Menma le levantó un poco la mano y luego la dejó caer.
– ¿Está muerto? -preguntó con voz hueca.
La figura que estaba junto a la cama continuó meciéndose y gimiendo. No levantó la mirada.
Menma dio otro paso y bajó la mirada impávido. Después se acercó, puso una rodilla en el suelo y tomó el pulso a su jefe en el cuello. El cuerpo ya estaba frío y como húmedo. Miró de cerca los ojos y bajo la luz de la lámpara, que ya no vacilaba, se dio cuenta de que éstos estaban fijos y vidriosos.
Menma se levantó y bajó la mirada con repulsión. Estuvo dudando; a pesar de lo que veían sus ojos, tenía que asegurarse de que Eber estaba muerto. Levantó un pie para darle un empujón al cuerpo con la punta de su bota. No se movió. Entonces levantó el pie y dio una patada al cuerpo. No, no estaba equivocado. Eber, el jefe, estaba muerto.
Menma se giró hacia la figura que seguía lloriqueando y que agarraba el cuchillo. Se echó a reír. De repente se dio cuenta de que él, Menma el caballerizo, iba a ser rico y poderoso como los primos a los que había envidiado toda su vida.
Todavía reía entre dientes cuando abandonó las habitaciones del jefe y se fue en busca de Dubán, el jefe de la guardia personal de Eber.
Capítulo II
El tañido profundo y abaritonado de la campana de la abadía convocó de nuevo a la corte. Aunque transcurrían las primeras horas de la tarde, la atmósfera no era cálida. Los muros de granito gris del edificio impedían que el sol entrara. La capilla de la abadía, que se había destinado a las vistas legales, estaba casi vacía. Sólo algunas personas habían tomado asiento en los bancos de madera. Hasta el día anterior, la capilla había estado llena a rebosar de demandantes, acusados y testigos. Pero esta tarde, el último de los casos del tribunal había quedado visto para sentencia. Los contenciosos anteriores ya se habían despachado.
La escasa media docena de participantes en este último caso del tribunal se levantó con respeto cuando el brehon, el juez, entró y se sentó en un extremo de la sala. Era una jueza, de unos veintitantos largos, y vestía hábito religioso. Era alta y hermosa, el cabello rojizo le caía por debajo del tocado. Resultaba difícil identificar exactamente el color de sus ojos, ya que unas veces parecían de un azul glacial y otras contenían un extraño fulgor verde, según el humor de la mujer. Su aspecto juvenil no encajaba con la idea general que se tiene de un juez sabio, experimentado y erudito, pero durante las últimas jornadas en que había examinado las pruebas de las diferentes demandas legales, esta mujer de aspecto juvenil había impresionado a los que comparecían ante ella con su conocimiento, lógica y compasión.
Sor Fidelma era, de hecho, una dálaigh cualificada, una abogada de los tribunales de los cinco reinos de Éireann. Había obtenido el grado de anruth, lo cual significaba que, además de poder defender un caso ante los jueces, podía formar parte de un tribunal y ejercer de juez en los casos que no requerían la presencia de un magistrado de mayor rango. Fidelma había sido elegida para presidir un tribunal en la abadía de Líos Mhór. La abadía estaba situada fuera de «la gran fortificación» que le daba nombre, a orillas de un impresionante río conocido sencillamente como Abhainn Mór, «el río grande», al sur de Cashel, en el reino de Muman.
El scriptor de la abadía, que hacía de secretario del tribunal y registraba todo, permaneció en pie mientras Fidelma y los demás se sentaban. Tenía un voz tan melancólica que a Fidelma le pareció que sería un buen plañidero.
– Comienza la sesión. Proseguimos con la demanda de Archú, hijo de Suanach, contra Muadnat de la Marisma Negra.
Al sentarse, lanzó una mirada expectante hacia Fidelma y levantó su estilo, ya que se tomaba nota del proceso en tablillas de arcilla fresca y al final de cada sesión se transcribían las notas en pergaminos.
Fidelma estaba sentada tras una gran mesa de roble tallado, con las palmas de las manos sobre ella. Se reclinó en la silla y echó una mirada alrededor hacia los que se sentaban en los bancos que tenía delante.
– Archú y Muadnat, por favor, venid ante mí.
Un joven se levantó con rapidez. No tenía más de diecisiete años, parecía impaciente, como perro que busca el favor de su amo, pensó Fidelma al ver que se apresuraba. El segundo hombre sería de mediana edad, lo bastante mayor como para ser el padre del joven. Era un hombre de rostro sombrío, casi de expresión adusta.
– He escuchado las pruebas que se han presentado en este caso -empezó a decir Fidelma, mirando a uno y a otro-. A ver si puedo exponer los hechos con claridad. Vos, Archú, acabáis de alcanzar la edad de la elección, ¿no es así?
El joven asintió con la cabeza. Según la ley, a los diecisiete años un joven se hacía hombre y era capaz de tomar decisiones.
– Y sois el único hijo de Suanach, que murió hace un año. Suanach, que era hija del tío de Muadnat.
– Era la única hija del hermano de mi padre -afirmó Muadnat con un tono áspero y carente de emoción.
– Así es. ¿Así que sois primos?
No hubo respuesta. Resultaba obvio que ambos no se apreciaban a pesar de su parentesco.
– Unos parientes tan cercanos no deberían recurrir a la justicia para solucionar sus diferencias -amonestó Fidelma-. ¿Todavía insistís en que este tribunal haga el arbitraje?
Muadnat sorbió por la nariz con amargura.
– No es deseo mío estar aquí.
El joven se sonrojó furioso.
– Tampoco el mío. Mucho mejor hubiera sido para mi primo hacer lo que era correcto antes de llegar hasta aquí.
– Estoy en mi derecho -espetó Muadnat-. No podéis reclamar sobre la tierra.
Sor Fidelma alzó las cejas con ironía.
– Parece que va a tener que ser la ley la que decida, ya que no os ponéis de acuerdo. Y habéis traído el asunto ante el tribunal para que éste tome una decisión. Y la decisión que tome este tribunal respecto a este asunto la tendréis que cumplir.
Se reclinó, cruzó las manos en el regazo y examinó detenidamente a ambos, uno tras otro; dos rostros arrebatados por la ira.
– Muy bien -dijo la joven, finalmente-. Tengo entendido que Suanach heredó unas tierras de su padre. Corregidme si me equivoco. Posteriormente se casó con un hombre de ultramar, un bretón llamado Artgal, que al ser extranjero en esta tierra no tenía propiedad alguna que aportar al matrimonio.
– ¡Un extranjero pobre! -gruñó Muadnat.
Fidelma no le hizo caso.
– Artgal, que era el padre de Archú, murió hace unos años. ¿Estoy en lo cierto?
– Mi padre murió luchando al servicio del rey de Cashel contra los Uí Fidgente. -Había hablado Archú y el muchacho lo había hecho con orgullo.
– Un mercenario -menospreció Muadnat.
– A este tribunal no se la ha pedido que juzgue la personalidad de Artgal -observó sor Fidelma malhumorada-. Se le ha pedido que administre la ley. Bien, Artgal y Suanach se casaron…
– Contra los deseos de la familia de ella -volvió a interrumpir Muadnat.
– Eso ya lo he entendido -admitió Fidelma con suavidad-. Pero estaban casados. Al morir Artgal, Suanach continuó trabajando su tierra y educando a su hijo Archú. Hace un año murió Suanach.
– Entonces mi llamado primo vino y afirmó que toda la tierra era suya -dijo Archú con cierta amargura en la voz.
– Es la ley -dijo Muadnat con suficiencia-. La tierra pertenecía a Suanach. Su marido, al ser extranjero, no tenía tierra alguna. Cuando Suanach murió, su tierra revirtió a la familia de ella y de esa familia yo soy el pariente más cercano. Así es la ley.
– Se quedó con todo -se quejó el joven con amargura.
– Era para mí. Y de todas maneras vos no habíais alcanzado la edad de la elección.