Madeleine Prentice repasó su lista con un dedo. Llevaba las uñas perfectamente arregladas.
– Quién más tiene que ir a juicio esta semana? ¿Laurie? Laurie Martin, embarazada de siete meses, abrió su expediente y ofreció un resumen.
– El quince de septiembre funcionarios de aduanas recelaron de una mujer, Lourdes Ongpin, que bajó de un avión de la United procedente de Manila vestida con impermeable. Aunque no es raro que la gente lleve abrigo o suéter cuando viaja, a los de aduanas les pareció que en aquel caso era extraño, puesto que temperatura en Los Angeles era de 27 grados centígrados.
De acuerdo con las explicaciones de Laurie, los funcionarios interrogaron a la mujer. ¿Dónde pensaba alojarse? ¿Era suyo un viaje de negocios o de placer? Mientras, los inspectores se percataron de dos cosas. Primero, la mujer despedía un olor peculiar y segundo, su impermeable parecía tener vida propia. La llevaron a una sala de interrogatorios, donde hallaron quince caracoles gigantes que pesaban casi medio kilo cada uno, metidos en el forro del impermeable.
Los demás parecían nerviosos mientras Laurie hablaba. Sabían que el modo de ganar prestigio era consiguiendo que condenaran a un senador corrupto o a un conocido narcotraficante, no acusando a contrabandistas de animales exótico. Aunque estuvieran protegidos por tratados internacionales, los caracoles gigantes no conseguirían jamás salir en la portada del Times.
Con su habitual sentido del efectismo, Madeleine dejó el caso de David para el final, y tras oír su sinopsis preguntó:
– ¿Crees que el asesinato está relacionado con banda Ave Fénix, o que sencillamente alguien del barco mató a ese hombre?
– Las tríadas no se han detenido jamás ante nada. ¿Tienen relación con este caso? Lo ignoro.
– Podría ser la brecha que has estado buscando.
– Cierto. Si puedo demostrar su actividades mafiosas o el incumplimiento de las leyes de inmigración, quizá también demuestre que han cometido asesinato.
– Quisiera tener al Departamento de Justicia en esto, quizá incluso al Departamento de Estado -dijo Madeleine-. Veamos si pueden ayudarnos. Que yo sepa, no trabajamos con china, pero quizá hallemos el modo de obtener ayuda, aunque no sea oficial.
– Aceptaré la ayuda venga de donde venga, siempre que el caso siga siendo mío.
– En lo que a mí respecta es tuyo. -Madeleine paseó la mirada brevemente por la sala-. ¿Alguien más? ¿No? Bien, pues entonces, vayamos a obtener unas cuantas condenas.
David se sirvió otra taza de café y se dirigió a su despacho, donde Jack Campbell y Noel Gardner le aguardaban. Ninguno de los dos había dormido demasiado, como demostraban sus rostros ojerosos y sus ropas arrugadas.
– No lo hubiéramos conseguido sin usted -repuso Campbell a David mientras éste se sentaba.
– Estaba tan asustado como los demás -repuso David, meneando la cabeza.
– No; usted supo estar a la altura de las circunstancias, cuando peor estaban.
– Sólo hice lo que consideré correcto -dijo David tímidamente. Reordenó unos papeles que había sobre su mesa y preguntó-. Bien, ¿qué ha ocurrido con los inmigrantes?
Campbell explicó que de los 523 inmigrantes a bordo del Peonía, 378 habían sido deportados gracias a que el gobierno chino les había proporcionado un carguero vacío para el viaje de regreso, pero sobre todo gracias a la eficacia del Servicio de Inmigración, que se aseguró de que los inmigrantes permanecieran aislados después de desembarcar.
– De ese modo no tuvieron ocasión de comunicarse los unos con los otros para inventar historias, ni siquiera para recuperarse de su dura experiencia y poder pensar con claridad.
– Nadie quiere que se repita el desastre del Aventura Dorada -añadió Noel Gardner-. Hace casi tres años que aquel barco varó en Nueva York y aún albergamos a más de cincuenta de aquellos chinos. A cincuenta y cinco dólares por día, nos han costado más de diez millones. El Servicio de Inmigración quiere que se resuelva el asunto de los inmigrantes del Peonía y que salgan del país antes de que los grupos pro derechos humanos tengan tiempo de movilizarse.
Durante toda la tarde y la noche anteriores, explicó Campbell, se había separado a los enfermos y a los más débiles de los que estaban sanos y más animados. Al llegar la medianoche, antes incluso de que David hubiera salido del hospital, docenas de inmigrantes se habían duchado y habían comido un sencillo estofado de buey. Rápidamente se les había comunicado su derecho a un abogado y una audiencia, pero los funcionarios de inmigración también habían puesto el énfasis en las ventajas de aceptar ropa limpia, comida y un pasaje de vuelta a casa en lugar de una prolongada estancia en la cárcel sin garantías de recobrar la libertad. Después los inmigrantes había sido llevados a los juzgados del centro de internamiento de Terminal Island, donde los jueces, malhumorados por haber sido arrancados del sueño, repitieron el mismo consejo.
– ¿Alguna noticia sobre la tripulación? -preguntó David, cambiando de tema.
– Los guardacostas vigilan las playas -contestó Jack-. No se ha avistado ningún cuerpo llevado por la corriente, pero en realidad tampoco lo esperaban. La tempestad era muy fuerte y cuando la tripulación abandonó el Peonía el barco se hallaba aún en alta mar.
– Creo que tendrán más suerte si buscan en San Pedro, Long Beach o Chinatown.
– Sería una buena idea, pero seamos realistas: este caso no tiene prioridad. La Agencia no va darnos los hombres que necesitaríamos para comprobar todos los bares y hoteluchos. Noel y yo intentamos hacer lo que nos pide, pero también tenemos nuestras prioridades. Me quería en Terminal Island hablando con esos inmigrantes y allí fui. Quería que Noel se quedara con el cadáver-y eso fue lo que hizo.
– ¡Dios, el cadáver! -David se volvió hacia Noel-. ¿Cómo está mi cadáver? Mejor aún, ¿quién es mi cadáver? ¡Eh! ¿No tenía que quedarse con él?
– No se preocupe -le tranquilizó Noel-. Está en el depósito de cadáveres de Long Beach. No se moverá de allí.
– Gardner le dio el tratamiento de un caso del FBI -alardeó Campbell.
– Le dije al forense que era un asunto federal de vida o muerte -dijo Noel con una sonrisa de oreja a oreja-. Aceptó hacer la autopsia de inmediato, pero el mérito no ha sido mío. Nuestro Juan Nadie llevaba un tiempo muerto y el forense quería meterlo en la nevera lo antes posible.
Noel abrió su cuaderno de notas y empezó a leer con precisión
– La víctima es un varón de veintipicos de años y cincuenta y cinco kilos de peso. El cabello demuestra que es chino. -Noel y el forense estaban de acuerdo con la conjetura de David, y opinaban que la víctima no era un inmigrante ni un miembro de la tripulación-. Nuestro hombre tenía arreglos dentales bastante caros, aunque el forense no ha podido explicar el estado actual de los dientes, que estaban…
– Negros, lo recuerdo.
– Y luego está el Rolex -prosiguió Noel-. Era auténtico.
– ¿De qué murió?
– Ahí es donde la cosa se pone interesante. ¿Recuerda eso de las manos y los pies? La piel se sale como si fueran guantes y calcetines cuando un cuerpo ha estado sumergido en agua mucho tiempo. También nos dijo que nuestro Juan Nadie fue torturado antes de morir.
– ¿Torturado?
– A pesar de la descomposición, el forense halló quemaduras profundas en los brazos y el cuello. O le torturaron, o tenía una manera muy extraña de apagar los cigarrillos.