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– Bueno, al menos reconocéis vuestro defecto -replicó Eadulf-. No hay mayor defecto que no ser consciente de ninguno.

Fidelma sonrió burlonamente.

– Os estáis convirtiendo en un filósofo, Eadulf de Seaxmund's Ham. Pero hay algo importante que hemos aprendido de este choque de temperamentos; no hay que confiar en Cranat.

– ¿Por qué no?

– Estaba demasiado disgustada para rendir sus últimos respetos al cuerpo de su marido, siquiera para ver el cuerpo, pero fue lo bastante fuerte y cumplidora del deber para enviar un mensajero a Cashel, porque no confiaba en los conocimiento legales de su hija inexperta. Me parece extraño.

Dirigió la mirada a la capilla. Eadulf siguió su mirada. La puerta estaba abierta.

– ¿Me pregunto si el temible padre Gormán habrá regresado? -musitó. Después decidió dirigirse allí y llamó a Eadulf.

– Venid, vamos a ver.

Eadulf emitió un gruñido mientras se apresuraba tras ella, ya que, por la imagen que se había hecho, sabía que el sacerdote no iba a ser del agrado de Fidelma.

Había unas velas encendidas en la capilla envuelta en la penumbra. La fragancia del incienso los sorprendió inmediatamente; impregnaba todo el edificio revestido de paneles de pino pulido. El perfume era demasiado fuerte. Fidelma echó rápidamente una mirada a aquel interior opulento. En las paredes había iconos enmarcados con oro y una exquisita cruz de plata con piedras preciosas incrustadas se erguía en el altar, detrás de un cáliz de plata. No había asientos en la iglesia, pues era costumbre que la congregación permaneciera de pie durante los servicios. El aroma que lo impregnaba todo procedía de unas velas perfumadas encendidas. Ciertamente, el padre Gormán podía jactarse de tener una iglesia y una congregación fastuosas.

Un hombre estaba arrodillado rezando. Fidelma se detuvo en el fondo de la capilla, Eadulf estaba a su lado. El hombre pareció notar su presencia, pues miró por encima del hombro, se giró para acabar su oración y se santiguó. Entonces se puso de pie y fue a saludarlos.

El padre Gormán era alto, con una figura un tanto femenina, pero con tez morena, rostro carnoso, labios gruesos y rojos y cabello cano con entradas. Quedaban señales de su atractivo juvenil, aunque Fidelma tuvo la impresión de que era un hombre de mediana edad, disoluto, que no encajaba con la idea que ella se había formado de un apasionado pero buen sacerdote romano. Los saludó con una voz tan profunda y retumbante que todavía debía creer en la promesa del fuego del infierno y su condena. Fidelma se percató, sin sorprenderse, de que llevaba la corona spina en su coronilla, la marca de un clérigo que sigue las costumbres romanas y no las de la Iglesia irlandesa. Curiosamente, Fidelma se dio cuenta de que llevaba guantes de cuero.

Su mirada pareció suavizarse cuando vio la tonsura romana de Eadulf.

– Saludos, hermano -espetó-. ¿Así que tenemos entre nosotros a uno que sigue el camino de la verdadera sabiduría?

Eadulf se quedó entonces turbado por aquella bienvenida.

– Soy Eadulf de Seaxmund's Ham. No esperaba encontrar una capilla tan rica en estas montañas.

El padre Gormán se puso a reír con calidez.

– La tierra provee, hermano mío. La tierra provee a los que siguen la verdadera fe.

– ¿Padre Gormán? -interrumpió Fidelma antes de que la conversación continuara por donde la había encaminado el sacerdote-. Yo soy Fidelma de Kildare.

Los ojos castaños del hombre centellearon evaluándola.

– Ah, sí. Dubán me ha hablado de vos, hermana. Bienvenida a mi capillita. Cill Uird, la llamo, la iglesia del ritual, ya que es a través del ritual que vivimos la auténtica vida cristiana. Dios bendiga vuestra llegada, santifique vuestra estancia y os conceda paz en vuestra partida.

Fidelma inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

– Nos gustaría contar con algunos minutos de vuestro tiempo, padre. Sin duda ya conocéis el motivo de nuestra visita.

– Así es -admitió el sacerdote.

El padre Gormán hizo un gesto para que lo siguieran, y los condujo, atravesando la capilla, a una pequeña habitación lateral que resultó ser la sacristía. Había un banco, sobre el que descansaba una capa de varios colores. Delante había una silla. Retiró la capa en silencio y les indicó que podían sentarse en el banco y él se acomodó en la silla, al tiempo que se iba quitando los guantes.

– ¿Me perdonan? -dijo, percibiendo la mirada inquisitiva de Fidelma-. Acabo de regresar al rath. Siempre llevo guantes cuando cabalgo, para protegerme las manos.

– No es frecuente un sacerdote con montura -advirtió Eadulf.

El padre Gormán rió entre dientes.

– Tengo seguidores que son ricos y han hecho donación de un caballo para mi comodidad, ya que tardaría varios días en ocuparme de mi rebaño si tuviera que hacerlo todo a pie. Y ahora, no hablemos más de mí. Os vi a ambos en la abadía de Hilda, con motivo del concilio que tuvo lugar allí.

– ¿Vos estabais en Witebia? -preguntó Eadulf asombrado.

El padre Gormán asintió con la cabeza.

– Sin duda. Os vi a ambos, pero vos no me recordaréis. Estaba acabando una gira misionera con Colmán, cuando llegamos a Streoneshalh. Yo no estaba allí como delegado, sino sólo para escuchar a mis superiores que discutían los méritos de las Iglesias de Colmcille y de Roma.

Eadulf no ocultó su engreimiento.

– Así que estabais allí cuando resolvimos el asesinato de la abadesa Étain y…

– Allí estaba -interrumpió con autoridad el padre Gormán- cuando Oswy, en su sabiduría, decidió que Roma era la verdadera Iglesia y que los que seguían a Colmcille estaban equivocados.

– Resulta más que obvio que seguís los dictados de Roma -admitió Fidelma con aspereza.

– ¿Y quién podría estar en contra de la decisión de Oswy después de oír las argumentaciones? -respondió el sacerdote-. Regresé aquí, a mi parroquia, y he intentado guiar a mi gente, la gente de Araglin, por el buen sendero desde entonces.

– Sin duda hay muchos caminos que conducen a Dios -interrumpió Fidelma.

– ¡No! -espetó el padre Gormán-. Sólo los que siguen el único camino pueden esperar encontrar a Dios.

– ¿No tenéis ninguna duda al respecto?

– No tengo duda alguna, ya que soy firme en mis creencias.

– Entonces sois de envidiar, padre Gormán. Para creer con tal certeza, seguro que comenzasteis dudando.

– No se es libre hasta que se deja de dudar.

– Yo creía que incluso Cristo había dudado al final -señaló Fidelma con una mirada benigna que desvirtuaba su aguda réplica.

El padre Gormán se mostró escandalizado.

– Solamente para demostrarnos que hemos de ser firmes en nuestras convicciones.

– ¿Seguro? Mi mentor, Morann de Tara, solía decir que las convicciones son enemigas más peligrosas para la verdad que las mentiras descaradas.

El padre Gormán tragó saliva y estaba a punto de contestar cuando Fidelma levantó una mano para detenerlo.

– No he venido a hablar de teología con vos, Gormán de Cill Uird, aunque me gustaría hacerlo cuando haya acabado mi trabajo. He venido como abogada de los tribunales.

– Respecto al asesinato de Eber -añadió rápidamente Eadulf, ya que juzgó que al padre Gormán no lo iban a cambiar de derrotero tan fácilmente.

El padre Gormán parecía no querer abandonar ese tema de discusión religioso, pero luego inclinó la cabeza.

– Entonces os puedo ayudar en poca cosa. No sé nada.

– ¿Nada de nada?

– Nada.

– Pero vuestra iglesia está a poco menos de una yarda de las habitaciones de Eber. Me han dicho que dormís en esta iglesia. De toda la gente del rath, erais el que estaba más cerca de las estancias de Eber. Podría suponerse que erais el más indicado para haber oído algo.