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—No la toques.

—¿Pero qué te ha pasado? —Corrie le miraba la ropa y la cara.

Rob hizo una mueca. Debía de tener un aspecto terrible. La ropa estaba mojada por el agua y la tinta color sepia de Caliban, y la cara y los brazos estaban cubiertos de puntos rojos: pequeñas quemaduras donde el láser había arrojado las gotas de metal derretido de la pared.

—He estado en los laboratorios. Caliban ha cogido a Morel. ¿Se puede conectar una pantalla para ver qué ha ocurrido?

—¡A Morel! —Regulo hablaba por primera vez, con los ojos muy abiertos de la impresión—. ¿Qué significa que Caliban lo ha cogido? Joseph no se acercaría a la esfera de agua.

—A través de la ventana. Se lo ha llevado a través de la ventana. —Rob se reclinó en la silla—. Corrie, ¿quieres traer un inyector y ponerme una dosis de anestesia local en el brazo izquierdo? No puedo seguir hablando con este dolor.

—Traeré un botiquín de primeros auxilios —Corrie miró con horror los extremos destrozados de la mano artificial—. ¿Qué te has hecho?

Sin esperar la respuesta, salió corriendo de la habitación. Rob se sentía como pegado al asiento, atado por la mínima gravedad de Atlantis. Miró sin ver cómo Regulo pasaba la mano rápidamente por el panel de control. Una serie de imágenes de la esfera de agua pasaron deprisa por la gran pantalla, y se fijó en una que mostraba la esfera interior. Rob vio el agujero donde había estado la ventana, las luces resplandecientes dentro de la habitación. Flotando frente a ellos vieron el destrozado cuerpo de Morel. Los miembros, el cuello y el torso estaban retorcidos hasta un extremo inimaginable. La lucha final había terminado. El vencedor había desaparecido a curar sus heridas en las profundidades de la esfera de agua.

Regulo aumentó la imagen y la concentró en la ventana, desde afuera.

—¿Está sellada esa puerta? Si no lo está, será mejor que cerremos los accesos próximos a esta zona.

—Lo está. —Rob se enderezó en la silla en el momento en que entraba Corrie, que oprimió un inyector en aerosol sobre el brazo dolorido—. He corrido los cerrojos antes de salir.

—He de hacer algo más —Regulo marcó una larga secuencia de órdenes en el control—, voy a detener la cuenta atrás para la operación en Lutecia. Estando tú herido y con Morel muerto debemos posponerla. No entiendo qué ha sucedido ahí adentro. Sé que dimos a esos paneles la suficiente resistencia. ¿Cómo ha logrado Caliban romper la ventana y entrar?

Rob volvió a mirar la pantalla, que mostraba una imagen de la bola resplandeciente del asteroide fundido. Mientras estuvo en el laboratorio se habían acercado mucho. En ese momento parecía al alcance de la mano, a pocos kilómetros de distancia. Atlantis estaba colocada justo encima del polo de la esfera en rotación, y Rob llegó a ver la forma negra de la Araña, agazapada en el eje de rotación.

—Caliban no ha roto la ventana —dijo por fin.

Negó con la cabeza. La anestesia comenzaba a hacerle efecto, dejando lugar a otros pensamientos aparte del dolor. Respiró hondo y miró a los ojos de Regulo.

—Lo he hecho yo. He sacado los tornillos que fijaban la ventana en su lugar. No he tenido más remedio. Morel me tenía encerrado dentro de la habitación, e iba a matarme.

—Rob, has pasado por muchas cosas últimamente —Regulo se reclinó en el asiento, y el rostro arrugado dejaba ver su incredulidad—. Joseph no podía querer matarte. ¿Por qué? No os habéis visto más que media docena de veces.

Rob miró a Corrie. Ella fijó los ojos en él y negó con la cabeza.

—Estoy de acuerdo con Regulo. Nunca me gustó Joseph Morel, lo sabes. Pero no trataría de matarte. ¿Qué motivos iba a tener?

—Lo que he descubierto sobre él, ahí en su laboratorio secreto. Me sorprendió hace unas horas, cuando yo estaba investigando. Después, tenía que asegurarse mi silencio. Y había sólo una manera de conseguirlo.

Darius Regulo seguía sentado ante el panel de control, y sus dedos se deslizaban sobre las teclas y las clavijas.

—Te equivocas, Rob. Morel hace veintinueve años que tiene ese laboratorio, desde que vino a Atlantis. Jamás ha ocasionado el menor problema con él, muy al contrario. Si consideras la obra que ha hecho aquí, verás que merecería docenas de honores médicos. Fue un pionero en el tratamiento de cuatro o cinco difíciles problemas biológicos.

—Lo creo. Pero, ¿cuántas veces ha estado usted dentro del laboratorio? ¿Usted o Corrie?

—No sé las veces que habrá estado Cornelia, pero yo nunca he entrado. A Joseph le gustaba trabajar en privado, y yo entiendo esa necesidad.

—Entonces no puede estar tan seguro de lo que hacía allí. —Rob caminó hasta el escritorio. Miró a Regulo a los ojos, con dolorosa intensidad—. Morel criaba Duendes en el laboratorio. ¿Quiere que le cuente qué son los Duendes?

Regulo dejó de manipular los controles y se quedó inmóvil.

—¿Duendes? —dijo por fin—. Nunca oí a Joseph hablar de Duendes. ¿Qué tratas de decirme?

—Duendes es sólo el nombre que yo les doy, un nombre que usaban mis padres. Morel los mató, y de no haber sido por Caliban, me habría matado a mí también, por la misma razón. Gregor y Julia Merlin, mi padre y mi madre, tuvieron ocasión de observar a dos de los Duendes. Se enteraron de lo que eran. Morel no podía permitir que se lo dijeran a nadie, y arregló sus muertes. Mató a mi padre provocando un incendio en el laboratorio y a mi madre en un sabotaje a un avión. Y le hizo un lavado de cerebro a Senta Plessey cuando ella, de alguna manera, averiguó lo de los asesinatos y lo de los duendes; él no los llamaba Duendes, él los llamaba Expes, pero son la misma cosa.

—Rob, estás delirando. Aún no nos has aclarado qué son esos Duendes. ¿Qué diablos importa cómo los llamase Morel? —Regulo parecía solícito pero exasperado.

—Son hombrecitos diminutos, de menos de un metro de altura y de pocos kilos de peso. Cuando oí hablar de ellos por primera vez pensé que no podían ser humanos, debían de ser de otra especie. Me equivoqué. Son humanos, tan humanos como nosotros. ¿Recuerda a qué se dedicaba Joseph Morel antes de venir a trabajar para usted?

—Por supuesto que lo recuerdo —Regulo parecía intrigado—. Trabajaba en rejuvenecimiento y prolongación de la vida, por ese único motivo lo contraté. Quería que siguiera trabajando en eso, pero para mí. Debes de saber ya que los tratamientos convencionales de rejuvenecimiento no sirven para mi enfermedad.

—Sí, lo sé. Mis padres también trabajaban en rejuvenecimiento, en los Laboratorios Antigeria, en Nueva Zelanda. Morel solía intercambiar informes y resultados con ellos, y ahora tengo la seguridad de que a veces también intercambiaban material. Así es como los Duendes originales llegaron a ellos, en una caja de medicamentos sellada.

—¿Estás intentando decirme que Morel les mandó dos de esos «Duendes» a tus padres en una caja? —La irritación en la voz de Regulo aumentaba.

—Claro que no. Morel no se dio cuenta de lo sucedido hasta que fue demasiado tarde. Cuando lo descubrió, los Duendes habían llegado. Ellos se metieron en la caja sin que lo supiera nadie. Llegaron a la Tierra, pero los compartimientos de carga no están presurizados. Los Duendes murieron en el espacio, antes de aproximarse siquiera a la Tierra.

—¿Pero por qué querrían esos hombrecitos tuyos ir a los Laboratorios Antigeria? —preguntó Corrie. Se había acercado a Rob y le escuchaba con atención.

—No tenían una intención tan específica. No tenían idea de a dónde llegarían, lo único que querían era escapar de aquí. Fue casualidad que llegaran a ese laboratorio en particular, aunque no era improbable, porque mis padres eran de los pocos grupos que intercambiaban material e informes regularmente con Morel. Para Morel, los Laboratorios Antigeria eran el peor lugar al cual podían haber llegado los Duendes. Porque mi padre reconoció a los Duendes. —Hizo una pausa, escudriñando el rostro de Regulo—. ¿Alguna vez ha oído hablar de progeria?