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Las otras posibilidades no se le habían ocurrido a Eadulf, pero no le convencieron.

– ¿Queréis decir que alguien involucrado en la muerte de Eber podría intentar impedir nuestra investigación? -preguntó escéptico.

– Yo lo consideraría una alternativa, Eadulf. Pero no digo que sea la respuesta. Hemos de tener cuidado, ya que las suposiciones sin prueba llevan por un camino peligroso.

Capítulo IV

La mañana era cálida y soleada y Fidelma y Eadulf se iban abriendo camino tranquilamente por los bosques poblados de árboles. Salieron a un sendero en la ladera de la colina, que ofrecía una vista espectacular sobre un valle de una milla aproximadamente de ancho, por el que corría un río plateado y centelleante. Aunque había varios grupos de árboles diseminados, resultaba claro que hacía tiempo que el valle se cultivaba, pues los bosques que rodeaban las cimas peladas de las montañas estaban cortados y un tojo amarillento separaba los campos labrados de las pasturas y los árboles.

La cinta del río atravesaba el verde brillante de los pastos. La belleza del lugar hizo que Fidelma contuviera la respiración. A lo lejos vio un grupo de puntos de un color rojo pardo y al mirar con detenimiento se dio cuenta de que era un ciervo majestuoso y rojizo con su cornamenta, vigilando a las hembras y crías; éstas eran unos puntitos marrones con manchas blancas. Aquí y allá, por todo el valle, había pequeñas manadas de ganado paciendo que se trasladaban lentamente por las pasturas, entre los campos limitados con piedras. Era de una exuberancia seductora, una tierra de pastoreo rica, cuyo río, a juzgar simplemente por su curso, debía de estar repleto de salmones y truchas.

Eadulf se reclinó sobre su silla y contempló el paisaje complacido.

– Este Araglin parece un paraíso -murmuró.

Fidelma apretó los labios.

– Sin embargo hay una serpiente en este peculiar paraíso -le recordó.

– ¿Podría ser la riqueza de esta tierra un motivo para asesinar? Un jefe que tiene esta riqueza debe ser vulnerable -sugirió Eadulf.

Fidelma mostró su desacuerdo.

– Ahora ya deberíais conocer bien nuestro sistema. Cuando muere un jefe local, el derbfhine de la familia tiene que reunirse para confirmar al tánaiste, el heredero electo, como jefe y nombrar un nuevo tánaiste. Solamente un heredero electo se beneficiaría y sería el primero en ser sospechoso. No; es poco probable que alguien asesine por un cargo.

– ¿El derbfhine? -preguntó Eadulf-. He olvidado de qué se trata.

– Tres generaciones de la familia del jefe que eligen a uno de entre ellos como tánaiste y confirman al nuevo jefe en su cargo.

– ¿No es más sencillo que herede el hombre de mayor edad?

– Sé cómo tratan los asuntos de herencia los sajones. Nosotros preferimos que la persona mejor cualificada se convierta en jefe, antes que un idiota elegido simplemente porque es el hijo mayor de su padre -afirmó Fidelma.

Echó una mirada al valle y señaló algo.

– Eso debe ser el rath del jefe local.

Eadulf sabía que un rath era una fortificación, pero el grupo de edificios que se veía en la distancia, algunos casi ocultos par altas hayas con nuevas hojas de un verde brillante, y algunos tejos todavía florecientes, no era una fortaleza. Sin embargo, los edificios eran bastante numerosos, como un pueblo grande. En sus viajes por los cinco reinos, Eadulf había visto que muchos jefes poderosos vivían en fortalezas de piedra, pero este rath tenía el aspecto de una simple granja y barracas de madera. Observando de cerca, vio algunos edificios de piedra; uno de ellos era obviamente la capilla de Cill Uird. También vio, cerca de la capilla, una gran construcción redonda de piedra que supuso sería la sala de asambleas del jefe.

Debió de hacer una expresión de sorpresa, pues Fidelma le dio una explicación.

– Ésta es una tierra de pastoreo. La gente de Araglin tiene como protección las montañas. Además se trata de una pequeña comunidad que no amenaza a nadie, de manera que probablemente nunca ha tenido la necesidad de construir una fortaleza para defenderse de enemigos. Sin embargo, lo correcto es llamar rath al lugar donde habita el jefe local.

Fidelma espoleó al caballo y empezó a descender la ladera de la montaña hacia el fondo del valle, hacia el distante río y el rath del jefe de Araglin.

El sendero atravesaba un trozo de tierra que descendía por la ladera de la colina. Al lado había una cruz de granito. Medía casi dieciocho pies de alto. Eadulf detuvo su caballo y levantó la mirada para admirar la cruz.

– Nunca había visto algo así -observó con un grado de admiración que hizo que Fidelma lo mirara divertida.

Era cierto que había pocas cruces tan altas y espectaculares en el reino. En la piedra gris estaban grabadas escenas de los evangelios, pintadas con colores brillantes. Eadulf identificó la escena de Moisés golpeando la roca, el Juicio Final, la Crucifixión y otros pasajes. La cruz acababa con un tejadito de dos aguas hecho con tablillas. En la base estaban grabadas las palabras Oroit do Eoghan lasdernad inn Chros -«una oración para Eoghan, en cuya memoria se erigió esta cruz».

– Una señal fronteriza espectacular para una comunidad tan pequeña -observó Eadulf.

– Una comunidad pequeña pero rica -corrigió Fidelma con sequedad, dando un golpe al caballo para que continuara avanzando por el camino.

A mediodía se aproximaron al rath. Un muchacho guardando una manada se detuvo para mirarlos boquiabierto mientras pasaban. Un hombre ocupado en espantar con su azada a unos pájaros que habían invadido su campo de cereales se detuvo e, inclinándose sobre su azada, se los quedó mirando con curiosidad mientras avanzaban. Al menos, a diferencia del muchacho, los saludó y recibió como respuesta la bendición de Fidelma. Se oyeron ladridos procedentes de los edificios de delante y un par de sabuesos salieron corriendo hacia ellos gruñendo, pero no amenazadores.

Un puente de roble bien construido atravesaba el río que bajaba rápido hasta el rath en la otra ribera. Ahora que se aproximaban a allí, Eadulf observó que entre el río y los edificios había un gran banco de tierra que rodeaba estos últimos, aunque estaba cubierto de hierba y arbustos, casi formando parte de los verdes campos de alrededor. Había varias ovejas paciendo en su depresión. Eso indicaba que en el pasado, hacía mucho tiempo, los edificios estaban fortificados. Ahora estaban rodeados por muros de mimbre, trozos de madera de avellano entrelazados que, a juicio de Eadulf, eran más para ahuyentar a los lobos que merodeaban o a los jabalíes que a cualquier humano. Una gran puerta en la cerca de mimbre estaba abierta de par en par.

Los cascos de sus caballos resonaron al golpear contra las planchas de madera del puente cuando cruzaron el río. Tomaron el senderito que llevaba a las puertas.

De entre ellas surgió una figura; un hombre musculoso, de mediana edad, con espada y escudo, y una barba bien cortada y negra con mechones plateados, que se quedó enmedio del camino contemplándolos con los ojos entornados y curiosos, pero con expresión carente de hostilidad.

– Si venís en son de paz seréis bienvenidos a este lugar -los saludó.

– Traemos la bendición de Dios a este lugar -le contestó Fidelma-. ¿Es éste el rath del jefe de Araglin?

– Así es.

– Entonces deseamos ver al jefe.

– Nuestro jefe Eber está muerto -contestó el hombre con sequedad.

– Eso ya lo sabemos. Hemos venido a ver a su sucesor, el tánaiste.

El guerrero dudó y luego habló.

– Seguidme. Encontraréis al tánaiste en la sala de asambleas.