—Bien, hablaremos del tema después del amarre. ¿Querrías averiguarme un par de cosas más, Howard? No tengo tiempo de ocuparme yo.
Rob se estaba poniendo más y más inquieto. El tiempo lo presionaba. Anson asintió.
—Dime lo que necesitas.
—No estoy seguro de los detalles. Quiero saber más sobre el Cancer pertinax, éste es el primer punto. Necesito saber también cuánta gente sufre de él, cuáles son los tratamientos, y si se está cerca de descubrir un remedio. Tiende a ser hereditario, pero me gustaría que averiguaras además si hay posibilidades de infección.
—Eso es fácil. La información estará en los bancos públicos de datos o en los programas de investigación. A menos que Morel tenga tratamientos sobre los que aún no haya informado; siempre prefirió esperar a perfeccionar sus técnicas antes de hablar de ellas. Veré qué puedo hallar. ¿Algo más?
Rob vaciló.
—No creo que esto esté en ningún banco de datos. Quiero saber algo sobre Corrie. Senta dice que es hija de Regulo. Corrie asegura que no lo cree. ¿Hay alguna manera de averiguar la verdad, por pruebas de cromosomas o comparación genética?
—Ah —Howard Anson se restregó el pecho pensativo mientras pasaba una linterna mental por su banco de datos interior—. Creo que ésta es difícil —dijo al fin—. Ya puedo confirmarte que no habrá nada en los archivos públicos. Hace un par de años hablé del tema con Senta. No me llevó a ningún lado. Yo reaccioné como tú cuando ella me dijo que Corrie era hija de Regulo; nada lo corrobora, ni el certificado de nacimiento ni ninguna otra prueba. Le pedí más detalles pero tiene grandes lagunas en la memoria. Probablemente sea parte de los mismos recuerdos que hemos intentado atrapar por medio de los trances de taliza. —Se encogió de hombros—. Investigaré una vez más, pero no esperes gran cosa. ¿Se te ocurre alguna razón para dudar de que Senta esté diciendo la verdad?
—No —Rob estiraba el brazo para cortar la comunicación—, ninguna. Pero haz la pregunta al revés. ¿Se te ocurre alguna razón para creer que Corrie miente? No pueden tener razón las dos.
15
UN PUENTE A MIDGARD
El Tallo-de-habichuela había comenzado por fin a desenrollarse. Bajo la influencia combinada de la gravedad y de impulsos precisos había dejado su posición en L-4 e iniciado su larga caída hacia la Tierra. El principal cable transportador de carga estaba oculto, cubierto en casi toda su longitud por cables superconductores de energía y por las guías regularmente espaciadas de los impulsores. Toda la estructura, de ciento cinco mil kilómetros de largo, quedó extendida como un fino hilo de plata a través del sistema Tierra-Luna, trazando un arco que cubría una cuarta parte de la distancia entre la Tierra y la Luna. Lejos de ese arco, pero moviéndose más rápido a cada segundo que pasaba en una trayectoria que la llevaría a una distancia de perigeo de noventa mil kilómetros, una masa de mil millones de toneladas de roca y metal había comenzado también su aproximación. Descontrolada, bajaría a la Tierra y volvería a subir, yendo más allá de la Luna, antes de llegar con lentitud a un distante apogeo.
Hacía un año, el asteroide había sido un elemento natural del Sistema Solar. Su órbita recorría un sendero excéntrico de Saturno a Venus. Entre los millones de asteroides candidatos cuya composición, masa y órbita estaban almacenadas en los bancos de datos, Sycorax había seleccionado a éste, había decidido que era el más conveniente para las necesidades del Tallo. Tras un cuidadoso extrusionado del exterior y delicados ajustes en la distribución de masa, Sycorax había decidido que estaba preparado. El asteroide podía cumplir ya su nuevo propósito en el Sistema. Sería el lastre, el peso al extremo del péndulo.
El resto de los componentes esperaban en órbita sincrónica, estacionarios encima de Quito. El satélite de energía ya estaba funcionando, y los receptores fotovoltaicos se mantenían de espaldas al Sol hasta que fueran necesarios. Cerca estaban los vagones de materia prima, los módulos de pasajeros y los robots de mantenimiento, mil unidades distintas enlazadas por una red contenedora hecha de finos cables. Hasta el Contacto no habría más que una paciente espera.
En la Tierra también había poca actividad. Era de noche en el Control de Amarre en Quito, y la hora de aterrizaje se había fijado para las nueve de la mañana siguiente. Luis Merindo, solo, merodeaba por el perímetro del gran hoyo y miraba su obra. Su permanente sonrisa había desaparecido. Escudriñaba las profundidades, luego levantaba la cabeza y miraba hacia arriba, tratando de imaginarse qué ocurriría cuando el Tallo bajara como una lanza a través de la atmósfera. Su sistema para terraplenar estaba preparado desde hacía tres días. ¿Qué más podía hacer por adelantado? Nada. Esperar y rezar. Merindo se encogió de hombros y por fin volvió al conjunto de controles remotos que conformaban el corazón del Control de Amarre, a veinte kilómetros del pozo.
—Demasiada imaginación —gruñó para sus adentros cuando se instalaba en su cama—. O confío en él o no debería estar trabajando para él. Qué suerte que no puede verme ahora. Estoy tan nervioso como una novia la noche antes de la boda.
Luis Merindo se habría sentido mucho peor de haber podido ver a Rob Merlin en ese momento. La sala Central de Control en Santiago tenía una pantalla principal rodeada por doce pantallas auxiliares. Cualquiera de las doce podía ser intercambiada con la más grande. Rob estaba sentado en la silla de control manejando nerviosamente el panel de interruptores frente a él. Pedía imágenes en cada una de las pantallas, una por vez, un acto reflejo que sus dedos llevaban a cabo con absoluta independencia de su cerebro.
Decidió revisar todo una vez más. Luego, se iría a la cama. Luis lo había llamado temprano, y Rob había insistido en la necesidad de dormir bien esa noche, antes de iniciar el amarre final. Necesitarían estar despejados y descansados cuando llegara el momento. Luis estaría de regreso en Quito, durmiendo como un bebé, pero Rob dudaba de poder conciliar el sueño. Puso en imagen la silenciosa sala de control en Quito, luego recorrió las estaciones de información del geosincronismo una por una y por último el vagón de cola: el equipo en el extremo del Tallo, donde no había personal. Todo estaba tranquilo y las variables físicas bien dentro de los límites de tolerancia. Hasta el Sol se estaba portando bien, pues no enviaba nuevas llamaradas ni prominencias que pudieran cambiar el perfil de densidad de la atmósfera superior.
Sin que Rob lo supiera, desde muy lejos de la Tierra otra persona observaba todas sus acciones. Regulo estaba sentado ante su gran escritorio en Atlantis, sin poder dormir, con los ojos brillantes, maldiciendo a su enfermedad que lo mantenía lejos de la Central de Control y maldiciendo a la distancia que hacía que toda señal desde la Tierra le llegara catorce minutos después. Encendía una por una todas las cámaras de su sistema, pero volvía siempre a observar la metódica verificación de Rob del estado de los sistemas. En una cámara, Regulo veía directamente el panel de control en Santiago y comprobaba la posición de cada interruptor. Asintió con gesto de aprobación ante los fastidiosos y obsesivos controles de Rob. Desde Atlantis no podría haberse hecho nada para modificar la aproximación o el amarre del Tallo. Su consejo llegaría demasiado tarde para afectar las operaciones cuando estuvieran en las etapas finales. Pero de todas maneras, él debía estar al tanto.
Ni siquiera Regulo se salvaba de ser observado. Una vez durante la larga cuenta atrás Corrie fue hasta la puerta del escritorio, moviéndose en silencio por el interior en sombras de la esfera central.