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Eadulf cabalgaba con mirada vigilante, pero con el cuerpo relajado; dejaba que su montura fuera al paso, sin prisa.

El silencio era casi opresivo. De vez en cuando se oía algún crujido entre la maleza y Eadulf percibía el canto de algunos pájaros.

– Un lugar oscuro y lóbrego para habitar -gritó Eadulf, rompiendo el silencio en el que llevaban cabalgando desde que habían penetrado en esa parte de los bosques.

Dubán se giró sonriendo ligeramente.

– Es propio de los ermitaños habitar en lugares que no atraen a los demás, sajón -respondió.

– Yo he conocido lugares más saludables -respondió Eadulf-. ¿Qué sentido tiene vivir como un ermitaño si perjudica la salud?

– Una buena pregunta, sajón -respondió el guerrero sonriendo entre dientes-. Sin embargo, dicen que Gadra debe de tener ochenta años. Y me sorprendería que estuviera vivo.

– Continuad explicándonos -intervino Fidelma-. Explicadnos lo que sepáis de Gadra. Sabemos que es un ermitaño y que al parecer es un hombre sabio. ¿Qué más sabéis de él?

– Poca cosa. Gadra es Gadra. Para mí siempre ha tenido la misma edad.

– ¿Se sabe algo de sus orígenes? -insistió Fidelma.

Dubán se encogió de hombros.

– Dicen que era un hombre religioso de los tiempos paganos.

– ¿Un druida? -preguntó Fidelma.

Era cierto que en algunos lugares de los cinco reinos todavía se encontraban seguidores de los antiguos dioses. La propia Fidelma había conocido a algunos miembros solitarios que todavía se aferraban a las antiguas costumbres, a las antiguas creencias. Ella misma apreciaba algunas de sus filosofías. La nueva fe en Cristo no llevaba tanto tiempo implantada en aquella tierra para que las antiguas costumbres resultaran anacrónicas.

– Supongo que se les debía de llamar así. Cuando yo era niño, nos explicaban historias del viejo Gadra. Siempre nos han hablado de él; nos advertían de que no nos acercáramos a él porque el sacerdote decía que realizaba sacrificios humanos a los antiguos dioses en estos robledales.

Fidelma resopló despectivamente.

– Siempre se habla de sacrificios humanos cuando no se entiende la verdad de un culto religioso. La fundadora de Kildare, santa Brígida, era druidesa e hija de un druida. No hay nada que temer. Pero decidme más cosas de Gadra; ¿se sabe cuándo llegó a este lugar?

– No en la época de Eber, desde luego -respondió Dubán-. Creo que vino cuando el padre de Eber era un niño. Tenía el don de sanar y de la sabiduría.

– ¿Cómo podía tener el don de sanar si no creía en la verdadera fe? -preguntó interrumpiendo Eadulf con cierta indignación.

Fidelma sonrió burlonamente a su compañero.

– No se puede discutir con esa lógica -replicó Fidelma con malicia.

Eadulf no estaba seguro de si se estaba burlando de él.

– ¿Hacía las curaciones en nombre de Cristo Salvador? -preguntó Eadulf.

– Simplemente, curaba a los que acudían a él con alguna aflicción. Lo hacían en nombre de nadie -respondió Dubán-. Por supuesto, el padre Gormán denunciaba a cualquiera que hubiera ido a que Gadra lo curara. Pero hace algunos años que no oigo hablar de Gadra. Os digo que está muerto y que este viaje es una pérdida de tiempo.

Eadulf estaba a punto de hablar cuando, de repente, Dubán levantó una mano para pedirles que tiraran de las riendas de sus caballos.

– Allí delante veo un claro. Creo que estamos cerca de donde vivía.

Fidelma oteó hacia delante con ansiedad.

– ¿Éste es el lugar donde vive Gadra?

Dubán asintió con la cabeza.

– Quedaos aquí. Dejadme que vaya yo primero -dijo en voz baja- porque si todavía vive, creo que me reconocerá.

Hizo que su caballo se colocara delante del de Fidelma y empezó a avanzar por el sendero, en dirección a la zona iluminada del claro que tenían delante.

Fidelma observó que el claro era pequeño y que desde allí se oía el susurrante gorgoteo de un riachuelo. Le pareció distinguir una construcción de madera entre los árboles.

De repente se oyó la voz de Dubán.

– ¡Gadra! ¡Gadra! ¡Soy Dubán de Araglin! ¿Todavía estáis vivo?

Durante un momento no se oyó nada.

Después, una voz respondió. Era una voz de edad, aunque profunda y resonante.

– Si no es así, Dubán de Araglin, entonces seguro que quien te contesta es un fantasma.

Volvió a oírse la voz de Dubán pero en tono más bajo. Ni Eadulf ni Fidelma podían oír lo que se decía. Al poco rato, Dubán les gritó que se acercaran hasta el claro.

En un trozo de tierra plano, junto a una corriente de la montaña, había una cabaña de madera, bien construida y con el techo de paja. El lugar estaba cultivado. Un pequeño jardín de hierbas y verduras y algunos árboles frutales lo rodeaban. Dubán había desmontado, había atado su caballo a un arbusto y estaba de pie cerca de otro hombre. Era anciano, bajo, con un mechón de cabello cano, y se apoyaba en un bastón de endrino. A primera vista parecía frágil, pero Fidelma sospechó que esa fragilidad era engañosa. Era delgado, pero nervudo. Llevaba una túnica suelta teñida con azafrán y alrededor de su cuello un collar de oro con antiguos símbolos que Fidelma no había visto nunca.

La religiosa descendió de su caballo, le entregó las riendas a Eadulf y avanzó hacia el anciano. Se detuvo a algunos pasos.

– Dios os bendiga, Gadra -lo saludó inclinando ligeramente la cabeza.

El rostro al que miraba Fidelma era amable, con la piel morena y curtida por el sol, y en la que destacaban unos ojos brillantes. Parecían más grises que azules. La cascada de cabello cano le enmarcaba la cara, le llegaba hasta los hombros y se mezclaba con una barba sedosa y corta que permitía ver el collar que le colgaba en el pecho. No había ninguna duda de que Gadra era viejo, pero resultaba imposible determinar su edad, ya que su rostro era todavía juvenil y sin arrugas; sólo los hombros cargados denotaban el paso de los años.

Aquel rostro miró a Fidelma con humor.

– Sois bienvenida a este lugar, Fidelma, hija de Failbe Flann.

Fidelma se sorprendió un poco.

– ¿Cómo…?

Vio que el hombre se reía y entonces ella sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Qué más os ha contado Dubán?

Gadra asintió en señal de aprobación.

– Tenéis una mente rápida, Fidelma -dijo lanzando una mirada por encima del hombro de ella hacia donde estaba Eadulf, atando los caballos a un arbusto-. Venid, hermano Eadulf de Seaxmund's Ham. Venid, que nos sentaremos y hablaremos un rato.

Fidelma, como solía hacer cuando era una joven alumna de Morann de Tara, se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba ante el anciano, como una novicia ante su maestro. Gadra sonrió con aprobación. El hermano Eadulf prefirió acomodarse en una piedra redonda. También Dubán debió de pensar que su dignidad se vería mermada si se sentaba en el suelo y buscó otra piedra. Gadra, como si todavía fuera joven, se sentó en la hierba frente a Fidelma.

– Antes de que hablemos -empezó diciendo Gadra, al tiempo que levantaba la mano para tocar la medialuna de oro que colgaba de su cuello-, ¿os molesta esto?

Fidelma echó una mirada al símbolo.

– ¿Por qué habría de molestarme?

Gadra señaló el crucifijo que llevaba Fidelma.

– ¿No está reñido con eso?

Fidelma negó con la cabeza lentamente.