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Se giró y los condujo tras las puertas, directamente hacia la gran estructura de piedra circular. Las puertas del edificio daban directamente a la entrada abierta y obviamente estaban así situadas por un motivo. Ningún visitante del rath podía evitarlas. Estaba diseñado así para impresionar. Y, como para otorgar mayor importancia al edificio, en uno de los lados de la puerta principal, había el tocón de lo que debió de ser un gran roble. Aunque cortado, medía doce pies de alto y en su parte superior era una delicada cruz labrada. Incluso Eadulf conocía suficientemente las costumbres del país para darse cuenta de que ése era el antiguo tótem del clan, su crann betha o «árbol de la vida», que simbolizaba el bienestar moral y material de la gente. Había oído que algunas veces, si surgían discusiones entre los clanes, lo peor que podía suceder era un ataque contra el clan enemigo para cortar o quemar el árbol sagrado del rival. Ese acto desmoralizaba a la gente y hacía que los rivales proclamaran la victoria.

Cerca había un poste de madera para atar a los caballos. Fidelma y Eadulf descendieron de sus monturas y los ataron. Varias personas del rath habían hecho una pausa en su trabajo o sus recados y se quedaron observando a los dos religiosos con gran curiosidad.

– No es frecuente recibir extraños en Araglin -comentó el guerrero, como si se viera obligado a explicar el comportamiento de sus compañeros-. Somos una sencilla comunidad ganadera, poco acostumbrada a verse turbada por las preocupaciones del mundo exterior.

A Fidelma le pareció que no tenía por qué contestar.

El complejo que formaban los edificios denotaba prosperidad. Se extendían formando un gran semicírculo detrás del edificio de piedra de la sala de asambleas. Había establos y graneros, un molino y un palomar. Detrás de éste había varias cabañitas de madera que formaban un poblado de tamaño medio, sin contar la casa del jefe y su familia. Fidelma calculó mentalmente que una docena de familias debía de habitar en el rath de Araglin. Lo más impactante era la capilla, situada junto a la sala de asambleas, con una estructura elegante y hecha de piedra seca. Ésta, pensó Fidelma, debía de ser la iglesia del padre Gormán, llamada Cill Uird, la iglesia del ritual.

El guerrero de mediana edad había ido hacia las puertas de roble del edificio. De una hornacina que había al lado de las puertas, sacó un mazo y golpeó un bloque de madera. Resonó hueco. Era costumbre que los jefes tuvieran un bas-chrann, o mano de madera, en la parte exterior de las puertas para que los visitantes llamaran pidiendo permiso para entrar. El guerrero desapareció en el interior y cerró la puerta tras él.

Eadulf miró a Fidelma.

– Yo pensaba que este ritual tan sólo se utilizaba en las casas de los grandes jefes -murmuró.

– Todo jefe se considera grande -respondió Fidelma con filosofía.

Las puertas volvieron a abrirse y el guerrero los acompañó adentro. Se encontraron en una gran estancia de proporciones impresionantes con pulidos paneles de pino y roble. De esos paneles colgaban escudos, piezas de bronce bien bruñido, algunas de ellas esmaltadas con colores brillantes. Algunos coloridos tapices colgaban de aquí y de allá. El suelo estaba formado por planchas de roble oscuro y antiguo. Había varios bancos y mesas. En un extremo, había una plataforma elevada, de no más de un pie de alto, sobre la que se había situado una magnífica silla de roble tallado adornada con las pieles de algunos animales. Tenía incrustaciones de bronce bruñido y alguna de plata.

Aunque era de día, no había ventanas sino varias lámparas de aceite colgando de las vigas; las sombras vacilaban y danzaban por toda la estancia, y este efecto se veía magnificado por el fuego crepitante en un hogar situado en un lado de la habitación.

El guerrero les mandó esperar y después se retiró y los dejó solos.

Ellos se quedaron quietos, examinando con detenimiento la opulencia de la sala. Si la intención era que la estancia impresionara, a Eadulf lo impresionó. Incluso Fidelma admitió que el salón no desmerecería en el palacio de su hermano en Cashel. Tan sólo habían pasado unos momentos cuando una figura ágil surgió de detrás de una colgadura situada en el fondo de la plataforma elevada y fue a situarse delante de la silla ornamentada. En la atmósfera humeante, Fidelma vio que era una joven de apenas diecinueve años. Llevaba unas largas trenzas doradas y tenía los ojos de color azul claro. Sin duda era atractiva. Pero a Fidelma los rasgos le parecieron duros para sentirse cómoda y los ojos azules demasiado fríos. La boca era tal vez demasiado fina, de manera que la impresión general que obtuvo fue la de una persona de una inflexible severidad natural. Dedujo todo esto con una ojeada.

Fidelma observó que llevaba un vestido de seda azul y un chal de lana teñida a juego, abrochado con una trabajada hebilla de oro. Mantenía las manos recatadamente cruzadas delante. La joven se los quedó examinando con aspecto inquisidor.

– Soy Crón, tánaiste de Araglin. Me han dicho que queréis verme.

Su voz, aunque reposada, no era de bienvenida.

Fidelma ocultó la sorpresa que le producía que alguien tan joven pudiera ser la heredera electa de un clan ganadero. Las comunidades rurales solían ser conservadoras por lo que respecta a la elección de sus jefes civiles.

– Creo que mi llegada era esperada -respondió Fidelma, con tono educado.

La muchacha rubia permaneció impávida.

– ¿Por qué había de esperar a unos religiosos en este lugar? -inquirió-. El padre Gormán satisface todos nuestros deseos en cuestiones de fe.

Fidelma dejó ir un suspiro de impaciencia.

– Yo soy dálaigh de los tribunales y me han pedido que viniera a investigar la muerte de Eber, el anterior jefe.

La expresión fija de Crón se transmutó un momento y luego volvió a la rigidez inexpresiva.

– Eber era mi padre -dijo con calma y con un atisbo de emoción-. Lo asesinaron. Sin que yo lo aprobara, mi madre pidió un dálaigh al rey de Cashel. Yo soy capaz de llevar a cabo la investigación de este asunto. Sin embargo, no pensaba que el rey de Cashel respondiera enviándome a alguien tan joven y supongo que sin conocimientos del mundo fuera de los claustros religiosos.

El hermano Eadulf, situado justo detrás de Fidelma, vio que tensaba los hombros y él se puso nervioso esperando la inevitable explosión de ira de Fidelma. Pero en vez de eso, Fidelma contestó con voz calmada, demasiado calmada.

– El rey de Cashel, mi hermano Colgú… -Fidelma hizo una pausa para que sus palabras hicieran efecto-. Mi hermano me pidió que viniera personalmente a hacerme cargo de este asunto. No temáis que carezca de conocimientos. He recibido instrucción hasta el grado de anruth. Creo incluso que mis años y mi experiencia serán mucho mayores que los vuestros, tánaiste de Araglin.

El grado de anruth estaba justo debajo del máximo que otorgaban las escuelas seglares y eclesiásticas de Irlanda.

Las dos mujeres se quedaron mirando en silencio, los ojos fríos azules clavados en los verdes brillantes, ambos rostros una máscara sin emoción. Tras aquellas máscaras, las mentes evaluaban con rapidez las fuerzas y debilidades de la otra.

– Entiendo -dijo Crón lentamente, cargando de emoción aquella sencilla palabra. Después volvió a hacer uso de sus maneras bruscas-. ¿Y cómo os llamáis, hermana de Colgú?

– Soy Fidelma.

La mirada fría de la rubia se volvió inquisitiva hacia Eadulf.

– El hermano parece ser un extraño en nuestra tierra.

– Es el hermano Eadulf… -presentó Fidelma.

– ¿Un sajón? -inquirió Crón sorprendida.

– El hermano Eadulf es emisario del arzobispo de Canterbury en la corte de mi hermano en Cashel. Ha sido educado en nuestras escuelas y conoce bien nuestro país. Pero ha manifestado su interés por ver cómo funciona nuestro sistema legal.