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– No tengo caballo -dijo el anciano-, así que me llevará un rato llegar al rath de Araglin.

– Podéis ir detrás de Dubán o del hermano Eadulf. No es problema.

– Entonces montaré con el hermano Eadulf -anunció el anciano.

Eadulf fue a buscar los caballos y Gadra se dirigió a Fidelma en voz baja.

– Vuestro Eadulf habla bien nuestra lengua.

Fidelma se sonrojó.

– Es un visitante de nuestro país. Un monje sajón que ha estudiado en nuestras escuelas -hizo una pausa y añadió en voz baja- y no es mi Eadulf.

Los ojos brillantes y divertidos se fijaron en ella interrogantes.

– Hay calidez en vuestra voz cuando habláis del sajón.

Fidelma notó que se ruborizaba.

– Es un buen amigo mío -replicó ella a la defensiva.

Gadra estudió su cara de cerca.

– Nunca neguéis vuestros sentimientos, chiquilla, en especial a vos misma.

El anciano entró en su cabaña, antes de que Fidelma pudiera articular una respuesta. Se sintió molesta por un momento para, enseguida, sorprenderse a sí misma sonriendo. Pagano o no, le gustaba la sinceridad y la sabiduría de ese anciano. Se volvió hacia Dubán y vio que éste la observaba inquisitivamente.

– Veo que os gusta ese hombre, a pesar de vuestras diferencias religiosas.

– Quizá las diferencias no sean tantas si retiramos los nombres que damos a las cosas. Todos provenimos de antepasados comunes.

– Tal vez.

El anciano regresó al cabo de un momento con una capa de viaje y un sacculus, una bolsa colgada del hombro, donde obviamente había puesto lo necesario.

– Decidme, hermano sajón -dijo, mientras Eadulf le ayudaba a montar al caballo-, supongo que mi antiguo antagonista, Gormán, todavía está en el rath.

– El padre Gormán es el sacerdote de Araglin.

– No mi padre -murmuró Gadra-. Yo no me opongo a llamar a cualquiera «mi hermano» o «mi hermana», pero no hay muchos en esta tierra a los que concedería el derecho de llamarlos mi padre, en especial uno cuya intolerancia es como un cáncer que roe el alma.

Eadulf intercambió una mirada con Fidelma al percibir la vehemencia del anciano, pero la diversión del sajón no encontró resonancia en los ojos de Fidelma, que se mostraba solemne.

– No os preocupéis por Gormán -dijo Fidelma al anciano, mientras subía a su montura-. Es bajo mi autoridad que vais al rath de Araglin.

Gadra sonrió o, al menos, su cuerpo nervudo se sacudió divertido.

– Cada persona es su propia autoridad, Fidelma -dijo el hombre.

Empezaron el viaje de regreso, por el sendero que atravesaba los grandes bosques de las montañas. Parecía que algún acuerdo mutuo y tácito los mantenía en silencio, de manera que sólo se oía la fuerte respiración de sus caballos avanzando por el camino del bosque. Incluso los sombríos montes carecían de sonidos, a pesar de que todavía era de día sobre el gran dosel que formaban las ramas.

Fidelma iba cabizbaja, ensimismada en sus pensamientos, intentando averiguar cómo este anciano y Teafa habían establecido un sistema de comunicación con alguien tan desvalido como Móen. Al cabo de un rato se olvidó de eso. El hecho de que él dijera que podía hacerlo ya estaba bien, pues ella aceptaba que Gadra era un hombre sincero. ¿No decían los sabios antiguos que por la Verdad la tierra resiste y por la Verdad nos liberamos de nuestros enemigos?

Echó una mirada atrás a Eadulf y se preguntó en qué estaría pensando. Debía de estar incómodo cerca de alguien que rechazaba la nueva fe y se aferraba a las costumbres de los antiguos. Gadra tenía razón al definir a Eadulf con la palabra «práctico»; era realista y pragmático. Aceptaba lo que le habían enseñado y una vez aceptado se adhería a esas enseñanzas sin cuestionarlas y sin desviarse. Era como un barco pesado abriéndose camino en el océano. Ella, en cambio, era una corteza ligera, a toda prisa de acá para allá, surcando las olas. ¿Era injusta con él? De repente, se acordó de una máxima de Hesíodo. Admira el barco pequeño pero pon la carga en uno grande.

Dejó ir un suspiro mentalmente y volvió al asunto que le preocupaba. Reflexionó respecto a la prueba que acababa de oír, pero al final concluyó que no había nada que hacer hasta que Gadra sacara algo de Móen. Fidelma se sentía inquieta porque tenía ganas de llegar al rath y ver qué podía decirles Móen. La impaciencia era, reconoció, su mayor defecto. Aceptaba las protestas de Eadulf respecto a su irritabilidad e impaciencia. Pero admitía que un espíritu inquieto era al menos una señal de estar vivo.

De repente se dio cuenta de que Dubán había tirado de sus riendas y levantaba una mano para que se detuvieran. Tenía la cabeza inclinada y parecía que escuchaba algo.

Se quedaron quietos un momento. El guerrero se giró y les hizo señal de que desmontaran.

– ¿Qué pasa? -susurró Fidelma.

– Varios caballos con pesada herradura -respondió Dubán en el mismo tono- y jinetes que no se ocultan. ¡Escuchad!

Fidelma inclinó la cabeza e incluso oyó voces que se gritaban entre ellas.

Con los ojos entornados, Dubán miró a su alrededor.

– Rápido -ordenó en voz baja- saquemos a nuestros caballos del sendero y metámoslos en el bosque. Por allí -señaló con una mano un camino- hay algunas rocas detrás de las cuales podemos escondernos.

A Fidelma se le ocurrieron varias preguntas, pero se mordió la lengua. Cuando un guerrero curtido lanzaba un consejo como ése no había lugar al debate.

Lo siguieron en gran silencio y con rapidez desde el sendero al bosque, atravesando la maleza hasta las rocas indicadas. Eadulf sujetaba los caballos y Gadra iba a su lado, mientras que Dubán y Fidelma avanzaron hasta el extremo de las rocas y se acuclillaron allí para observar el camino.

El ruido de varios hombres a caballo era ahora fácilmente reconocible y las risotadas sonoras y los gritos de los jinetes demostraban que no temían encontrar oposición alguna al transitar los bosques.

Fidelma miró a Dubán y el guerrero frunció el ceño al mirar hacia el camino. Estaba claramente ansioso.

– ¿Qué os preocupa? -murmuró Fidelma-. Estos bosques son de Araglin y vos sois el jefe de la guardia. ¿Por qué nos escondemos?

Dubán no movió la cabeza y habló en voz muy baja.

– A un guerrero se le enseña que no tiene que comprobar la profundidad de un río con los dos pies.

Hizo una pausa e inclinó la cabeza.

– Escuchad.

Fidelma escuchó los sonidos de los caballos que se aproximaban.

– Yo no soy un guerrero, Dubán. Decidme, ¿qué es lo que oís?

– Oigo el traqueteo de arneses de guerra, de espadas golpeando contra escudos, las pisadas de caballos bien herrados. Eso me indica que los jinetes son hombres armados. Si veo un sabueso en un corral de ovejas, primero me ocupo de que no cause daño a las ovejas.

Le hizo señal de que se callara.

A través de los árboles y arbustos que había entre ellos y el sendero del bosque se perfilaban las figuras a caballo. Eran una docena de jinetes. Iban sentados cómodamente sobre sus monturas. Varios llevaban ligeras capas de montar y escudos redondos colgados de los brazos. Otros portaban largas lanzas.

Al final de la columna y guiada por unas largas riendas que sostenían los últimos jinetes, iba media docena de asnos, una manada de animales fuertes, cargados con grandes alforjas llenas y pesadas.

Resultaba obvio que los jinetes no se sabían observados. Risas groseras resonaban entre sus filas y algunos lanzaban comentarios obscenos respecto a otros miembros del grupo.

Fidelma entornó los ojos. En la retaguardia de esa procesión, después de los asnos, cabalgaba un hombre sin capa. Fidelma distinguió un arco, colgado de uno de sus hombros. Pero el otro hombro estaba vendado y el brazo se aguantaba en cabestrillo.

Fidelma respiró profundamente.