El ascensor que habían utilizado Rob y Corrie estaba un poco apartado de la entrada principal, al final de la cámara abovedada. Tuvieron que caminar cerca de cien metros por el liso piso de basalto para llegar al punto de entrada oficial. Por encima de ellos pendían grandes candelabros centrales, que recibían energía de los generadores instalados mucho más arriba, en la superficie. Justo antes de llegar al principal punto de recepción, Rob se detuvo y se volvió a Corrie.
—No quiero cometer otro error sobre lo que sabes y lo que no sabes —dijo—. Seguramente has tenido mucha más preparación científica de la que admites, para darte cuenta tan rápido de la relación entre la Araña y los Topos Carboneros. ¿Cuál es tu especialidad?
Corrie le sonrió, con una mirada burlona en los ojos.
—No soy más que un mensajero de Regulo, eso lo sabes. Pero también soy ingeniero diplomado, mi proyecto de graduación se centraba en grandes estructuras espaciales. Y por si crees que la herencia es determinante te diré que hay ingenieros en ambas ramas de mi familia. Pero debes saber algo…
Se interrumpió en medio de la frase, y la sonrisa se le desdibujó. Contrajo los labios, mirando más allá de Rob, hacia la principal zona de recepción de Camino Abajo.
—Perdóname, Rob. Esto es lo que he estado temiendo desde que has sugerido venir a Camino Abajo, pero no esperaba que sucediera apenas llegáramos. Mira a tus espaldas. Ésa es la razón por la que no quería venir a comer aquí. Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás.
5
«LA LUZ DE OTROS DÍAS»
Frente a ellos, la caverna que era Camino Abajo se ensanchaba en lo que era la sala principal, de quinientos metros de ancho. A cada lado se abrían cámaras más pequeñas, conectadas con la sala principal por una serie de arcos y túneles naturales. El piso era todo de liso basalto, y llevaba en una suave curva hasta el punto más bajo de Camino Abajo, desde la mitad de la cámara principal. Rob y Corrie estaban frente a la escalera mecánica que bajaba hacia el punto central de dispersión, desde donde los clientes y sus invitados podían elegir los casinos, las cámaras sensoriales, los reservados, las habitaciones de placer, o cualquiera de los seis renombrados restaurantes a los que Camino Abajo debía su fama en todo el Sistema.
Corrie estaba inmóvil, con los ojos fijos en un pequeño grupo de gente a treinta metros de ellos. Rob siguió su mirada mientras bajaban. Había cuatro personas en el grupo, dos hombres y dos mujeres. La atención de Corrie se centraba en el rostro sonriente de la mujer más pequeña.
Era baja, quizá no más alta que Corrie. Pero, en lugar de la figura delgada de Corrie, tenía un cuerpo pleno y sensual, resaltado por el ajustado vestido de gala. Sus cabellos oscuros y brillantes, peinados hacia atrás, dejando libre la frente le enmarcaban la pequeña cabeza. Rob veía su perfil. Cuando se acercaron, reparó en la delicadeza de los pómulos bajo una piel perfecta y bronceada, la boca amplia y el iris oscuro de los ojos con su halo blanco apenas azulado. Reía el comentario de uno de sus acompañantes.
Corrie había vacilado antes de bajar de la escalera. Al llegar abajo volvió a vacilar. Mientras estaba allí parada, con Rob a sus espaldas, uno del grupo se volvió y los vio por casualidad. Volvió la cabeza rápidamente y habló en voz baja con los otros. Todos se volvieron a un tiempo para mirar a la pareja que llegaba.
Se hizo una pausa larga e incómoda, durante la cual Rob pudo observar a los otros tres del grupo. Los dos hombres eran altos y delgados, impecablemente vestidos con vistosos trajes de etiqueta. Rob tuvo la súbita y desagradable impresión de que estaba frente a un par de acompañantes sociales, y al mismo tiempo se dio cuenta de que su propia ropa no era la adecuada para un local tan pretencioso como Camino Abajo. Miró a Corrie, dándose cuenta por primera vez del buen corte y elegante diseño de su traje: ella había comprendido mejor que él cómo debía vestirse.
La otra mujer era una rubia alta, de cara delgada, mejillas rojas y delicados brazos. Aunque las dos mujeres llevaban vestidos largos y tornasolados, la impresión que daban era muy diferente. El traje de la mujer alta era como una funda que envolvía a un adorno frágil y delicado. El de la otra era como el envase de una llama en movimiento.
Finalmente la mujer de piel más oscura quebró la tensión entre los dos grupos.
—Cornelia, querida mía. Jamás habría esperado encontrarte en este lugar. ¿Qué te ha impulsado a probar los placeres de Camino Abajo?
Su voz sorprendía: era profunda y más grave de lo que se esperaba. Había vuelto a sonreír, dejando ver unos dientes pequeños e iguales de un blanco resplandeciente. Rob miró instintivamente sus sienes y el costado del cuello. Las cicatrices estaban allí, pero el trabajo había sido soberbio. Las marcas eran apenas visibles, de modo que con maquillaje era difícil decir si se había realizado una operación de rejuvenecimiento.
Rob seguía mirando, incapaz de controlar su curiosidad. La mujer parecía vibrar y latir con una energía y una vitalidad artificiales, mientras que su piel parecía resplandecer debajo de la superficie. Entonces la miró a los ojos otra vez, y tuvo el primer indicio de otra cosa. La pupila de uno parecía apenas más grande que la del otro. Le miró las manos. Allí estaba, el leve temblor característico, y había una tenue línea de sudor en el labio superior. Rob sintió una pizca de compasión.
—Perdóname, Senta —el tono de Corrie era rígido e incómodo al tomar a la otra mujer de la mano—. Sabía que siempre vienes aquí, pero pensaba que no había muchas probabilidades de encontrarnos. He venido porque me han invitado. —Se volvió a Rob—. Quiero presentarte a un amigo —la voz sonó ronca—. Senta, te presento a Rob.
—Encantada de conocerte —tomó una mano de Rob entre las suyas y la inspeccionó, mientras él no decía una palabra. La piel de ella ardía—. Muy bien —dijo ella al fin—. Ahora permíteme que te presente a mis amigos. Howard Anson.
El más alto de los dos hombres le hizo una cortés inclinación de cabeza a Rob, cuya mano seguía prisionera de Senta. Luego, sorprendentemente, le dirigió un grosero guiño y una sonrisa burlona.
—Éstos son Eiro y Lucetta Perion —continuó la mujer.
Los otros dos miraron a Rob confusos, era obvio que ellos sabían algo que él ignoraba, y eran menos hábiles que Howard Anson para ocultarlo o aceptarlo. Senta parecía no darse cuenta de sus reacciones.
—No es tu tipo —le dijo a Corrie, soltando por fin la mano de Rob—. Es muy agradable. —Lo miró a través de sus largas y espesas pestañas—. ¿Cómo has dicho que se llama?
A pesar de saber lo que ella era, Rob sintió la atracción sexual que emanaba de la mujer frente a él. ¿Cuántos años tendría? Cincuenta por lo menos, suponiendo que había sufrido sólo un tratamiento de rejuvenecimiento. La cara y el cuerpo seguían siendo los de una mujer de veinte, cubierto del sutil olor a deseo de una mujer madura y experta. Era la naturaleza reforzada por otro factor. El aspecto de esos ojos oscuros y el temblor de las manos eran inconfundibles. Senta, hermosa, sensual y obviamente rica, era una adicta a la taliza.
La droga había sido probada y utilizada ampliamente durante los cinco años siguientes a su descubrimiento. Parecía el instrumento ideal, la respuesta a los sueños de los psicólogos. Un paciente podía volver a vivir, con todos los detalles, sus experiencias anteriores.
Rob ya la había visto en funcionamiento. Con el estímulo correcto, la regresión era instantánea y total. No conseguía que el paciente recordara la escena original, sino que volvía a vivirla tal como había sucedido. Se volvían a oír las conversaciones, escenas que se repetían en la memoria, como viejos mensajes vueltos a emitir en el cerebro estimulado. El paciente repetía las palabras exactas a medida que los estímulos auditivos y visuales entraban en cortocircuito y eran reemplazados por los recuerdos.