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El aire era frío, pero la luz despuntaba y empezaba a salir el sol.

Fidelma, oteando entre los árboles, vio unas sombras en los matorrales de enfrente. Sabía que no eran guerreros profesionales, porque no hacían buen uso de la cobertura y gritaban revelando sus posiciones.

Era evidente que no esperaban que el posadero y sus huéspedes se defendieran. A Fidelma le parecía curioso que no hubieran penetrado en el hostal y robado a sus ocupantes, si era ésa su intención. Parecía que lo único que querían era prender fuego al lugar.

Eadulf había preparado una flecha y estaba esperando el siguiente movimiento.

Fidelma entornó los ojos.

Uno de los hombres que lanzaba las flechas encendidas dentro del hostal se puso en pie para apuntar y se convirtió en un blanco perfecto bajo la luz del amanecer. Fidelma tocó ligeramente a Eadulf en el brazo y le señaló la figura. Ella no deseaba matar a nadie, aunque el hombre quería destruir el hostal, pero era demasiado tarde.

Eadulf levantó el arco y apuntó con rapidez, pero con cuidado. Fidelma vio que la flecha se clavaba en el hombro del brazo que sostenía el arco. Ella no lo hubiera hecho mejor. El asaltante lanzó de repente un grito, dejó caer el arco y se agarró el hombro sangrante con la otra mano.

Durante un rato no se oyó nada. Después unas voces roncas gritaron preguntando qué sucedía. Alguien corrió hacia el atacante herido entre los árboles, haciendo un ruido del que se avergonzaría cualquier guerrero. Eadulf había preparado una segunda flecha y le hizo una pregunta silenciosa a Fidelma con la mirada. Ella asintió con la cabeza.

Había salido un segundo arquero del lado del hombre herido.

Eadulf apuntó y soltó otro proyectil.

Volvió a acertar y su flecha golpeó al hombre en el hombro. Éste chilló más por la sorpresa que por el dolor y empezó a maldecir con furia.

Se oyó una tercera voz que gritaba, presa del pánico.

– Nos atacan. Vámonos. ¡Va!

Se oyó un clamor, el frenético relincho de caballos y los dos heridos se giraron y se metieron entre los árboles, tambaleándose, gimiendo y maldiciendo. Eadulf preparó una tercera flecha.

Del bosque circundante, salió un pequeño grupo de jinetes espoleando con fuerza sus caballos para que corrieran y se dirigió hacia el estrecho sendero de delante. Fidelma vio que, como había dicho Eadulf, no era más que una media docena de hombres. Divisó a los dos heridos, mal montados sobre sus caballos. Se dirigían hacia el camino y pasaron cerca de la posición que habían tomado Fidelma y Eadulf. Éste estaba a punto de saltar hacia ellos, pero ella lo retuvo.

– Dejad que se marchen -le indicó-. De momento hemos tenido suerte.

Desde luego, rezó una oración de agradecimiento, ya que no hubiera sido tan fácil combatir contra unos soldados profesionales.

Fidelma levantó la mirada cuando los atacantes pasaban junto a ella y observó que el último hombre de la comitiva, un tipo fornido, con gran barba pelirroja y rasgos desagradables, iba inclinado sobre el cuello del caballo. Eadulf casi había levantado el arco, pero lo bajó y se encogió de hombros al comprobar que el jinete no era un blanco demasiado bueno.

El grupo de jinetes desapareció rápidamente por el sendero y se adentró en los bosques.

Eadulf se volvió hacia Fidelma sorprendido.

– ¿Por qué los dejamos marchar? -inquirió.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Hemos tenido suerte. Si hubieran sido guerreros no hubiéramos salido tan bien parados. Gracias a Dios era un grupo de cobardes, pero si acorraláis a un cobarde, como un animalucho asustado, luchará como un salvaje por su libertad. Además, nos necesitan en el hostal. Mirad, el tejado está en llamas.

Fidelma se giró y se apresuró hacia la posada, mientras gritaba a Bressal que los atacantes habían huido y que saliera a ayudarlos.

El posadero fue a por una escalera y, al cabo de un momento, ya habían formado una cadena, se iban pasando cubos de agua y los subían hasta el tejado de paja. Les costó un poco, pero apagaron el fuego y la paja quedó húmeda y humeante. Bressal, agradecido, cogió una jarra grande de mead y sirvió una copa a cada uno.

– Os he de dar las gracias por proteger la posada de esos bandidos -anunció mientras les ofrecía la bebida.

– ¿Quiénes eran? -preguntó el joven Archú-. ¿Habéis visto a alguno de ellos de cerca, hermana?

– Sólo un poco -confesó Fidelma.

– Al menos dos de ellos tendrán los hombros doloridos durante un tiempo -añadió Eadulf, sonriendo con ironía.

– Esta zona del país es pobre -reflexionó Archú-. Resulta extraño que unos bandidos vengan a robar a este hostal.

– ¿Robar? -dijo Fidelma arqueando las cejas ligeramente-. A mí me ha parecido que más bien querían quemarlo.

Eadulf asintió con la cabeza lentamente.

– Es cierto. Podían haberse aproximado en silencio y entrar, si lo que querían era robar.

– Quizá simplemente pasaban por aquí y han aprovechado la ocasión, sin tener nada planeado -explicó Bressal sin ninguna convicción.

Eadulf sacudió la cabeza dando muestras de negación.

– ¿Pasando por aquí? Vos mismo habéis dicho que este camino es poco frecuentado y que sólo se utiliza para entrar en Araglin o salir de allí.

Bressal dejó ir un suspiro.

– Bueno, no me habían atacado nunca unos bandidos.

– ¿Tenéis enemigos, Bressal? -insistió Eadulf-. ¿Hay alguien que quisiera sacaros de este hostal?

– Nadie -afirmó Bressal con convicción-. No hay nadie que pudiera sacar provecho de la destrucción del hostal. Yo llevo aquí toda mi vida.

– Luego… -empezó a decir Eadulf, pero Fidelma lo interrumpió bruscamente.

– Tal vez sólo era un grupo de saqueadores en busca de un botín fácil. Pero seguro que han aprendido la lección.

Parecía que Eadulf iba a decir algo, pero se fijó en Fidelma y se calló.

– Ha sido una suerte que estuvierais aquí -admitió Bressal, sin darse cuenta-. Yo solo no hubiera podido repeler el ataque.

– Bueno, ya es hora de que desayunemos y nos pongamos en camino -contestó Fidelma, viendo que la mañana avanzaba.

Después de desayunar, Archú anunció que él y Scoth tomarían otra dirección. Para ir a la granja de Archú no hacía falta llegar hasta el rath de Araglin. Archú y Scoth se ofrecieron para quedarse una o dos horas con Bressal y ayudarle a limpiar el hostal y reparar el tejado, mientras Fidelma y Eadulf continuaban hacia Araglin.

Bressal sugirió a Fidelma y a Eadulf que tal vez quisieran quedarse con las armas que les había dejado.

– Como habéis visto, yo no las sé manejar bien. Por lo que habéis explicado, esos bandidos se han ido en dirección a Araglin y no os gustaría encontraros con ellos yendo desarmados.

Eadulf estaba a punto de aceptar las armas, pero Fidelma se las devolvió a Bressal sacudiendo la cabeza.

– No vivimos de la espada. Según san Mateo, Cristo le dijo a Pedro que todos los que toman el camino de la espada han de morir por la espada. Es mejor ir por el mundo desarmado.

Bressal hizo una mueca forzada.

– Es mejor ir por el mundo siendo capaz de defenderse contra los que están preparados para vivir de la espada.

Cuando ya estaban en camino, Eadulf quiso saber por qué Fidelma lo había hecho callar cuando él iba a decir lo que sospechaba respecto al origen de los atacantes.

– ¿Por qué no me dejasteis indicar lo que era tan sólo lógico?

– ¿Que los supuestos bandidos eran probablemente del mismo Araglin?

– Sospecháis de Muadnat, ¿no es así? -dijo Eadulf.

Fidelma rechazó esa idea.

– No tengo motivo para sospechar de él. Tocar ese asunto podría haber atemorizado innecesariamente a Archú y Scoth. Hay otras muchas posibilidades. Tal vez Bressal no esté diciendo la verdad cuando afirma que no tiene enemigos. Pudiera ser simplemente un ataque de bandidos. O el ataque pudiera tener algo que ver con la muerte de Eber.