– ¿Ba? -dijo Hulan, con una voz que parecía casi infantil.
– Todo eso son mentiras -dijo su padre.
– Es la verdad, Hulan -dijo Zai-. Tú eras sólo una niña. Sólo veías a tu madre y tu baba. No sabías lo que pasaba.
Hulan parecía confusa.
Zai se volvió de nuevo hacia su antiguo amigo.
– Pero yo sí, como muchos otros. Cuando se emprendió la Revolución Cultural, sabía que sería más difícil protegerte. Pronto empecé a oír rumores de que los trabajadores querían matarte. Yo me negué a aceptar la realidad. Eso es algo con lo que tendré que vivir el resto de mis días.
Zai vaciló antes de seguir.
– Un día, Jinli vino al Ministerio. Los buitres vieron su oportunidad. La rodearon. Le recitaron tus delitos. Déjame decirte que la secretaria Sung fue la peor de todos.
– Era una muchacha preciosa, pero tenía veneno en el corazón -convino Liu.
Hulan comprendió súbitamente que todos sus recuerdos de infancia eran falsos.
– Me sujetaban, nos acusaban a Jinli y a mí de ser fornicadores. Bajó la voz al visualizar las imágenes-. Veo a Jinli en el balcón, retrocediendo más y más hasta que topa con la barandilla, pierde el equilibrio… Mientras agitaba los brazos, miró en derredor buscando ayuda, pero nadie se la prestó. Cayó al patio.
Zai alzó la vista y vio a Hulan con la cara anegada en lágrimas.
– Dijeron que si alguien la tocaba aprendería también a volar -prosiguió-. Los dos recordamos cómo eran las cosas entonces. Aquella gente decía la verdad, y nadie quiso arriesgarse a morir. Jinli estuvo tirada en el patio durante cuatro días mientras yo iba a buscarte. ¡Cuatro días! ¡Tanto tiempo! Pero la gente era tan dura, tan implacable. Tales crueldades eran cosa habitual. Por lo general dejaban a las víctimas que muriesen. Pero yo no podía permitir que eso ocurriese.
– Cuando viniste por mí, ¿ella estaba allí tirada, sola? -preguntó Hulan-. Ba, ¿dónde estabas tú?
Liu cayó de rodillas. Se había puesto pálido.
– Tus vecinos lo tenían retenido en el hutong -dijo Zai.
– ¿Durante cuatro días? -preguntó ella. Su educación no le permitía creer aquella sencilla respuesta.
Por primera vez desde la llegada de Zai, Liu habló directamente con su hija.
– No, no estuve en el hutong todo el tiempo.
– Estabas con la secretaria Sung -supuso ella.
– Ya me había cansado de ella -dijo Liu meneando la cabeza-. Estaba con otra mujer, una de las muchachas que servían el té en el Ministerio. -Fijó en Hulan una mirada atormentada-. Y lo que tú dijiste en el hutong…
– Todo lo que oíste, cada una de las palabras que Hulan pronunció eran una mentira pensada para salvarte la vida -dijo Zai. Pero además, quería que la noticia llegara al Ministerio de Cultura. La gente se apiadó de Jinli y pude llamar a una ambulancia. La envié a Rusia donde su dinero podía procurarle cuidados médicos decentes y seguridad. Envié a Hulan al exilio, lejos de su familia, lejos de su patria. El resto ya lo sabes.
– Todo lo que ella hizo… -Liu empezó a temblar y no pudo terminar la frase.
– Tu hija fue como la Liu Hulan legendaria -dijo Zai por él-. Se sacrificó a sí misma para salvarte a ti y a su madre.
Liu dejó escapar un sonido gutural. Luego se movió con celeridad, avanzando a cuatro patas hasta la pistola que Hulan había dejado caer. La cogió y se puso en pie.
– Baja la pistola -dijo Zai sin dejar de apuntarle.
Liu no le escuchaba. Miró a su hija.
– Lo siento -dijo.
Intentó decir algo más, pero no pudo. Antes de que los otros pudieran detenerlo, se apuntó ala cabeza y disparó.
25
14 de febrero a 14 de marzo. El regreso
Para David transcurrieron varios días en una nube de dolor y drogas. Lo ingresaron en un hospital de estilo occidental de Chengdu, donde le sometieron a una larga operación para extraer la bala y reconstruir los huesos de su brazo. Había perdido mucha sangre, pero el médico aseguró a Hulan que se restablecería totalmente. Lo mejor que podía hacer David por el momento era guardar cama y descansar.
El primer día en el hospital, Hulan se sentó en el borde de la cama de David, esperando a que recobrara el conocimiento, mirando distraídamente las noticias de una cadena de televisión local. De repente, las palabras del periodista se abrieron paso en su cerebro. «Deprimido por la muerte de su hijo, el embajador de Estados Unidos en China, William Watson, se ha suicidado esta mañana en su residencia oficial», anunciaba, mientras en pantalla aparecía el cuerpo de Watson siendo sacado en una camilla de la residencia oficial. A esto le siguieron varias tomas de Elizabeth Watson subiéndose a la parte posterior de una limusina y de Phil Firestone realizando una declaración en la que lamentaba la pérdida para Estados Unidos y China de un hombre excepcional.
Hulan llamó a Zai. Este le dijo que había enviado a varios hombres a la embajada para arrestar a Watson (más tarde se preocuparían por la inmunidad diplomática), pero había sido demasiado tarde. Tras abandonar la granja, Watson había vuelto a Chengdu para coger un avión con destino a Pekín, donde su mujer le había echado en cara la muerte de Billy. Incapaz de aceptar las mentiras de su marido, lo había matado. El propio Zai había tomado un avión para entrevistarse con ella, pero el crimen se había cometido dentro de la embajada, por lo que el problema era para los americanos.
Phil Firestone había actuado con rapidez, disponiéndolo todo para que la señora Watson acompañara el cadáver de su marido hasta Washington, donde sería enterrado con todos los honores en el cementerio de Arlington.
David empezó a curarse. Hulan iba al hospital todos los días con botes llenos de sopa. Juntos vieron el final de la historia en la televisión. En la Hora internacional de la CNN, escucharon el panegírico del presidente sobre su viejo amigo, y después sus manifestaciones de corte político sobre el conflicto existente con China. Esperaba que se resolviera, pero si no podía ser, al igual que Big Bill Watson, que durante toda su vida había combatido a los tiranos, tanto en su país como en el ámbito internacional, también él tomaría serias medidas.
– Apágalo -dijo David.
Al contrario que el gobierno de Estados Unidos, los funcionarios chinos prefirieron usar aquel caso como ejemplo. Irónicamente, era improbable que la población china creyera el relato sobre el suicidio auténtico de Liu, dadas las numerosas falsedades políticas que habían oído en el pasado. Aun así, un cuarto de la población mundial contempló cómo el triángulo de hierro se cerraba en torno a otros correos hallados en la Posada de la Tierra Negra, a la joven dependienta de la tienda de souvenirs de Panda Brand, así como a otros que estaban involucrados en el embalaje, venta y transporte de la bilis de oso.
Para el panegírico oficial de Liu, un documento escrito por un comité que determinaría la consideración que habían de recibir él y su familia durante los cincuenta años siguientes, el gobierno sacó a relucir todo tipo de revelaciones deshonrosas, desde el estilo de vida decadente de sus abuelos, pasando por su corrupción en el Ministerio de Cultura, y concluyendo con los asesinatos y el contrabando. De acuerdo con la tradición, los descendientes de Liu eran también examinados. Mientras que a nivel personal, tal vez Hulan no se sobrepusiera jamás a los acontecimientos vividos en la granja de osos, su papel allí evitó que cayera en desgracia. De hecho, en los medios de comunicación había habido ya una breve sucesión de historias para recordar las hazañas de la mártir revolucionaria Liu Hulan, estableciendo paralelismos entre su vida y la de la inspectora.