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– Ésas son las habitaciones de Eber. Ésa es la puerta por la que entré, pero hay otra que conecta sus estancias desde el interior con la sala de asambleas.

– ¿Y dónde está vuestra cabaña?

Volvió a señalar con su guadaña. Fidelma entendió que el camino que llevaba a Menma hasta las cuadras pasaba junto a la capilla de piedra y las habitaciones de Eber. No es que dudara de Menma, simplemente quería que la geografía del lugar quedara firmemente grabada en su mente.

– ¿Quién se ocupa de ordeñar las vacas? -preguntó mientras caminaban lentamente de regreso a las cuadras.

Se preguntaba si Eadulf se daba cuenta de que resultaba inusual que un hombre se ocupara de las labores de ordeño. En la mayoría de comunidades ganaderas, la gente se levantaba al amanecer y el primer trabajo del día era que el caballerizo soltara los caballos en las pasturas y que las mujeres ordeñaran las vacas. Por lo tanto era extraño que el encargado de las caballerizas supervisara el ordeño de las vacas y también se ocupara de los caballos.

– Las mujeres siempre hacen el ordeño -contestó Menma, imperturbable.

– ¿Entonces por qué teníais que supervisarlas?

– Así se ha hecho durante las últimas semanas -respondió Menma frunciendo el ceño-. Ha habido algunos robos de ganado en el valle y Eber me pidió que controlara su ganado cada mañana.

– ¿Es algo inusual el robo de ganado? ¿Han cogido alguna vez a los ladrones?

Menma se pensó la pregunta frotándose la barbilla frondosa.

– Era la primera vez que alguien se atrevía a robar al clan de Araglin. Somos una comunidad aislada. Dubán anduvo buscando durante días, pero perdió la pista de los ladrones en las altas pasturas.

– ¿Y eso?

– Había demasiadas huellas de animales por allá arriba.

Fidelma sintió frustración. Sacarle información a Menma era como arrancarle una muela.

– Continuad. Era justo antes de la primera luz del día. Ibais de camino a supervisar el ordeño de las vacas y pasabais junto a la cabaña de Eber. ¿Y entonces?

– Fue entonces cuando oí un sonido como un gemido.

– ¿Gemido?

– Pensé que Eber estaría enfermo y entonces grité preguntándole si necesitaba ayuda.

– ¿Y qué sucedió?

– Nada. No obtuve respuesta y el gemido continuaba.

– ¿Y entonces qué hicisteis?

– Entré en sus habitaciones. Lo encontré en el dormitorio.

– ¿Era Eber el que gemía?

– No, era su asesino, Móen.

– ¿Y visteis el cuerpo de Eber inmediatamente?

– Al principio no. Vi a Móen arrodillado junto a la cama, agarrando un cuchillo.

– Habéis dicho que fue antes del amanecer. Luego debía de estar oscuro. ¿Cómo podíais ver en el interior del dormitorio de Eber?

– Había una lámpara encendida. Con esa luz vi a Móen claramente. Estaba inclinado sobre la cama. Vi el cuchillo en su mano.

Menma hizo una pausa y su rostro se retorció de asco al recordar la escena.

– A la luz de la lámpara vi que el cuchillo estaba manchado. Vi manchas en la cara y en las ropas de Móen. Sólo cuando vi el cuerpo desnudo de Eber, atravesado en la cama, me di cuenta de que las manchas eran de sangre.

– ¿Os dijo algo Móen?

Menma resopló por la nariz.

– ¿Decir? ¿Qué iba a decir?

– ¿Lo acusasteis de matar a Eber?

– Sin duda resultaba obvio que lo había hecho él. No, fui inmediatamente en busca de Dubán.

– ¿Y dónde encontrasteis a Dubán?

– Lo encontré en la sala de asambleas. Me dijo que continuara con mi trabajo, ocupándome de los caballos y las vacas, que los animales no pueden esperar por los caprichos de los hombres.

– ¿Móen se quedó solo durante ese tiempo?

– Por supuesto.

– ¿No pensasteis que se escaparía?

Menma parecía perplejo.

– ¿Escapar?, ¿adónde?

Fidelma lo instó a continuar.

– ¿Qué sucedió entonces?

– Yo sacaba a los caballos cuando Dubán y Crítán llegaron a las caballerizas con Móen.

– ¿Crítán? Ah, sí; creo que fue el guerrero que cabalgó hasta Cashel.

– Es uno de los guerreros de Dubán -confirmó Menma.

– ¿Y después?

– Llevaron a Móen a las caballerizas, donde Crítán lo engrilletó. Las caballerizas se usan como prisión, ya que no tenemos otro sitio para encerrar a nadie en Araglin.

– ¿Móen no ofreció ninguna explicación, ni se defendió del asesinato? ¿Admitió al menos haber cometido el crimen?

Menma estaba asombrado.

– ¿Cómo iba a decir nada? Como os digo, resultaba obvio lo que había sucedido.

Fidelma intercambió una mirada de sorpresa con Eadulf.

– ¿Y entonces qué hizo Móen? ¿Se resistió a ir a la prisión?

– Forcejeó y lloriqueó cuando Crítán le ponía los grilletes. Dubán fue entonces a despertar a Crón para explicarle lo sucedido.

– Entiendo. ¿Y no habéis tenido ningún otro contacto con Móen desde que lo encerraron?

Menma se encogió de hombros.

– Veo a esa criatura cuando voy a las caballerizas. Pero Crítán se ocupa de él. Crítán y Dubán son sus cuidadores.

Fidelma sacudió la cabeza dubitativa.

– Gracias, Menma. Tal vez necesite haceros más preguntas. Pero ahora voy a hablar con Dubán.

Menma señaló hacia la entrada de la cuadra donde se veía al guerrero de mediana edad que los había recibido al llegar hablando con un joven.

– Son Dubán y Crítán.

Hizo ademán de irse, pero Fidelma lo retuvo.

– Una cosa más. ¿Soléis levantaros antes de la primera luz del día para ocuparos de los caballos?

– Siempre. La mayoría de la gente de aquí está levantada al amanecer.

– ¿Hoy os habéis levantado antes de la primera luz de la mañana para ocuparos de los caballos?

Menma frunció el ceño.

– ¿Esta mañana?

Fidelma intentó controlar su irritación.

– ¿Os habéis ocupado de los caballos esta mañana? -repitió secamente.

– Os he dicho que cada mañana, antes de las primeras luces me ocupo de ellos.

– ¿Y a qué hora os fuisteis a dormir anoche?

Menma sacudió la cabeza como si intentara recordarlo.

– Tarde, creo.

– ¿Creéis?

– Estuve bebiendo hasta tarde.

– ¿Estabais con alguien?

El hombretón sacudió la cabeza en señal de negación.

Cuando se hubo marchado, Fidelma lanzó una mirada a Eadulf que la contemplaba, obviamente perplejo.

– ¿Qué tienen que ver las acciones de Menma de esta mañana con los asesinatos de la semana pasada? -inquirió.

– ¿Lo habéis reconocido? -le preguntó Fidelma.

Eadulf frunció el ceño.

– ¿Reconocer, a quién? ¿A Menma?

– ¡Por supuesto! -Le irritaba la lentitud de Eadulf.

– No. ¿Tenía que reconocerlo?

– Estoy convencida de que era uno de los hombres que atacó el hostal esta mañana.

Eadulf abrió la boca asombrado. Tenía en la punta de la lengua la pregunta «¿Estáis segura?», pero se dio cuenta de que lo único que originaría sería una réplica airada. Fidelma no diría que estaba convencida si no lo estuviera.

– Entonces ha mentido.

– Exactamente. Juraría que era el mismo hombre. Recordaréis que los atacantes pasaron cabalgando junto a nosotros. Yo observé a uno de ellos con rasgos especialmente desagradables y una densa barba pelirroja. Yo no creo que me viera para poder reconocerme. Pero era Menma.

– No es el único misterio que hay aquí. ¿Cómo puede ser que todo el mundo acepte la culpabilidad de Móen sin hacer ningún esfuerzo por descubrir por qué mató a Eber y a Teafa?