Volvieron sobre sus pasos y entraron en la tienda de souvenirs. La tienda era lo bastante grande para dar cabida a varios grupos de turistas. Pese a la popularidad del lugar, el gerente ahorraba energía (mandato que se había dado a todo el país) apagando las luces. Así pues, aunque del techo colgaban lámparas fluorescentes en parejas, la única iluminación de la tienda era la de la luz del día que se filtraba por las ventanas y que ya empezaba a menguar.
A lo largo de dos de las paredes había grandes vitrinas de cristal tras las que aguardaban unas jóvenes dependientas para atender a los clientes. En el centro, los pocos turistas que quedaba se hallaban congregados en torno a una larga mesa de la que podían coger ginseng o almizcle para tocarlo y olerlo. Alrededor las otras dos paredes había sofás y mesas bajas donde los cliente, podían sentarse, tomar té, probar los artículos de la tienda y regatear. Tal como había explicado Guang Mingyun, la granja vendía productos derivados del oso. Una y otra vez, David y Hulan preguntaron si se vendía bilis de oso, probando en esta ocasión con una variante de la misma pregunta. David se quejó de problemas de hígado. Hulan dijo que necesitaba la bilis para su madre, que llevaba muchos años enferma. David dijo que quería llevar bilis a Estados Unidos para regalársela a sus amigos. Pero todas las mujeres a las que preguntaron insistieron en que allí no se vendía bilis de oso, porque iba contra la ley.
A las cinco menos cinco se fueron los últimos turistas rezagados. Hulan se acercó entonces a otra dependienta y le dijo que una amiga de Pekín le había sugerido que fuera allí para encontrar bilis de oso.
– Estaba en un error -respondió la chica ásperamente. Cuando David ofreció un soborno, nadie quiso aceptarlo. Apareció entonces el gerente y se dispuso a cerrar.
– Es hora de volver a casa -dijo a Hulan en chino-. Pueden volver otro día.
David y Hulan salieron a regañadientes, pero se quedaron junto al coche para ver salir a las dependientas. La mayoría se marchó en grupos de tres o cuatro, echándose el suéter sobre el hombro, haciendo balancear las fiambreras de la comida, charlando y riendo. El grupo final salió al aparcamiento y se quedó hablando. El gerente cerró la puerta de la tienda, se despidió de sus empleados y enfiló el sendero que llevaba más allá de los cercados de osos y cabras del almizcle. Tres de las dependientas se despidieron por fin, montaron sus bicicletas y se alejaron pedaleando.
Sólo quedaba una de las dependientas. Vestía pantalones cortos de color rosa pálido, camiseta blanca ajustada, calcetines de color carne hasta las rodillas, zapatos negros de piel y de tacón alto que habían conocido días mejores, y chaqueta negra de cuero abierta. La chica caminó contorneándose por el aparcamiento de adoquines en dirección a ellos.
– Sé dónde pueden conseguir bilis de oso, pero les costará dinero -dijo.
– ¿Cuánto?
– Por la dirección, cien dólares americanos. El producto tendrán que negociarlo ustedes mismos.
– Cien dólares es mucho dinero -comentó Hulan. Era casi un tercio de los ingresos anuales medios en su país.
– No pienso regatear -replicó la chica, echándose el pelo hacia atrás.
– ¿Nos llevará hasta allí?
– He dicho cien dólares.
– ¿Y si no nos dice la verdad?
– Trabajo aquí. Pueden venir mañana.
David sacó la cartera y le entregó el dinero. La empresaria en ciernes contó los billetes, los dobló y se los metió en el bolsillo. Sólo entonces les indicó cómo llegar a la Granja de Osos de las Grandes Colinas que, según explicó, también pertenecía a la familia Guang.
Cuando la chica desapareció por un callejón, Hulan dejó escapar un suspiro.
– ¿Puedes conducir tú? -preguntó.
Al notar el cansancio de Hulan, él cogió las llaves del coche. Por fortuna, tenía que pasar por varias calles secundarias antes de llegar a la carretera principal. Aun así, llegó más deprisa de lo que hubiera deseado, pues de repente se encontró intentando sobrevivir sin matar a nadie. Al principio condujo despacio y con prudencia, pero después de que les adelantaran cinco camiones diesel, aumentó la velocidad. Cuando un hombre con una carretilla se metió en el carril de coches para sobrepasar a dos ancianas sir mirar si venía algún coche, David dio unos cuantos bocinazos. El autocar que escupía gases negros por el tubo de escape se detuvo para permitir que una mujer vomitara por la ventanilla, y David aprovechó para cruzar la línea central, pisó el acelerador a fondo, hizo sonar la bocina ininterrumpidamente y adelantó al vehículo. De vuelta a su carril, se volvió hacia Hulan y le sonrió.
Una hora más tarde, cuando llegaron a la aldea de Zing xiuwan, abandonaron la carretera principal y cruzaron un puente tendido sobre el alto Min Jiang. La carretera se estrechó y el tráfico de automóviles cesó prácticamente. Aun así, los peatones caminaban a un lado de la carretera o por el mismo centro. A partir de allí, siguieron el río Pitao, afluente del Min Jiang. El motor del coche gruñó cuando la pendiente se hizo más empinada. David deseó volver a las extravagancias de la carretera principal cuando la que seguían se convirtió en gravilla deslizante y se llenó de baches. A la derecha, un profundo barranco cortaba a pico las montañas cubiertas de rododendros cuyas cimas amortajaba la neblina. Incluso allí arriba, se había dado buen uso a cada centímetro de suelo. Había bancales, por supuesto, pero más impresionantes resultaban las franjas de tierra, a veces de apenas unos metros de anchura, en las que habían plantado coles, coles chinas y cebollas.
Empezaba a anochecer cuando Hulan dio un grito.
– ¡Para el coche! -David se detuvo al borde del barranco-. ¡Mira! -dijo ella excitadamente-. ¡Mira allí abajo!
El se inclinó por encima de ella para mirar hacia el fondo del barranco. Vio el río y a unos cuantos hombres trabajando a lo largo de la orilla. Detrás de ellos, un imponente edificio, bajo, compacto y sin ventanas, parecía desolado y totalmente fuera de lugar en aquel paraje casi idílico.
– ¿Sabes qué es? -No le dió ocasión de responder-. Tiene que ser el Campo de Reforma de Pitao, el lugar al que enviaron a mi padre.
– Mirémoslo bien.
– No creo que debamos.
– Nosotros estamos arriba. Ellos están abajo -argumentó David-. No creo que pase nada.
Salieron del coche y se situaron junto al precipicio. Dentro del recinto del campo, donde no crecía ni una brizna de hierba, vieron a varios hombres con tristes uniformes grises que picaban piedra. Otros depositaban las piedras picadas en capazos que se echaban sobre la espalda y acarreaban hasta el río. Otro grupo de hombres formaba una hilera en el agua, que a algunos llegaba hasta los tobillos y a otros hasta la cintura. Aunque la provincia de Sichuan tenía un clima mucho más cálido que Pekín, el agua que bajaba por el río procedía de la nieve derretida. Los hombres de los capazos los dejaban en tierra y empezaban a pasarse piedras de mano en mano.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó David.
– Si estuvieran en otro lugar, cerca de tierras cultivadas, por ejemplo, diría que tienen algún tipo de proyecto de irrigación o de desviación de la corriente. Pero, fíjate, la corriente arrastra las piedras. No están construyendo nada. Sencillamente se mantienen ocupados.
– Me resulta difícil imaginar a Guang y a tu padre haciendo ese tipo de trabajo,