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– ¿No? Si uno de los dos era incapaz de mantener relaciones sexuales, os podíais haber divorciado legalmente con facilidad. Los problemas de infertilidad o de impotencia también quedan igualmente contemplados.

– Mi madre conoce la ley -interrumpió Crón indignada-. ¿No podríamos dejarlo en que mi padre y mi madre simplemente preferían dormir separados?

– Aceptaré eso -admitió Fidelma-, aunque me resultaría más fácil entenderlo si conociera una razón.

– La razón era que preferíamos dormir separados -insistió con fuerza Cranat.

– ¿Así que seguisteis siendo un matrimonio en todo lo demás?

– Sí.

– ¿Y vuestro marido no intentó tomar una mujer de menor posición, una concubina?

– Eso está prohibido -espetó Crón.

– ¿Prohibido? -dijo Fidelma sorprendida-. Nuestras leyes son bastante específicas y la poligamia todavía es aceptada en el Cáin Lánamna. Un hombre puede tener una mujer principal y su concubina, que tiene, según la ley, la mitad del estatus y de los derechos de la mujer del jefe.

– ¿Cómo podéis aprobar esto? -inquirió Crón-. Sois una hermana de la fe.

Fidelma la miró con ecuanimidad.

– ¿Quién dice que lo apruebo? Simplemente os menciono la ley de los cinco reinos que está vigente hoy en día. Y yo soy una abogada de la ley. Me sorprende que aquí, en una comunidad rural, se desapruebe esto. En las zonas rurales, suelen conservarse las antiguas leyes y costumbres de nuestra gente.

– El padre Gormán dice que es malo tener más de una esposa.

– Ah, el padre Gormán. Otra vez el padre Gormán. Parece que ese buen padre ejerce una gran influencia sobre esta comunidad. Es cierto que en la nueva fe, muchos se oponen a la poligamia, pero con poco éxito de momento. De hecho, el scriptor del texto legal, el Berta Crólige, encuentra justificación de la poligamia en los textos del Antiguo Testamento. Se argumenta que si el pueblo elegido por Dios vivía en la pluralidad de uniones, ¿cómo podemos nosotros, gentiles, discrepar de ello?

Cranat hizo un curioso sonido de desaprobación chasqueando la lengua.

– Podéis discutir vuestra teología con el padre Gormán cuando regrese. Eber no necesitaba otras esposas ni concubinas. Aquí vivimos en familia, y nuestra buena relación no tiene nada que ver con esta muerte, puesto que se ha identificado claramente al asesino.

– Ah, sí -dijo Fidelma, como si se hubiera distraído-. Volvamos a ese asunto…

– No sé más que lo que os he dicho -espetó Cranat-. Me enteré de la muerte de Eber por otros.

– Y, como dice vuestra hija, estabais disgustada.

– Sí.

– Pero teníais la mente lo suficientemente clara como para ordenar al joven guerrero Crítán que cabalgara hasta Cashel a pedir que enviaran aquí un brehon.

– Yo era la mujer del jefe. Tenía que cumplir con mi deber.

– ¿Os sorprendió saber que era Móen quien había asesinado a vuestro marido?

– ¿Sorprendida? No. Triste, quizás. Era inevitable que esa bestia salvaje se volviera contra alguien tarde o temprano.

– ¿No os gustaba Móen?

La viuda de Eber arqueó las cejas perpleja.

– ¿Gustar? ¿Cómo podía alguien siquiera conocer a Móen? -preguntó la dama.

– Quizá no tanto como «conocer», en el sentido de entender sus pensamientos, sus deseos y ambiciones. ¿Pero teníais algún contacto a diario con él?

– ¿Consideráis que esa criatura tiene la misma sensibilidad que una persona normal? -inquirió Crón con desprecio, interrumpiendo.

– Que no vea, ni oiga ni hable no significa que no tenga sensibilidad -corrigió Fidelma-. Vos, Cranat, habéis visto crecer a Móen.

Cranat apretó los labios con amargura.

– Sí. Pero no conocía a esa criatura desgraciada. He visto crecer a los cerdos. Eso no significa que los conozca.

Fidelma sonrió levemente.

– ¿Lo que queréis decir es que considerabais a Móen más como un animal que como un ser humano? ¿Entonces no tenía nada que ver con vuestra vida?

– Vos lo habéis dicho -admitió.

– Simplemente intento entender vuestra actitud respecto a Móen. Dejadme entonces que os pregunte esto: ¿cuál era vuestra actitud respecto a Teafa? Me han dicho que, al menos ella, sí conseguía comunicarse con él.

– ¿Se comunica el pastor con sus ovejas?

– También me han dicho que no os llevabais bien con Teafa.

– ¿Quién os ha dicho semejante cosa?

– ¿Negáis que así fuera?

Cranat dudó y se encogió de hombros.

– Tuvimos nuestras diferencias estos últimos años.

– ¿Con qué motivo?

– Me sugirió que tenía que divorciarme de Eber y perder mi estatus de esposa del jefe. Era una mujer que me daba pena. Aunque, desde luego, tenía motivos para sentirse desgraciada.

– ¿Desgraciada? ¿Por qué?

– Ya no estaba en edad casadera, estaba descontenta con la vida y, para mayor frustración, había adoptado al huérfano Móen, que no podía corresponderle como ella quería.

– Sin embargo, ella era la hermana de vuestro marido.

– Teafa prefería estar sola. A veces acudía a las fiestas religiosas de aquí, pero no estaba de acuerdo con la interpretación de la fe que hace el padre Gormán. Era una solitaria, aunque su cabaña estuviera a sólo treinta yardas de aquí.

– ¿Qué razón tendría Móen para matar a Eber?

Cranat extendió los brazos.

– Como he dicho antes, no puedo saber lo que piensa un animal salvaje.

– ¿Y es así cómo veíais a Móen? ¿Simplemente como un animal salvaje?

– ¿Cómo sino podía ver a esa criatura?

– Entiendo. ¿Fue así como lo ha tratado la familia de Teafa durante todos estos años? ¿Como un animal salvaje? -preguntó Fidelma sin hacer caso de la pregunta de Cranat.

Crón decidió contestar por su madre.

– Fue tratado como cualquier otro animal del rath. Quizá mejor. Lo tratan bien, sin crueldad, ¿de qué otra manera podría tratársele?

– Y, si os he interpretado correctamente, atribuís sus acciones, después de todos estos años, a algún brusco instinto animal.

– ¿A qué sino?

– Se necesita ser un animal taimado para coger un cuchillo, matar a la persona que lo ha cuidado durante toda la vida y dirigirse a las habitaciones de Eber y matarlo también.

– ¿Quién ha dicho que los animales no sean astutos? -respondió Crón.

Cranat hizo una mueca como señal de aprobación.

– A mí me parece, joven, que estáis buscando la manera de exonerar a Móen. ¿Por qué?

De repente Fidelma se levantó.

– Simplemente busco la verdad. Yo no soy responsable de cómo veáis las cosas, Cranat de Araglin. Tengo un trabajo que realizar, de acuerdo con mi juramento como abogada de los tribunales de los cinco reinos. Ese trabajo no consiste solamente en determinar quién es culpable de infringir la ley sino también por qué se ha infringido, para que la evaluación de culpabilidad y de compensación se hagan de forma adecuada. Y por ahora, he terminado.

Eadulf percibió la expresión de indignación en los rostros de madre e hija. Si las miradas matasen, Fidelma estaría muerta antes de levantarse y descender de la tarima. Sin darse cuenta, se dirigió hacia las puertas de la sala de asambleas, y Eadulf, que también se había levantado, la siguió.

Una vez fuera, Fidelma se detuvo. Se quedaron un rato en silencio.

– No parece que os gusten mucho Cranat y su hija -observó Eadulf con sequedad.

Los ojos de Fidelma centelleaban cuando se giró hacia él pero entonces sonrió traviesa.

– Tengo un gran defecto, Eadulf, y lo admito. Soy intolerante con ciertas actitudes. La altivez es una de las cosas que me obliga a prejuzgar a la gente. Respondo de la misma manera. Me temo que no puedo obedecer a eso de «poner la otra mejilla». Creo que esa enseñanza es sólo una invitación a cometer más daños.