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También se estrecharon las manos y Guang Mingyun se perdió entre la multitud.

Zai se aclaró la garganta y dijo unas últimas palabras en chino. Los otros asintieron y se alejaron, de modo que sólo Zai, David y Hulan permanecieron allí.

– Una vez más, le agradecemos su ayuda -dijo el anciano-. China es un buen país, pero a veces cometemos errores.

– Nosotros también -dijo David.

– En estos sucesos -prosiguió Zai-, ni China ni Estados Unidos han quedado completamente limpios ni completamente sucios. Murió gente que no debía morir. Estoy pensando sobre todo en el investigador Sun y el agente especial Gardner. Debemos honrar su memoria recordando nuestro último éxito. Espero que en el futuro podamos seguir colaborando para erradicar la corrupción y otros delitos. Aún tengo mucho que hacer aquí, y me temo que usted también tendrá difíciles tareas que realizar en su país, pero creo que hemos tenido un buen comienzo.

– Gracias.

– Gracias. -Zai miró en derredor-. Mantendré alejados a los otros. -Tras estas palabras, salió de la sala de espera y se quedó en la puerta, dejando solos a David y a Hulan.

– Será por poco tiempo -dijo él.

– Lo sé.

– Pronto vendrás.

– Iré.

– Lo prometes.

– Lo prometo.

– Si no vienes, volveré a por ti.

– Cuento con eso -dijo ella con una sonrisa.

Cuando llegó la hora de subir al avión, a David le costó separarse de ella. Cuando caminaba por la rampa hacia el avión, se volvió para mirarla una última vez. Hulan estaba sola, con los ojos secos. Cerca de ella, una anciana barría el suelo. Unos cuantos jóvenes con uniforme del ejército caminaban con la premura de iniciar sus permisos. Un puñado de hombres de negocios pasó por su lado hablando por teléfonos móviles. David dijo adiós a Hulan con la mano y se dio la vuelta.

Después del despegue, David abrió el paquete que le había dado Guang Mingyun. No sabía qué esperar, pero desde luego no hubiera adivinado nunca que era un disquete de ordenador. Lo sostuvo pensativamente durante un par de minutos, balanceándolo en la mano. Cuando se apagó la luz del letrero del cinturón de seguridad, David se levantó y se dirigió a donde Beth Madsen trabajaba en su ordenador portátil. El asiento de al lado estaba vacío.

– ¿Puedo? -preguntó.

– Claro. -Cuando David se sentó, Beth señaló la escayola con la cabeza-. Me alegro de ver que más o menos está de una pieza. ¿Puedo preguntarle qué ha ocurrido?

Después de que David se lo explicara y le diera las gracias por su ayuda, ella respondió:

– No había pasado tanto miedo en toda mi vida, y eso que yo no hice nada.

– Su ayuda fue muy importante para nosotros. No sé qué hubiéramos hecho…

– Ahora todo ha terminado. Eso es lo principal. -Al ver la expresión de David, añadió-: ¿O no?

– Por eso he venido. Tengo que pedirle otro favor.

Le tendió el disquete de ordenador. Ella cerró el fichero en el que trabajaba e insertó el disquete. No tenía contraseñas ni códigos secretos, sino hojas de cálculo en las que se detallaban envíos, fechas de envíos futuros y plazos de pago de disparadores nucleares fabricados por Red Dragon Munitions Company, una sección de China Land and Economics Corporation, y vendidos a un consorcio de generales del Ejército del Pueblo. Pulsando un símbolo apareció otra hoja de cálculo en que se mostraba cómo el consorcio había dispuesto que los disparadores se revendieran a varios países e individuos.

– Sabe qué es esto? -preguntó David.

Beth Madsen sacó el disquete y se lo devolvió.

– No quiero saberlo, y no creo que usted tampoco quiera. -Luego, fingiendo despreocupación, añadió-: Bueno, veamos si podemos conseguir que una azafata nos sirva champán. Creo que lo necesito.

Cuando David vio a Madeleine Prentice y a Rob Butler en la fiscalía, éstos se hallaban ya al corriente de sus actividades en China. Les dio el disquete y ellos no volvieron a mencionarlo. Pero al cabo de varios días pudo comprobar su efecto en pequeñas noticias en las páginas de los periódicos y en crípticos faxes que le enviaba Hulan. Se habían producido nuevos arrestos a ambas orillas del Pacífico. De los llevados a cabo en China, Hulan creía que tal vez David reconociera el nombre del general Li, que, hasta su caída, había formado parte del Comité Central. Era el abuelo de Li Nan, la princesa roja que habían conocido en su visita al club nocturno Rumours.

David no conocía los nombres de los arrestados en Estados Unidos. La mayoría de ellos no eran ciudadanos americanos, pero había un puñado de chiflados que sí lo eran y que también habían comprado disparadores nucleares a través de intermediarios chinos. Hasta entonces, el nombre de Guang Mingyun no había salido en la prensa. David sospechaba que no saldría jamás.

Todo esto, David lo observó con un interés pasajero, puesto que estaba ocupado en sus propios casos. Madeleine le había dado el visto bueno para procesar a Hu Qichen y Wang Yujen. Armado con la información que le había gritado Spencer Lee en su paseo hacia la muerte y mediante mandamiento judicial, David consiguió los registros financieros de Lee Dawei en varios bancos del sur de California y pudo juntar las piezas de un complejo rompecabezas de blanqueo de dinero. David se presentó entonces ante el Gran Jurado y consiguió una acusación. Inmediatamente después del arresto de la cabeza del dragón, toda la organización empezó a desintegrarse. David se pasaba los días entrevistando a testigos que se presentaban voluntariamente. Había trabajado durante muchos años para llegar a aquel momento, pero no se hacía ilusiones. El Ave Fénix había sufrido un duro golpe, quizá incluso hubiera sido completamente derrotado, pero en el vacío que dejaba, otra banda se haría con el poder.

El 13 de marzo, David invitó a Jack Campbell a correr con él alrededor de Lake Hollywood al día siguiente. Por la mañana, el agente del FBI, vestido con chándal, se encontró con David en la entrada del recinto del lago. Mientras realizaban los estiramientos, Campbell bromeó con David por intentar correr con el brazo escayolado, pero David le contestó con tono tenso que así se activaba su circulación y eso le ayudaba a recuperarse. Luego, para relajar el ambiente, David palmeó al agente en la espalda, movió las piernas como si corriera y volvió a los estiramientos.

Emprendieron la marcha a paso lento. Aún era temprano y sólo unos cuantos corredores se les habían adelantado. El aire era fresco y el lago reflejaba el cielo azul. David esperó hasta comprobar que no había nadie más en el sendero; entonces empujó al agente contra la verja, apoyando la escayola bajo el mentón de Campbell para impedir que se moviera. La expresión de sorpresa del agente fue rápidamente reemplazada por una carcajada.

– ¡Qué coño! Es usted muy hábil con esa cosa.

– ¡Dígame de qué iba todo el asunto!

– ¿Qué hay que decir? -preguntó Campbell, intentando encogerse de hombros.

– Todo esto nunca tuvo nada que ver con animales en peligro, ni drogas, ni inmigrantes ilegales, ni las tríadas. Así que, ¿y si cuenta la verdad?

– ¿La verdad? No puedo -dijo Campbell.

David apretó más la escayola contra el mentón del agente.

– Creo que me lo he ganado.

– Parece muy duro para ser un fiscal, pero, oiga, que soy yo quien lleva el arma.

Una leve sonrisa asomó a los labios de David.

– Creo que no.

El agente buscó el arma que llevaba en una pistolera atada a la cintura. Sus ojos se agrandaron cuando se dio cuenta de que no la llevaba.

– Se la he quitado mientras hacíamos los estiramientos.

– No creía que tuviera lo que hay que tener. Tiene cojones, Stark. Lo admito.

– Probemos otra vez.