Meditó sobre lo que había hecho. Abandonar Los Angeles sin decir a nadie lo que pensaba hacer había sido una locura, pero eludir a la policía en China era algo muy distinto. Prácticamente podía oír el tono meloso de algún funcionario chino explicando a algún subalterno de la embajada estadounidense que no se podía considerar a China responsable de un americano que actuaba por su cuenta, que el gobierno tenía el Servicio Internacional de Viajes de China precisamente para que los extranjeros no se metieran en líos, y que el gobierno haría cuanto estuviera en su mano, ¿pero como se suponía que podían encontrar a un hombre solo en un país de mil millones de personas?
Y mientras ese funcionario seguía parloteando, quizá él ya estaría muerto. Imaginó su propia muerte. Estaría consciente mientras sus órganos internos se convertían en papilla? Tendría la mirada fija en el rostro de su asesino mientras éste le arrancaba los intestinos del estomago? ¿0 habría perdido completamente la conciencia? ¿Caminaría por la calle en un momento dado, y en el instante siguiente tendría una bala en el cerebro?
Cuando David dejo a un lado su propio bienestar para pensar en Hulan, se adueño de él la desesperación. ¿Como podía haberla dejado volver a China? ¿Qué le ocurriría si la atrapaba Zai, o incluso Watson? Aquella gente no sentía el menor escrúpulo a la hora de matar. David no sabía qué podría hacer si algo le ocurría a Hulan.
Eran cerca de las nueve cuando aterrizó el avión. David y Hulan caminaron por la pista de aterrizaje, atenazados una vez más por el miedo. ¿Los arrestarían tan pronto como entraran en la terminal?
Lo cierto era que la actividad militar y policial en aquel pequeño aeropuerto de provincias era prácticamente nula. Nadie parecía buscarlos cuando se mezclaron con los demás viajeros extranjeros. Dado que no tenían equipaje que recoger, se limitaron a salir de la terminal y a adentrarse en la multitud más allá de la barrera. Al instante se vieron asaltados por taxistas locales. Hulan se decidió por una joven que hablaba bastante bien inglés.
Una vez dentro del coche, la mujer les preguntó a donde querían ir. David le indicó que los llevara al mejor hotel. Ella asintió, puso el coche en marcha e inició otro recorrido espeluznante a través de una ciudad desconocida. Cuando la joven averiguó que aquella era su primera visita a Chengdu, les ofreció una breve historia de la ciudad. Se conocía también con el nombre de Ciudad del Brocado, pues antiguamente Chengdu era el Lugar de la Ruta de la Seda donde se detenían los mercaderes a comprar brocados. La conductora sabía donde se hallaban varias fábricas de brocados, que estaría encantada de mostrar a los visitantes al día siguiente. Chengdu se conocía también como Ciudad Hibisco por la abundancia de esa flor. Sin embargo, en aquella época del año era aún demasiado pronto para ver las plantas florecidas.
Pese a la oscuridad, pudieron ver que la vía principal, la South Remain, por la que transitaban, estaba flanqueada por pequeños hoteles, restaurantes y tiendas. Más cerca de la ciudad, pasaron por delante de dos grandes zonas en construcción. En la puerta de entrada a una de ella se Leía «Villas Ciudad Brocado». Dentro, David vió lo que parecía una urbanización de juguete.
– Estas son las mejores villas de la ciudad -dijo la conductora-. Para extranjeros. Si quieren, puedo traerles aquí mañana. Quizá quieran comprar una villa. -Al otro lado de la calle se estaba construyendo un gran complejo de apartamentos (también para extranjeros). Una serie de letreros anunciaban áticos de tres habitaciones, piscinas, campo de golf y pistas de tenis.
Cuando cruzaron el río Jin Jiang, afluente del gran Min Jiang, que acababa desembocando en el Yangtze, la conductora señalo un hotel. En la azotea del hotel Jin Jiang había grandes letreros eléctricos en dorado, naranja y azul que anunciaban el hotel, tiendas y productos de la región. En la zona de aparcamiento, Los árboles ostentaban guirnaldas de luces intermitentes, y varios jóvenes con llamativos uniformes rojos se pusieron firmes para abrir puertas, llevar los paquetes de David y Hulan y acompañar a los viajeros a la recepción. El vestíbulo era de mármol reluciente y centelleante cristal. En el centro habia un ramo de flores de metro ochenta de altura. Tampoco allí había guardias ni soldados a la vista. Quizá por esa razón no tuvieron dificultad alguna para conseguir habitación. De hecho, a los ojos de Hulan, el recepcionista manifestó un comportamiento ostentosamente despreocupado ante la presencia de una pareja mixta. Cuando Hulan le dijo que tenían los pasaportes guardados, el recepcionista les indicó que podían bajarlos más tarde.
Con considerable pompa, el botones los condujo a la mejor suite del hotel, que consistía en una sala de estar con piano, muebles tapizados en brocado blanco, tragaluz, cuarto de baño con una bañera en la que cabían seis personas, y un dormitorio con una fastuosa cama con dosel rojo e incrustaciones doradas. David dió al botones una generosa propina, costumbre cada vez más popular en China, y luego cerró la puerta tras él.
– Esto es demasiado caro -dijo Hulan, contemplando la lujosa decoración.
– Nos ocultamos a la vista de todos -dijo David-. No creo que nadie busque a dos fugitivos en la suite Princesa. Además, si vamos a desaparecer, más vale hacerlo con estilo. Aún te gusta el servicio de habitaciones?
A la mañana siguiente durmieron hasta las once. Cuando por fin se despertaron, la tentación de quedarse en la cama, en aquel lugar y para siempre, fue grande. Lánguidamente Hulan se levantó al fin y se metió en el cuarto de baño. David encendió el televisor para ver la CNN. Tenía la esperanza de oír alguna noticia sobre el estado de las relaciones entre China y Estados Unidos y saber si todavía era seguro para él quedarse en el país, pero en ese momento estaban dando el bloque internacional de deportes. Apagó el televisor, apartó la ropa de la cama y se dirigió a la ventana, desnudo como estaba, para contemplar la ciudad. El cielo estaba limpio de nubes y se notaban los rayos del sol a través del cristal, pero el aire era denso a causa de las numerosas fábricas cuyas chimeneas escupían productos químicos de tonos entre naranja y marrón. La gente que había en la calle (vendedores con cestos de frutas, transeúntes de camino al trabajo, unos cuantos ancianos haciendo tai chi en el parque, junto a la orilla del río) llevaba suéteres ligeros dado que allí el clima era más templado.
Hulan salió del cuarto de baño con albornoz y una toalla enrollada a la cabeza.
– Mucha agua caliente -dijo-. Me siento increíblemente bien. Ciertamente, a pesar de su tensa situación, una buena noche de descanso y el aire cálido disiparon sus miedos lo bastante pan que decidieran bajar al restaurante a hacer un desayuno-comida. El comedor era grande y colorido. En el extremo más alejado de la sala de dos pisos había una escultura que llegaba hasta el techo y que representaba una montaña de la localidad repleta de rocas escarpadas, plantas colgantes y cascadas. Del techo colgaban paraguas de color magenta, naranja, rojo, amarillo y turquesa. El piso superior, abierto al inferior, estaba decorado con columnas, hierro forjado, arañas de cristal, palmeras en macetas y mesas recién puestas, mientras que el inferior resultaba suntuoso con sus, tonos terrosos y sus manteles de hilo blanco.
Varios aparadores bajos formaban el bufé de bandejas y calientaplatos llenos de comida china y americana. David se sor-prendió a sí mismo pasando de largo por los huevos revueltos las tortas y las tostadas para llenar el plato de tallarines, albóndigas rellenas de cerdo y ajo, hom don (huevo duro salado), y piña y melón frescos. De la mesa de condimentos se sirvió nabos con ají, brotes de bambú especiados y rábanos en vinagre. Todo esto lo regó con humeantes tazas de té de jazmín. La comida fue sabrosa, especiada y altamente gratificante.