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Después de comer, deambularon por la galería comercial de la planta baja, donde David compró y se cambió de ropa. Por fin se hallaban listos para emprender el día.

Hulan preguntó al conserje dónde se hallaba la granja de Panda Brand. La respuesta fue que debía dirigirse a Guanxian City.

– Sin embargo -añadió el conserje-, puede que la presa de Dujiangyan sea una experiencia más estimulante para ustedes, Panda Brand no vende a los extranjeros y la presa es espectacular. -Ante la amable insistencia de Hulan, finalmente le indicó cómo llegar hasta la granja.

Necesitarían un coche, que Hulan tendría que alquilar. Así pues, abandonó el hotel y aguardó en la esquina a que el guarda de tráfico que ocupaba un podio en el cruce indicara el cambio a que una anciana que era la responsable de los peatones, hiciera sonar su silbato. Hulan cruzo entonces la South Renmin Road recorrió una manzana, pasó por delante de unos malolientes urinarios públicos y llegó al hotel Minshan, donde usó los papeles de su madre para alquilar el coche. Llegó al aparcamiento del Jin jiang con el ánimo por los suelos.

– Hace doce años que no conduzco, David, y además, sólo he conducido en Los Angeles. No sé si podré hacerlo.

No obstante, una hora más tarde Hulan había conseguido atravesar la ciudad, pasando por grandes almacenes, hostales para peregrinos a punto de emprender el viaje al Tíbet, la estación de ferrocarril y una colosal estatura de Mao bajo la cual había una consigna grabada: «Llevad a cabo las Cuatro Modernizaciones; unificad la Madre Patria; desarrollad China con ímpetu.» Mientras ella conducía, charlaban de cómo debían presentarse cuando llegaran a su destino. En una sola mañana habían cambiado de personalidad un par de veces. En el hotel eran americanos, pero Hulan había alquilado el coche como china. David se tapó la cara con la bufanda, esperando que los otros conductores, los guardias de tráfico y las ancianas de los silbatos no se fijaran en él. Pero una vez llegaran a Panda Brand, no podría hacerse pasar por chino.

– Quizá debería fingir que soy tu intérprete -sugirió Hulan.

– De acuerdo, pero entonces ¿qué soy yo? ¿Un hombre de negocios, un médico, un turista?

Si era un turista, ¿por qué no se hacía acompañar por una intérprete y conductora del Servicio Internacional de Viajeros de China? Con el traje de Armani y un cambio de actitud, Hulan podía pasar por una china de ultramar. Pero entonces ¿qué hacía allí, de dónde era, quiénes eran sus parientes, qué hacían en América, y qué hacía ella en América? Tenían que prepararse a fondo para responder a esas preguntas sin vacilación, esperaban que sus continuos cambios, sus continuos desplazamientos, evitarían que alguien pudiera identificarlos con precisión.

A las dos habían dejado atrás el bullicio de la ciudad. El cielo tenía un radiante color azul. Bajaron las ventanillas para dejar que entrara el aire cálido. Al cabo de media hora más pasaban junto a fértiles campos plantados de verduras que se extendían desde la carretera hasta el horizonte. Aquí y allá vieron a campesinos inclinados sobre la tierra. Algunos arrancaban malas hierbas, otros podaban retoños desperdigados. Los había que acarreaban cubos de agua colgados de pértigas que llevaban cruzadas sobre los hombros, transportándolos con gran cuidado para poder regar las plantas individualmente.

Los conductores que hallaron en aquella carretera eran aún peores que los de Pekín. La carretera tenía cuatro carriles, dos en cada dirección. Los carriles exteriores se destinaban oficiosamente a peatones, bicicletas, triciclos carreta, carretillas, carros tirados por personas de todos los tamaños y variedades y por bestias de carga. La mayoría de estos vehículos estaban cargados de mercancías.

Los dos carriles centrales se destinaban a los automóviles, camiones que transportaban chatarra, productos y gasolina, auto-buses llenos de gente con bultos de todo tipo sujetos al techo, y scooters cuyos conductores desafiaban al destino zigzagueando en medio del tráfico. Todos adelantaban a todos. Los coches se echaban hacia la izquierda para superar un obstáculo, invadiendo el carril contrario. A veces, y esto ocurría más a menudo de lo que a David le hubiera gustado, dos coches realizaban esta maniobra al mismo tiempo, obligando al más exterior a meterse en el carril de peatones de la izquierda.

Sin embargo, pese a todo, el ritmo del tráfico era relativamente lento. Hulan mantuvo una velocidad de treinta a cuarenta kilómetros por hora, salvo en aquellos momentos en que forzaba el coche hasta los ciento diez o ciento treinta por hora. Así, aunque Guanxian City se hallaba tan sólo a cincuenta y cinco kilómetros de Chengdu, tardaron casi dos horas en llegar. Desde la Ciudad del Brocado pasaron por las aldeas de Xipuzhen, Pi Xian, Ande y Chongyizhen hasta llegar a las afueras de Guanxian, conocida ésta, como había señalado el conserje, como el emplazamiento de la famosa presa de Dujiangyan y su sistema de irrigación. Este sistema, explicó Hulan, era familiar para todos los chinos, pues llevaba más de dos mil años en uso.

Siguieron conduciendo a lo largo de la orilla del Min Jiang hasta que llegaron a la ciudad de Guanxian propiamente dicha. La ciudad conocía una gran prosperidad. Toda aquella zona se había sumido en una vorágine gracias a la cual habían recuperado uno o dos siglos de atraso en tan sólo unos años. Granjas al estilo antiguo y bajos edificios de piedra con cubiertas de tejas quedaban empequeñecidos al lado de altos edificios residenciales y de oficinas. Cerca del río, se notaba la reciente construcción de una serie de urbanizaciones similares a la que habían visto al llegar a Chengdu. Aún faltaba bastante tiempo para que las zonas replantadas suavizaran aquellas brutales heridas infligidas en el paisaje. Hulan no había estado nunca allí, pero suponía que aquella ciudad había sido siempre un foco de atracción por una u otra causa. Ahora que los sichuaneses disponían de dinero de verdad, compraban casas y apartamentos para salir fuera los fines de semana, Hulan sospechaba que hombres de negocios realmente ricos, que podían permitirse el lujo de tener coche y chófer, también podían realizar aquel trayecto diariamente.

De pronto, empezaron a ver carteles anunciando la Granja de Osos y Cabras del Almizcle de Panda Brand.

Desde aquellos carteles, dibujos de animales de color rosa, azul pastel y amarillo pálido (pero no pandas) incitaban a visitarlos en su maravilloso hogar. Hulan siguió los letreros hasta un barrio residencial, pasó por debajo de un portalón donde se leía

GRANJA DE OSOS Y CABRAS DEL ALMIZCLE DE PANDA BRAND y ENTRADA GRATIS, ABIERTA AL PÚBLICO en chino, coreano y japonés, y llegó al aparcamiento, que estaba lleno de autocares turísticos.

Una vez a pie, siguieron más letreros que conducían por un precioso sendero flanqueado por árboles al «área de observación». A su derecha había casas bajas ocultas tras altos muros de piedra. A su izquierda veían rediles abiertos donde pastaba un pequeño rebaño de cabras del almizcle. Se cruzaron con una guía, de uniforme y con un alegre sombrero azul, que apremiaba a sus turistas para que volvieran rápidamente al autocar. Pero después de aquel grupo, el sendero permaneció desierto salvo por unas cuantas gallinas que mudaban las plumas y un par de niños en bicicleta a los que la granja no interesaba en absoluto, puesto que la veían todos los días. Subieron por unas escaleras y cruzaron un pequeño puente que servía como lugar de observación sobre los cercados de los animales. Se adentraron más aún en el complejo, giraron en un recodo y se encontraron con dos cercados contiguos para los osos.

El interior de los cercados estaba limpio y albergaba a unos treinta osos pardos malayos, más conocidos popularmente como osos luna por la marca blanca semejante a una luna creciente que lucían en el pecho. Al ver seres humanos, los animales se alzaron sobre sus cuartos traseros como uno solo. Inmediatamente conprobaron que aquellos osos no llevaban corsés, ni drenajes, ningún otro objeto extraño sujeto al cuerpo, se acercaron bamboleándose hasta quedar debajo del puente. Al mirar hacia abajo y ver sus, cabezas redondas, David se dio cuenta de que eran mucho más pequeños de lo que esperaba. Parecían niños de diez años, bajos rechonchos, con rostros bobalicones que alzaban la vista hacia los visitantes con aire anhelante. Los osos se balanceaban sobre sus patas traseras rogando que les echaran restos de comida.