba su estrategia, Beth miraba a Hulan, que soporto el escrutinio con expresión impertubable. Beth reflexionó unos instantes antes de hablar.
– De acuerdo, pero hagámoslo rápido antes de que me falte valor.
Una vez más Hulan se quitó el abrigo, miró a David una última vez buscando seguridad, y luego las dos mujeres se fueron solas. David aguardaría allí quince minutos antes de seguir por una de las callejas hasta desembocar en la vía principal. Si todo salía bien, Hulan llegaría unos minutos más tarde en el coche de Beth y se irían directamente al aeropuerto. David se acuclilló como había visto hacer a muchos hombres chinos y contemplo el canal. El mismo viejo que David había visto durante su ejercicio matinal se hallaba entonces cargando cestos en su bote.
Ambas tenían un buen paseo hasta el hotel. Cuando por fin llegaron a la entrada lateral, Hulan temblaba por el frío y el miedo que sintió al ver a dos policías de paisano que vigilaban las entradas y salidas de los huéspedes del hotel. Sin embargo, debían de haberles dado instrucciones de buscar a un hombre blanco, o quizá se engañaron al ver a una mujer blanca, pues no prestaron la menor atención a Hulan, sino que siguieron pateando el suelo para calentarse los pies y echando bocanadas de humo de sus cigarrillos.
En cuanto llegaron a la habitación, Beth dejo escapar un suspiro.
– Creo que he contenido la respiración todo el rato -dijo, intentando hablar con un tono desenfadado, pero traicionada por una voz trémula. Soltó una risita nerviosa, luego abrió el armario y saco un traje pantalón de Armani de elegante lana gris y una blusa de seda.
Sin la menor timidez, Hulan se desnudó hasta quedar en ropa interior y se puso el traje. Le quedaba un poco grande en las caderas, pero por lo demás le sentaba perfectamente. Para completar el conjunto, Beth le entregó también una cinta para el cabello con adornos de terciopelo y unos zapatos bajos Bally. En apenas cinco minutos Hulan habia pasado de ser una nativa de Pekin a una acaudalada china de ultramar.
Beth reunió varias prendas más y las metió en una bolsa de plástico de Grandes Almacenes Kempinski. Cogió el abrigo rojo que había dejado sobre la cama y se lo tendió a Hulan.
– Tenga, lleve también mi abrigo.
– Ya ha hecho bastante -dijo Hulan.
– Si me permite que se lo diga, éste no es momento para demostrar su educación china. Cójalo.
Minutos después, cuando abandonaron el hotel por la entrada lateral, los dos policías tampoco les prestaron atención. Beth alzo la mano y su chófer aparcó el Town Car frente a los escalones. Las dos mujeres se subieron al asiento de atrás y Beth dió instrucciones al chófer. Un par de minutos después, el conductor detenía el coche ante el lugar de encuentro prefijado. No se veía a David por ningún lado.
Hulan sabia que lo mejor era seguir moviéndose en círculos y esperar que él apareciera pronto, pero se imaginó lo peor: que estaba herido o muerto. Esta idea la indujo a olvidar la sensatez y salir del coche.
– Si dentro de cinco minutos no he vuelto -dijo a Beth-, -no espere! Vuelva a su hotel y olvide todo esto como si no hubiera ocurrido. -Beth, cuyo rostro había adquirido un leve tono verdoso, asintió. Hulan dió media vuelta y echo a andar apresuradamente por el callejón que conducía al canal. David no se había movido del sitio.
– ¿David, estás bien? -preguntó con voz temblorosa.
El se volvió para mirarla. Parecía no importarle no haber acudido al punto de encuentro.
– ¿Qué ves, Hulan?
– iTenemos que irnos!
– Tu dímelo. ¿Qué ves?
– El cielo gris -dijo ella, mirando en derredor-. Unas casas, un par de tiendas. Un canal. -Intentaba apaciguarlo con respuestas sencillas, pero el peligro que corrían pudo más que ella-. iVamos! iEste no es momento para contemplar el panorama! iTenemos que irnos!
– El canal -dijo el sin hacer caso de sus protestas-. ¿Adonde conduce?
– No lo sé. Supongo que confluye con otros, quizá vaya a dar al Gran Canal o al puerto de Tianjin.
– ¿Y todavía no lo ves?
– No, David, no lo veo -dijo ella con frustración.
– He venido a correr por aquí todas las mañanas. Todas las mañanas he visto a ese hombre cargando cestos en su bote. ¿Lo ves allí?
– Sí.
– No lo has mencionado.
– iDavid!
El se puso en pie con un crujido de las articulaciones, estiro las piernas y se acercó a ella. Volvió a darse la vuelta para mirar el canal, rodeo los hombros de Hulan con un brazo y con el otro señaló.
– Un bote, un hombre, un cesto, un canal. Así fué cemo llevaron a Henglai a Tianjin sin ser vistos. Lo ocultaron a la vista de todos.
Era un importante descubrimiento, pero Hulan estaba demasiado asustada para que le importase. Aferró a David y los paquetes y se encaminó al coche. El chofer no hizo ninguna pregunta; se limitó a llevarlos al aeropuerto por la autopista de peaje. Cuando llegaron y David y Hulan bajaron del coche, Beth dijo:
– Buena suerte. -Cerro la puerta y el Town Car se alejó.
La siguiente hora sería la más arriesgada para el plan de David. Viajaban como chinos, pero vestían como americanos. Mientras él vigilaba su escaso equipaje, ella se incorporí a la cola más numerosa que encontró, esperando que con el ajetreo la azafata de tierra no prestara excesiva atención a los nombres de los billetes ni a la mujer que se los tendía. Hulan entrego los billetes sin pronunciar palabra, y sintió alivio cuando la mujer del mostrador se limito a introducir los nombres en el ordenador sin alzar la vista, le entrego los billetes y las tarjetas de embarque y dijo con fina voz:
– Siguiente.
Como siempre, el aeropuerto estaba lleno de soldados. Eran hombres jóvenes, la mayoría del campo, a los que no interesaba la política, pero su presencia inquietó a David. Pese al frío de la sala de espera, su frente se cubrió de sudor.
– Todo lo que tenemos que hacer es subirnos a ese avión -le susurró Hulan, cogiéndole de la mano. El se enjugó la frente-. No creo que nos busquen aquí. Todavía no -dijo solo para tranquilizarlo, porque sabía que si uno de sus colegas entraba en la sala de espera, la reconocería al instante.
Ella y David no habían cometido ningún delito, pero eso no significaba nada. En China desaparecía gente con frecuencia. En China se ejecutaba a gente sin más.
Su vuelo se anunció por megafonía. Hulan tendió los billetes a la azafata. La mujer le dijo algo en chino, pero ella fingió no entenderla.
– Que tenga un feliz vuelo -dijo la mujer, pasándose al inglés, y luego rasgó los billetes sin fijarse en los nombres.
Tan pronto como despegó el avión, David notó que la tensión de su cuerpo se diluía, sabiendo que estarían seguros mientras durara el vuelo. En unas pocas horas, su manera de vivir había cambiado completamente. El siempre había valorado el hecho de que vivía de su inteligencia. Tenía talento para la lógica, el pensamiento lineal, el análisis conservador. Ahora parecia actuar únicamente por instinto e intuición.