Выбрать главу

– Duermo en la habitación contigua a ésta -dijo el padre Gormán, señalando una puertecita que estaba detrás de ellos-. Pero puedo aseguraros que no me enteré de nada del asesinato hasta que me desperté con el ruido que hacía la gente fuera de los apartamentos de Eber.

– ¿Cuándo fue eso?

– Después del amanecer. La gente se había enterado de la muerte de Eber y se congregó fuera de sus habitaciones. Fue el vocerío de la gente lo que me despertó y fui a averiguar lo que sucedía; antes de eso no supe nada.

– Yo pensaba que Roma tenía reglas estrictas respecto a la hora de levantarse -soltó Eadulf por lo bajo.

El padre Gormán lo miró con desaprobación.

– Debéis saber, hermano, que lo que es bueno para Roma a menudo no lo es para los que vivimos en climas más al norte. Roma puede decir que un religioso tiene que levantarse a cierta hora. Eso está bien para Roma, ya que se hace de día antes y hay una justificación para ello. ¿Pero qué sentido tiene que un hombre se levante cuando todavía es oscuro y hace frío en estas latitudes, sólo porque sus hermanos en Roma se levantan a esa hora?

Fidelma sonreía ampliamente.

– ¿Así que hay algo bueno que se puede salvar de las reglas de la Iglesia de Colmcille?

El padre Gormán entornó los ojos al darse cuenta del ataque de la joven.

– Podéis bromear, hermana. El hecho es que las reglas de la Iglesia de Roma son las reglas que Cristo consagró… en cuanto a teología y enseñanzas. Tan sólo podemos desviarnos cuando la geografía y el clima las hacen impracticables.

– Muy bien. No voy a discutir… por ahora. Os levantasteis justo después del amanecer y sólo entonces descubristeis lo que le había sucedido a Eber. ¿Habíais dormido bien toda la noche?

– Había hecho la ofrenda del ángelus de medianoche y después me había acostado. Nada me había interrumpido el sueño.

– ¿No oísteis ningún chillido, algún grito pidiendo ayuda?

– Ya os lo he dicho.

– Sabéis, cuando un hombre es atacado como obviamente lo fue Eber, a mí me parece que debe de gritar pidiendo ayuda.

– Me han dicho que Eber fue apuñalado mientras estaba acostado. Apenas debió de tener tiempo para gritar pidiendo ayuda.

Fidelma apretó los labios pensativa.

– ¿Apenas debió de tener tiempo? -repitió lentamente-. ¿Sin tiempo para gritar, mientras alguien ciego, sordo y mudo entra en la habitación sin ser visto, toma un cuchillo y lo clava salvajemente varias veces? ¿Durante todo ese tiempo, Eber estaba acostado en una habitación con luz encendida?

Parecía que estuviera hablando para sí.

– Yo no oí nada -insistió el padre Gormán.

– ¿Os sorprendió saber que se había encontrado a Móen junto al cuerpo de Eber y que, según los testigos, era el asesino?

– ¿Sorprenderme? -pensó un momento el padre Gormán-. No, no podría decir que mi reacción fuera de sorpresa. Si se permite que un animal salvaje ande suelto por casa es de esperar que ataque y muerda.

– ¿Es así como veis a Móen?

– ¿Como un animal salvaje? Sí. Considero a ese hijo del incesto nada más que una bestia salvaje. No permitiría que entrara en esta capilla. Es una maldición de Dios.

– ¿Diríais que ésa es la manera cristiana de tratar a un minusválido? -interrumpió Fidelma indignada.

– ¿Voy a discutir con Dios el castigo que le ha dado a esta criatura? Castigo fue privarlo de lo que nos hace humanos. ¿No dijo Cristo: «El Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Dios recompensa tanto como castiga»?

– Parecéis estar seguro de que Dios creó a Móen para castigarlo. Quizá creó a Móen para probar nuestra fe cristiana.

– Eso es una impertinencia.

– ¿Así lo creéis? A menudo me acusa de impertinencia la gente que no puede o no quiere responder a una pregunta. Pobre Móen. Después de todo, parece que no era muy bien tolerado en este lugar.

Era una afirmación que implicaba una pregunta.

– ¿Estáis reprendiendo mi ética cristiana, hermana? -preguntó con tono peligroso.

– No soy quién para hacerlo, padre Gormán -respondió Fidelma con suavidad.

– ¡Sin duda! -espetó el padre Gormán, malinterpretando su ligero énfasis.

– Entonces, ¿no tenéis dudas respecto a la culpabilidad de Móen? -intervino Eadulf, intentando que la tensión decreciera.

El padre Gormán sacudió la cabeza.

– ¿Qué dudas habría de tener? Había testigos.

– ¿Pero nunca os habéis preguntado qué motivo tendría Móen para hacerlo?

– Probablemente tendría varios motivos. Esa criatura vive en su propio mundo, separado de los demás. ¿Quién conoce su lógica, su razonamiento? No debe de tener los mismos motivos que nosotros. Es de otro mundo. ¿Quién sabe la amargura y el odio que abriga en su mundo por los que son más santos en este otro?

– ¿Entonces admitís que tiene algún sentimiento humano? -atacó Fidelma con rapidez.

– Admitiría que un animal tiene esos sentimientos. Maltratad a un perro, por ejemplo, y un día os puede atacar.

Fidelma se inclinó hacia delante pensativa.

– ¿Teafa maltrataba a Móen?

El padre Gormán negó con la cabeza.

– No. Adoraba a esa criatura. Toda la familia de los jefes de Araglin es perversa.

Fidelma enseguida aprovechó el cebo que él le ofrecía sin darse cuenta de ello.

– ¿Incluís a Eber?

– Él especialmente. Roguemos por que Crón se parezca a su madre y no a su padre.

Fidelma entornó los ojos.

– Sin embargo, mucha gente me ha dicho que Eber era la bondad y la generosidad en persona; que era respetado en todas partes en Araglin. ¿Acaso no es eso cierto?

El padre Gormán esbozó una sonrisa amarga y retorció la boca.

– Eber tenía un don; era un hombre generoso. Ésa era su única virtud; su vida era un largo camino lleno de vicios. ¿Por qué creéis que su mujer abandonó el dormitorio?

– Se lo he preguntado y lo único que me ha dicho es que fue una decisión de mutuo acuerdo.

El padre Gormán resopló con escepticismo.

– Yo intenté persuadirla para que se divorciara de él legalmente. Pero es una mujer orgullosa, como corresponde a su condición de princesa.

– ¿Por qué habíais de persuadirla para que se divorciara de Eber? -preguntó Fidelma.

– Porque él no era un hombre para estar casado.

– No es lo que piensa Cranat, o al menos eso es lo que me dijo. ¿Podéis ser más explícito?

– Sólo puedo deciros que Eber era… -se estremeció y se santiguó-, perdonadme, era sexualmente perverso.

– ¿En qué sentido? -insistió Fidelma.

– ¿Queréis decir que prefería acostarse con chicos o jovencitos en vez de con mujeres? -se aventuró a preguntar Eadulf, viendo de repente un motivo que hubiera inducido a Móen a matar a Eber-. ¿Eber abusaba sexualmente de Móen?

El padre Gormán levantó ambas manos y su rostro se mostró horrorizado.

– ¡No, eso no! No, a Eber le gustaba el sexo opuesto mucho…, tal vez demasiado.

– Ah, entiendo. ¿Y Cranat lo sabía?

– Todo el mundo lo sabía. Cranat fue la última en saberlo. Siempre había sido así, desde que había llegado a la pubertad. Sus hermanas lo sabían bien y finalmente fue Teafa quien se lo dijo a Cranat. Ésta me lo dijo a mí. Fue entonces cuando decidió abandonar el lecho matrimonial.

– ¿Por qué no se divorció Cranat?

– Por su hija, Crón. Por la vergüenza que representaría, y también por el hecho de que Cranat, aunque princesa de su pueblo, no tenía dinero ni tierras propias. Se casó con Eber por su dinero. Él se casó con ella por su linaje y por sus lazos familiares. Tal vez no fuera una buena base sobre la que construir un matrimonio.